Bond aprovechó el momento de confusión para sacar la varilla plegable de la funda que llevaba sujeta al cinto. La impresionante arma telescópica de acero alcanzó en el cuello al hombre y éste se desplomó al suelo sin emitir ni un solo grito. Se oyó tan sólo el sordo rumor de la varilla, seguido de un chirriante ruido en el instante en que la cabeza del asesino cayó sobre los cristales rotos.
De repente, se hizo el silencio, puntuado tan sólo por los entrecortados sollozos de Heather. Bond se inclinó para ver si había alguna luz de emergencia en el camarín del ascensor. Con una mano tocó el panel de control y las puertas empezaron a cerrarse. Se abrieron de nuevo cuando el mecanismo de seguridad se puso en marcha al rozar las piernas del asaltante tendido en el suelo. Tres veces ocurrió lo mismo hasta que Bond descubrió un botón que previamente le había pasado por alto, y el ascensor quedó inundado de luz.
Heather estaba acurrucada en un rincón, lejos del cuerpo inerte enfundado en unos pantalones vaqueros negros, un jersey negro de cuello de cisne y unos guantes negros. El hombre tenía el cabello oscuro, pero los rojos regueros de sangre le conferían una macabra apariencia punk. El espejo destrozado reflejaba las manchas de sangre y las grandes resquebrajaduras en forma de estrella mostraban una caleidoscópica imagen en negro y rojo.
Con el pie derecho, Bond dio la vuelta al cuerpo. El individuo no estaba muerto. Tenía la boca abierta y la cara completamente cubierta de cortes producidos por los cristales rotos, desde la raíz del pelo hasta la boca. Algunas de las heridas parecían bastante profundas, pero la respiración acelerada era perfectamente audible y la sangre parecía circular con normalidad. Cuando recuperara el conocimiento, el golpe que le había propinado Bond le dolería más que los cortes.
– Un par de aspirinas y quedará como nuevo -musitó Bond.
– Mischa -dijo Heather con vehemencia.
– ¿Le conoces?
– Es uno de los agentes más destacados que tenían en Berlín; ha sido adiestrado en Moscú.
Heather trató de levantarse, procurando interponer el mayor espacio posible entre su persona y el cuerpo del hombre al que acababa de identificar como Mischa. Las puertas se abrían y se cerraban sin cesar al contacto con las piernas de Mischa, y su rítmico rumor resonaba en medio del silencio que los rodeaba.
– Qué persistentes son las puertas de los ascensores -dijo Bond, inclinándose sobre el desdichado Mischa.
Buscó a su alrededor y, al fin, sacó de debajo del cuerpo el arma destinada a partirle la cabeza a Heather. Era un mazo de carpintero por estrenar. Sopesó en la mano el enorme martillo de madera con su impresionante cabeza. Limpió el mango con un pañuelo y volvió a dejarlo en el suelo. Después, se inclinó de nuevo cacheó el cuerpo por si hubiera alguna otra arma oculta.
– No lleva calderilla, y ni siquiera una cajetilla de cigarrillos -anunció Bond, incorporándose-. ¿Hay, por casualidad, algún otro medio de salir de éste maldito edificio, Heather? ¿Una escalera de incendios o algo por el estilo?
– Sí. Hay una escalera metálica en zigzag en la parte de atrás del salón. La mandé instalar cuando reformé la casa. ¿Por qué lo preguntas?
– Porque nuestro amigo Mischa no ha venido solo y has tenido mucha suerte, mi querida Heather. Teniendo en cuenta lo que el camarada coronel Maxim Smolin les hizo a las otras dos chicas y pretendía hacerte a ti.
– No creo que Maxim… -dijo Heather. Tras una pausa preguntó-: ¿Por qué?
– Mischa no lleva nada más encima, sólo éste instrumento para matarte. No hay ningún cuchillo y ningún instrumento médico para la rápida extirpación de una lengua…, y ésa es la marca de fábrica, ¿no?
Heather asintió, asustada. Bond empujó el mazo con un pie hacia el fondo del ascensor, tomó al inconsciente Mischa por el cuello del jersey y, levantándole sin hacer el menor esfuerzo, lo empujó hacia el vestíbulo. Después, pulsó con el dorso de la mano el botón de subida. Al llegar a la entrada del salón de belleza, Heather puso en marcha la alarma de seguridad instalada en un armarito metálico adosado a la pared. Tras lo cual, abrió la puerta de doble hoja.
– No enciendas las luces -le ordenó Bond-. Muéstrame el camino.
Bond sintió que una fría mano de Heather tomaba la suya mientras ambos avanzaban por entre las pilas y los secadores de la peluquería, y salían a un pasillo en el que se abrían numerosas puertas tan blancas como las de una clínica. La última, que tenía una placa bien visible en la parte superior, en la que podía leerse en letras rojas Salida de Emergencia, daba al exterior y se abría mediante una barra de contacto. El frescor de la noche les azotó el rostro en cuanto salieron a la plataforma metálica. Desde allí, casi se podían tocar con la mano los edificios colindantes. A la derecha, una estrecha escalera zigzagueaba hasta abajo.
– ¿Cómo salimos? -preguntó Bond-. Cuando lleguemos abajo, quiero decir.
Abajo sólo se podía ver un patinillo cuadrado, rodeado de altos edificios.
– Sólo los que tienen las llaves pueden utilizar la salida. Nosotros tenemos cuatro juegos, uno para cada uno de mis encargados (peluquería, belleza, masajes) y uno para mí. Una puerta da a un pasadizo que discurre a lo largo del local del concesionario de automóviles y que termina en otra puerta. La misma llave abre las dos puertas. Y la otra puerta da a la Berkeley Street.
– ¡Vamos, pues!
Heather se volvió hacia la escalera de incendios y, en el momento en que apoyaba una mano en la barandilla, Bond oyó unas pisadas que corrían hacia ellos desde el otro lado de la puerta.
– ¡Rápido! -dijo sin levantar la voz-. Baja y déjame las puertas abiertas. Hay un Bentley verde oscuro aparcado frente al Mayfair. Entra en el vestíbulo y espérame allí. Si aparezco corriendo y con las dos manos visibles, corre hacia el automóvil. Si llevo la mano derecha en el bolsillo y camino despacio, desaparece durante media hora y después vuelve y espérame. Las mismas señales en los intervalos de media hora. ¡Ahora, vete!
Heather pareció vacilar un instante, pero luego empezó a bajar por la escalera mecánica, cuyos peldaños temblaban peligrosamente bajo sus pies mientras Bond daba media vuelta y se dirigía a la salida de emergencia. El agente sacó la ASP de 9 mm y la apoyó contra su cadera. El rumor de las pisadas era cada vez más próximo. En cuanto creyó que la distancia era adecuada, Bond retrocedió rápidamente y abrió la puerta. Lo hizo respetando las habituales normas, es decir, aguardando el tiempo suficiente para comprobar que sus objetivos no eran policías, los cuales no se hubieran mostrado, por otra parte, demasiado amables con él si hubieran creído que era un delincuente.
Aquellos hombres no eran policías ni por pienso, a no ser que a las fuerzas del orden de Londres les hubiera dado por utilizar revólveres Colt 45 automáticos sin previo aviso. Los hombres que avanzaban corriendo por el pasillo se detuvieron en seco en cuanto vieron a Bond. Hecho curioso, habían encendido las luces del pasillo y ahora se les podía ver con toda claridad. Bond sabía que él también era un blanco fácil, pese a permanecer de lado, tal como tantas veces le habían enseñado a hacer en el cursillo de armas cortas. Eran dos hombres muy musculosos y avanzaban el uno detrás del otro.
El que iba delante, a la derecha de Bond, abrió fuego y el disparo del enorme 45 resonó en el pasillo como una bomba. Un trozo de la jamba de la puerta se desintegró, abriendo un enorme agujero mientras las astillas saltaban por el aire. El segundo disparo pasó entre Bond y la jamba. Bond oyó el silbido de la bala cortando el aire al pasar junto a su cabeza, pero, para entonces, él también había disparado, con el fin de herir tan sólo las piernas o los pies de los asaltantes con los pequeños proyectiles Glaser de su ASP. Le hubiera sido fácil liquidar a los hombres con semejantes municiones. El proyectil del número 12 suspendido en Teflon líquido en el interior de la bala estallaba al penetrar en el cuerpo. Pero Bond no quería matar a nadie. El mensaje de «M» estaba muy claro: «En caso de que algo falle, le tendremos que negar incluso ante nuestras propias fuerzas de policía.» No quería que el servicio le negara y le enviaran a la cárcel de Old Bailey, acusado de asesinato. Apretó el gatillo dos veces, un disparo a cada pared, y oyó un gemido de dolor y un grito. Después, dio media vuelta y bajó rápidamente por la escalera de incendios. Miró hacia abajo y no vio ni rastro de Heather.