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– ¿Perdón?

– ¿Qué hará usted si alguien muere entre hoy y el lunes?

– ¿Realmente cree…?

– Sí.

– Mantendríamos los cuerpos refrigerados.

– ¿Y los judíos?

– ¿Judíos?

– Ellos entierran a sus muertos en un plazo de veinticuatro horas, ¿no es así? -dijo.

– Tendré que consultarlo con nuestro director judío, el señor Greenberg.

– Me gustaría hablar con ese señor Greenberg.

– Por favor, señor Taylor -dijo Wanda Frederichson con mucha paciencia-. Sé que…

– Detective Taylor -replicó-. ¿Puede darme el número del señor Greenberg?

– Puedo pasarle con él -dijo ella con un suspiro.

– Gracias -respondió Mac mirando a Aiden, quien se esforzaba para no atender a aquella conversación.

Escuchó un doble tono y después otro y, finalmente, la voz de un hombre.

– Arthur Greenberg, ¿en qué puedo ayudarle?

Mac le explicó la situación y Greenberg le escuchó en silencio.

– Déjeme comprobarlo -dijo Greenberg-. Déme unos segundos para echarle un vistazo a mi archivo del ordenador. Normalmente, no tendría que estar aquí en Shabbat, pero tenemos un… Veamos. Nunca hemos tenido… Sí, señor Taylor, estoy leyendo las circunstancias en nuestro archivo. Lo haremos.

Mac le dictó a Greenberg el número de su teléfono móvil, le dio las gracias y colgó. Se acercó a Aiden.

Ella alzó la vista y le miró, mostrando su curiosidad. Él la ignoró.

– ¿Qué tenemos? -preguntó Mac.

– ¿Estás bien?

– Estoy bien. ¿Qué tenemos?

– Lo que no tenemos es el arma o la bala -dijo ella-. Lo que tenemos son pedazos de papel blanco DIN A4 de 80 gramos, sin ácido. Coinciden con el papel del apartamento de Lutnikov.

– Y parte del papel que tú y Hawkes encontrasteis en la herida de entrada tenía tinta. ¿Qué hay de los fragmentos de papel que encontraste fuera del apartamento de Louisa Cormier?

Aiden asintió y dijo:

– Coincide. Eso no demuestra que ella le disparase, pero sugiere que cabe la posibilidad de que el disparo que mató a Lutnikov se realizase frente a la puerta del ascensor en la planta de Louisa Cormier. Pero esos seis fragmentos pudieron llegar a la moqueta del rellano de Louisa Cormier de distinta manera. Tal vez incluso los llevamos nosotros en la suela de los zapatos.

– No -dijo Mac.

– No -accedió Aiden.

– Pero, un buen abogado…

– Y Louisa Cormier puede permitirse el mejor.

Mac asintió y dijo:

– Un buen abogado podría dar un montón de explicaciones. A ver si puedes hacer coincidir alguna de esas manchas de tinta con la máquina de escribir de Lutnikov.

Permaneció callado durante unos segundos antes de volver a hablar.

– ¿Cuánto crees que mide Louisa Cormier?

Aiden alzó la mirada, reflexionó un momento y dijo:

– Un metro cincuenta y cinco, más o menos. ¿Por qué?

Antes de poder responder, ella añadió:

– La mancha de sangre.

– La mancha de sangre -confirmó él, y empezó a contarle la conversación que había mantenido con Sheldon Hawkes y las conclusiones respecto a la herida.

– Lutnikov llevaba consigo papeles mecanografiados cuando le dispararon -dijo Mac-. La bala atravesó el papel. Lo llevaba abrazado contra su pecho.

– Para protegerse -dijo Aiden.

– ¿Contra una bala?

– Era lo único que tenía.

– Tal vez estaba intentando proteger lo que había escrito -replicó Mac-. Tal vez lo mataron por eso.

– Entonces, ¿dónde está lo que escribió? ¿Y dónde está la bala?

– Y el arma -añadió Mac-. ¿Sabes qué es lo siguiente que vamos a hacer?

Aiden se puso en pie.

– Me pondré el abrigo, iré hacia el norte y regresaré con la cinta de la máquina de escribir.

– Y… -empezó a decir Mac.

– Más muestras del papel que Lutnikov tenía en su apartamento. Muestras en las que hubiese escrito.

– Llévate un aspirador. Recorre todas las plantas, junto al ascensor, en busca de restos.

– Ya lo hicimos -respondió ella.

– Pero ahora sabemos qué buscamos.

Aiden asintió.

– El arma del crimen, la bala que mató a Lutnikov, lo que llevaba consigo cuando le dispararon y…

– Un motivo -concluyó Mac.

– Será mejor que me marche.

6

La mujer de la limpieza confirmó que el hombre que había alquilado la habitación por una noche no había usado la cama, y que ella no la había tocado esa mañana. Stella Bonasera observó la cama, mientras Danny Messer estaba arrodillado en el suelo, y pensó que el hombre ni siquiera se había sentado allí.

Los dos examinaron el escaso mobiliario de la habitación -cama, silla y pequeño escritorio, mueblecito con tres cajones y un pequeño televisor en color encima-, el pomo de la puerta, e incluso la barra y los costados del pequeño armario. No encontraron lo que buscaban.

Stella se dirigió hacia la ventana.

Don Flack había interrogado al resto del personal del hotel, incluido el tipo que había estado de turno el día anterior, cuando Wendell Lang se registró en la habitación. Había pagado en efectivo, por adelantado, y había dado doscientos dólares de más para cubrir las llamadas telefónicas y lo que utilizara de la nevera. Sin embargo, no había llamado por teléfono ni había tomado nada de la nevera, y tampoco se había preocupado de recuperar sus doscientos dólares. Simplemente se dio de baja electrónicamente. El tipo que le había visto no fue capaz de dar una buena descripción del sujeto.

– Estaba nevando -le dijo a Flack el empleado-. Llevaba un sombrero y una bufanda alrededor del cuello cubriéndole la boca. Era grande. Eso sí lo tengo claro. Debía de pesar por lo menos ochenta kilos, tal vez un poco más. El otro hombre era pequeño, muy pequeño.

– ¿Otro hombre? -preguntó Flack.

– Sí -dijo el empleado-. Creo que iban juntos. El otro hombre se quedó detrás, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Llevaba el cuello subido y también sombrero, uno de esos estilo Fedora, bien calado.

– Pero el tal Wendell Lang que alquiló la habitación lo hizo sólo para él, o sea, para una persona.

– Sí -dijo el empleado-, pero eso no importa. La ocupación doble o sencilla cuesta lo mismo. La habitación es individual, sólo hay una cama. Formaban una pareja muy extraña, uno grande, el otro pequeño.

Uno que no pesaba mucho y otro que podía sostener el peso del pequeño al otro extremo de una cadena de acero, pensó Don. De inmediato, subió de nuevo a la habitación y le relató a Stella lo que le había dicho el empleado del hotel. Ella asintió y siguió trabajando.

Stella examinó el alféizar de la ventana de donde Don Flack había extraído la muestra de acero. Espolvoreó el interior de la ventana y el pomo en busca de huellas y luego la abrió. Sacó la cabeza y empolvó el exterior de la ventana a pesar del aire helado. Introdujo las cintas con las huellas en el interior y cerró la ventana.

– Tendré que sacar la moqueta -dijo Danny desde donde estaba arrodillado. Stella se volvió hacia éclass="underline" Danny tenía las dos manos enguantadas de blanco colocadas en posición de orar.

– Hazlo -dijo ella.

Danny asintió. Se levantó y se dirigió a la pared cercana a la puerta con su caja de herramientas, sacó un martillo y se puso manos a la obra. Ni él ni Stella esperaban encontrar algo bajo la moqueta, pero buscaban algo muy específico o alguna prueba de que lo que buscaban no existía.

– Voy a regresar al laboratorio para examinar las huellas y ver si puedo descubrir qué causó esa marca en el alféizar. ¿Quieres venir conmigo? -le preguntó a Flack, pero éste declinó su ofrecimiento diciendo que quería agotar todas las pistas del hotel.

Danny asintió. En la mano izquierda tenía un detector de corriente eléctrica y una pequeña aspiradora. En la aspiradora había una bolsa para pruebas diseñada para un único uso. La habitación no era muy grande. Stella sabía que, con suerte, levantar la moqueta no iba a llevarle más de una hora. En un día normal, probablemente después dispondría de tiempo suficiente para ir a su casa y darse una ducha, pero debido a la nieve y a la lentitud del tráfico se retrasarían por lo menos una hora.