Introdujo la cinta mecanográfica en una bolsa, guardó ésta en el maletín y lo cerró. Echó un último vistazo a la habitación y abrió la puerta para salir. Volvió la vista atrás antes de pasar por debajo de la cinta que señalizaba el escenario del crimen y cerrar la puerta tras de sí.
Mac estaba sentado en el laboratorio, frente a una pila de diapositivas y fotografías de huellas dactilares tomadas en el ascensor.
Sentía un gran respeto por las huellas dactilares, más que por el ADN o incluso las confesiones. Había realizado un estudio sobre ellas, tenía un archivador en casa con la historia de las huellas dactilares, con notas que antaño había planeado convertir en un libro. Abandonó esa idea el día en que murió su esposa.
Las huellas dactilares sencillamente no mentían. Los mentirosos muy hábiles podían hacer trucos con ellas, pero la realidad era muy simple: no había dos huellas dactilares iguales. El descubrimiento se atribuía a un doctor persa del siglo xiv. Nunca nadie había encontrado dos huellas dactilares iguales. Incluso los gemelos más idénticos tenían huellas distintas. Mac había oído en una ocasión un sermón de un capellán de la policía que venía a decir que Dios había incluido en su creación esa microscópica verdad para evidenciar la grandeza de su invención. Mac no dedicó mucho tiempo a pensar en eso. Pero le interesó la verdad de esa afirmación.
Las huellas dactilares se usaron por primera vez como elemento identificativo en Estados Unidos en 1882. Gilbert Thompson, del Servicio de Investigación Geológica de Estados Unidos en Nuevo México, dejó sus huellas dactilares en un documento para evitar la falsificación.
En el libro de Mark Twain Vida en el Mississippi, de 1883, se identifica a un asesino por sus huellas dactilares.
La primera identificación criminal registrada data de 1892, por parte de Juan Vucetich, un agente de policía argentino. Identificó a una mujer llamada Rojas que había matado a sus dos hijos y se había cortado el cuello para implicar a un tercero. Vucetich encontró una huella dactilar sanguinolenta de Rojas en una puerta. La huella dactilar quedó allí después de que se cortase la garganta.
En 1897, con la aprobación del British Council General de la India, la primera Oficina de Huellas Dactilares se estableció en Calcuta, utilizando una clasificación desarrollada por dos expertos hindúes que todavía se emplea hoy en día.
Ocho años después, en 1905, el ejército de Estados Unidos empezó a usar las huellas dactilares para identificación personal. La Armada y el cuerpo de Marines no tardaron en seguir sus pasos.
En la actualidad, el FBI dispone de un índice informatizado, el AFIS (Sistema Automatizado de Identificación de Huellas Dactilares), que cuenta con más de cuarenta y seis millones de huellas dactilares de delincuentes conocidos. Cada Estado dispone, a su vez, de su propio archivo. Nueva York no es una excepción.
Tras tres horas, Mac llegó a la conclusión de que las huellas dactilares de Ann Chen, Charles Lutnikov y Louisa Cormier, además de muchas otras, estaban por todo el ascensor en el que Lutnikov había sido asesinado.
Mac se preguntó cuándo habrían limpiado el ascensor por última vez. Dudaba de que lo hubiesen hecho recientemente. Observó las huellas dactilares de Lutnikov y de las dos mujeres. El ascensor podía ser un callejón sin salida, pero aún había que encontrar el arma del crimen y, seguramente, había lugares que todavía no habían tenido en cuenta.
Mac se puso en pie, le dolía la espalda, e imaginó a la mujer llamada Rojas asesinando a sus hijos y cortándose después el cuello. La imagen no resultaba muy vivida, pero sí lo era la de Juan Vucetich encontrando las huellas dactilares.
Era un momento de la historia forense que a Mac Taylor le habría gustado presenciar.
– No hay problema -dijo el hombre dándole un sorbo despacio a su café en el mostrador de Woo Ching’s, en la Segunda avenida.
Frente a él tenía un rollito de primavera al que había dado dos bocados. No tenía hambre. A su derecha estaba sentada una mujer, ni joven ni vieja, que antaño había sido bonita y ahora era bien parecida y tenía el cabello corto de un rubio platino. Era delgada, iba bien vestida y llevaba puesto un abrigo de piel y un gorro peludo. Le había dado un par de sorbos al té verde que había pedido.
Eran las once de la mañana del domingo y hacía demasiado frío para salir a la calle a tomar nada, excepto para aquellos que querían darse un respiro del mal tiempo con una taza de café o té o un cuenco de sopa wonton.
Sólo había tres clientes más: un trío de mujeres en un reservado junto a la ventana.
El hombre no sabía ni remotamente quién iría a hablar con él, sólo que tenía que ir a Woo Ching lo antes posible y comer algo. Nada de teléfonos. Cuando ella entró, la reconoció enseguida.
– Detalles -dijo ella calentándose las manos con la taza e ignorando el cuenco con fideos que tenía enfrente.
Él sonrió y sacudió la cabeza. Su sonrisa no demostraba alegría alguna.
– ¿Qué te hace tanta gracia? -preguntó ella.
No se miraron directamente a los ojos y no querían recordar la conversación. Ella había llegado cinco minutos después de que hubiese pedido, se sentó frente a él y pidió su té.
– La nieve -dijo el hombre.
– ¿Qué tiene de gracioso la nieve? -preguntó ella echándole un vistazo a su reloj.
Le explicó que la nieve creaba un problema que ellos no habían previsto.
– ¿Pero todo está bien? -preguntó ella con énfasis.
– Estará bien -respondió alargando el brazo para hacerse con un poco de arroz frito con pollo, pero cambió de opinión y se decidió por el rollito de primavera-. El resto del dinero.
– Aquí. -Sacó un grueso sobre de su bolso y lo deslizó hacia él. Él lo atrajo hacia el límite de la barra, lo introdujo en el bolsillo de su chaqueta y tomó un sorbo de té.
Ella no tuvo que decirle qué debía hacer si las cosas se torcían ni recordarle la llamada que tenía que hacer. Era un profesional y todo lo que él era estaba en juego: su vida y la seguridad de su familia.
Ella se puso en pie. Sacó unos cuantos billetes del bolsillo de su chaqueta, seleccionó uno de cinco dólares que dejó junto a la taza y caminó hacia la puerta. El hombre no la miró. Esperó hasta oír cómo se cerraba la puerta antes de echar un vistazo a su alrededor a toda prisa, fingiendo que miraba a las mujeres del reservado y los coches que circulaban al otro lado del ventanal. Satisfecho de que nadie le observase, sintió un arrebato de hambre repentino. Acabó su rollito de primavera dando grandes bocados, saboreándolo, a pesar de que el rollito parecía ligeramente pasado.
Al otro lado de la calle, el hombre del coche de las ventanillas tintadas tuvo que tomar una decisión: seguir a la mujer o permanecer vigilando al individuo del restaurante chino. Se decidió por la mujer. Sabía cómo encontrar más tarde al otro.
Bajó su visera y salió del coche. Tras cerrar con llave echó a andar tras la mujer, que caminaba muy lentamente, con el cuello de la chaqueta subido y las manos en los bolsillos.
Supuso que se dirigía a la estación de metro de la Calle 86. Y estaba en lo cierto.
También acertó al suponer que el hombre con el que se había encontrado en Woo Ching’s, y al que le había entregado algo, estaba relacionado con el asesinato de esa mañana. Quería descubrir qué le hacía sentir a uno más culpable.
Se abotonó la chaqueta, se colocó las orejeras y siguió a la mujer.
Stella estaba frente a la mesa, observando las cadenas de metal nuevas de diez metros de largo colocadas junto a la sección de madera del alféizar de la ventana extraída de la habitación del hotel en el que Alberta Spanio había sido asesinada.
Mac, con los brazos cruzados, también tenía la mirada clavada en las cadenas. Danny estaba a su lado.
– ¿No podría haber sido un cable? -preguntó Mac señalando hacia la hendidura de la madera y tomando una lupa.