– Mírala bien de cerca -dijo Stella.
Ahora fue ella la que se cruzó de brazos.
– ¿Lo ves? -preguntó.
Mac examinó la hendidura con atención y asintió.
– Un cable habría dejado una hendidura más lisa, limpia -dijo Stella-. Esta hendidura tiene un centímetro y medio. Todas estas cadenas son de un centímetro y medio.
Mac se enderezó y la miró.
– Si el asesino se descolgó con una cadena con eslabones de centímetro y medio desde el lavabo de arriba, él o ella debía de ser realmente ligero -dijo Stella.
– O muy valiente -dijo Danny.
– O estúpido o desesperado -replicó Stella-. Y él o ella tendría que haberse balanceado desde la ventana del lavabo de arriba sin alterar la nieve. Eso, dado el tamaño de la ventana abierta, significaría que era algo así como una supermodelo.
– O un niño -dijo Mac.
Stella se encogió de hombros preguntándose hasta qué punto era menudo el hombre que iba con Stevie Guista cuando se registró en la habitación del Brevard.
– Eso sigue planteando una importante cuestión -dijo ella-. ¿Quién estaba dentro de la habitación aguantando la cadena?
– No estaba atornillada al suelo ni enganchada a ningún mueble -dijo Mac tomando una de las cadenas.
– No. Danny examinó el suelo. Nada de agujeros. Ni marcas de cadena ni arañazos significativos en los muebles -dijo.
– Así pues, quienquiera que estuviese en la habitación fue el mismo que sostuvo la cadena.
– O se la ató alrededor del cuerpo -añadió Stella.
– Fuera como fuese, tenía que tratarse de alguien muy fuerte para bajar a una persona y mantenerse firme mientras ésta se balanceaba hacia la ventana del lavabo.
– He comprobado las cadenas más fuertes que pudiesen encajar con la marca del alféizar de la ventana -dijo ella-. Incluso una persona de tan sólo cuarenta kilos de peso colgando del extremo de la cadena probablemente la habría roto, y las posibilidades aumentan si tuvo que balancearse.
– Parece una actuación circense -dijo Mac.
– ¿Tú crees?
– No -dijo él-. Consultad la base de datos. Buscad por peso y estatura.
– ¿Podemos hacerlo? -preguntó Danny.
– Podemos -aclaró Mac.
– ¿Habrá alguien, sea hombre o niño, lo bastante tonto para descolgarse con una cadena desde un séptimo piso durante una tormenta de nieve? -preguntó Danny-. Tendría que ser increíblemente estúpido o increíblemente valiente.
– Y confiar ciegamente en quien aguantase la cadena -añadió Mac.
– Y qué pasa con el agujero en la madera de la ventana del lavabo de abajo -dijo Stella-. No es de una cadena. Es de un tornillo grande.
– Entonces, ¿qué tenemos?
– Una huella dactilar perteneciente a Steven Guista -dijo ella-. También conocido como Big Stevie.
– ¿Tenemos una dirección?
– Tiene que estar por ahí de celebración -dijo Stella pasándole a Mac la hoja de fax con la fotografía de Big Stevie y su informe-. Hoy es su cumpleaños.
– Me pregunto qué estaría celebrando anoche -dijo Mac-. Llevémosle un regalito.
Algo iba mal. Así de sencillo. El detective Don Flack podía sentirlo. No había pruebas. Era una sensación en las tripas. Había examinado la puerta del dormitorio en el que Alberta Spanio había sido asesinada. Le había pedido a la chica de la limpieza que entrase dentro y gritase cuando él hubiese cerrado la puerta. Era una chica mexicana, con papeles, se llamaba Rosa Martínez. Al principio no quiso entrar en la habitación donde había sido asesinada una mujer hacía unas horas.
– ¿Cerrará la puerta con llave? -preguntó ella.
A pesar de hacer esa pregunta, ella conocía de sobra la respuesta. La puerta sólo podía cerrarse por dentro.
Rosa entró en la habitación, cerró la puerta y gritó. Después abrió la puerta.
– Ponte encima de la cama o ve junto a la cama y vuelve a gritar -le dijo Flack.
Sin duda no quería subirse a la cama en la que había muerto la mujer, pero lo hizo, y Flack cerró la puerta. Gritó de nuevo y se apresuró a abrir la puerta y salir del dormitorio.
– ¿Ok? -preguntó.
– Una cosa más. Entra en el lavabo. Abre y cierra la ventana y grita.
– ¿Y ahí acabará todo?
– Sí.
Rosa regresó al dormitorio, cerró la puerta, entró en el lavabo y abrió la ventana. Entonces gritó una vez, cerró la ventana y atravesó deprisa el dormitorio.
– De acuerdo -dijo él-. Gracias.
Rosa se marchó sin perder tiempo.
La primera vez que gritó, el detective la oyó ligeramente. El segundo grito desde la cama fue incluso más leve, y no la oyó desde el lavabo ni con la ventana abierta ni con la ventana cerrada.
Sacó el teléfono móvil y llamó a Stella.
Los dos tenían noticias que darse.
7
Aiden Burn entró en el laboratorio cinco minutos después de que Mac y Stella salieran de él. Disponía, por lo tanto, de todo el laboratorio para ella. La nevera en la esquina zumbaba y a través de las puertas de cristal podía ver únicamente un pasillo vacío.
Dejó su maletín, sacó cuidadosamente los contenidos que necesitaba, los colocó junto al microscopio y después fue a buscar una taza de café.
Adelson, de armas de fuego, podía conseguirle café decente, pero eso suponía tener que soportar amablemente al menos cinco minutos de chistes malos. Escogió la máquina del pasillo. Con mucha leche y un paquete de Stevia en la espalda, el café resultaba tolerable.
Se lo llevó a la mesa del laboratorio y lo dejó a una distancia prudencial de las pruebas en las que estaba trabajando. No quería que se derramase. Se desplazaría cuando quisiese dar un sorbo.
En primer lugar, quería estudiar la cinta de la máquina de escribir de Lutnikov, y lo hizo colocándola sobre una caja de luz que había en la mesa del laboratorio.
Le dio un sorbo al café. Todavía estaba caliente, pero no quemaba.
Muy despacio, rebobinó la cinta. Le costó algo menos de cinco minutos llegar hasta el principio. Dejó la cinta plana sobre la luz y fue pasándola hacia delante muy poco a poco, leyendo las palabras que aparecían con toda claridad insertadas en la cinta negra.
«… la tercera puerta, la última, la única que quedaba. Él, o ella, tenía que estar tras la puerta. Peggy tenía dos opciones: echar a correr o, con la vara de hierro de la chimenea en la mano, abrir esa última puerta. Casi había oscurecido del todo, pero aún quedaba algo de luz, que entraba por la ventana hasta el pasillo de la pequeña casa. No tenía ni idea de cuánta luz habría dentro de aquella habitación. Tenía una idea bastante definida respecto a lo que podría encontrar allí: un asesino, la persona que había diseccionado brutalmente a tres jóvenes mujeres y a un trasvertido. El asesino podía tener su herramienta en la mano, un cuchillo muy afilado o un escalpelo. Podía estar oculto tras la puerta preparado para atacar. Peggy sabía que podía usar la vara de hierro. Tenía que limitarse a recordar las fotografías de las víctimas que había visto, en especial la de su prima Jennifer. Alzó la vara de hierro con la mano derecha y estiró la mano hacia el pomo de la puerta. Todavía estaba a tiempo de salir corriendo, pero si lo hacía el asesino conocido como El Tallista podría escapar, escapar para matar de nuevo. No tenía sentido quedarse quieta. Él sabía que ella estaba en la casa, sin duda tenía que haber oído sus pasos sobre el suelo de madera. Peggy giró el pomo y abrió la puerta de golpe.
»Surgió una mano de la penumbra y le agarró la muñeca cuando se disponía a golpear.
»-Está muerto, Peggy -dijo Ted soltándole la muñeca.
»Tenía la cara ensangrentada debido a un corte encima del ojo derecho.
»Ella dejó caer la vara de metal al suelo y se echó en sus brazos.