»Fin.»
Aiden alzó la vista, le dio otro sorbo a su café, que ahora estaba tibio, y alargó la mano hacia el teléfono para llamar a Mac. Todavía quedaba mucha cinta por leer. Mac respondió tras dos tonos.
– Sí -dijo.
Ella le explicó lo que había encontrado y él respondió:
– Transcríbelo en el ordenador y déjalo sobre mi mesa. Luego lo leeré.
– Voy a ir a la biblioteca -dijo ella, y colgó.
Stella y Mac fueron al apartamento de Steven Guista justo antes de que dieran las tres. Habían comprado unos bocadillos en una tienda de la esquina y se los comieron en el coche de camino a Brooklyn. El de Mac era de ensalada de pollo. El de Stella de ensalada de huevo.
– ¿No comimos exactamente lo mismo ayer? -preguntó ella.
Él iba al volante.
– Sí -dijo-. ¿Por qué?
– En la variedad está el gusto -dijo Stella dando un bocado.
– Ya tenemos suficiente variedad.
A la esposa de Mac, tal como él recordaba, le gustaba la ensalada de pollo, por eso probablemente la había pedido él. El gusto, el olor, le recordaban a ella. Era como una pequeña burbuja de saber para mantener vivo su recuerdo, aunque no le resultase muy placentero. No comía en condiciones desde hacía semanas. Esa noche tenía medio planeado tomarse un par de perritos calientes kosher y una Coca-Cola light extra grande. La fecha se acercaba, faltaban unos pocos días. A medida que se aproximaba, Mac Taylor se adentraba más y más en su interior. El cielo estaba oscuro y sentía que nevaría más. Tendría que echarle un vistazo al canal del tiempo cuando llegase a casa. Se planteó la posibilidad de telefonear a Arthur Greenberg, pero desechó la idea.
Mac llamó con los nudillos a la puerta del apartamento 4G de un edificio de tres plantas de ladrillo rojo construido antes de la guerra. El rellano era oscuro, pero estaba razonablemente limpio.
Nadie respondió.
– Steven Guista -dijo Mac-. Policía. Abra.
Nada.
Mac volvió a llamar. Se abrió una puerta al fondo del pasillo. Una mujer delgada de unos cincuenta años se asomó. Su cabello era oscuro y crespo, vestía un uniforme de camarera y le colgaba un abrigo del brazo. Junto a ella había una niña, muy parecida a la que debía de ser su madre, y muy seria. No podía tener más de once años.
– No está en casa -dijo la mujer.
Mac le enseñó la placa y dijo:
– ¿Cuándo lo vio por última vez?
– Ayer, a alguna hora de la mañana -dijo la mujer encogiéndose de hombros.
– No ha pasado la noche en casa -dijo la niña.
La mujer miró a su hija, dándole a entender que no quería darle a la policía más información de la necesaria. La niña no pareció captar el mensaje.
– Siempre viene a ver cómo estoy a las diez -dijo la niña-. No pasó a verme ni anoche ni esta mañana.
– Trabajo en el turno de tarde y a veces en el de noche -añadió la mujer-. Steve es lo bastante bueno para preocuparse por Lilly.
– A veces vemos juntos la tele -dijo Lilly-. A veces.
– ¿Le mencionó que hoy tenía que ir a una fiesta o que había quedado con familiares o amigos? -preguntó Stella.
Tanto la mujer como la niña parecieron sorprendidas por la pregunta.
– Es su cumpleaños -dijo Mac.
– No nos lo había dicho -aclaró la mujer-. Le habría traído un pastel. Podría haberle comprado un regalo. Steve ha sido muy bueno con nosotros, especialmente con Lilly.
– Su aspecto da miedo -dijo la niña-, pero es muy amable.
– Estoy segura -replicó Stella recordando la ficha policial de Stevie Guista.
– Tengo que irme -dijo la mujer inclinándose para darle un beso a su hija en la frente-. Cierra la puerta con llave.
– Siempre lo hago.
La madre sonrió y se volvió hacia los dos agentes del CSI.
– ¿Quieren que le digamos a Steve que andan buscándole?
Mac sacó una tarjeta del bolsillo y se la entregó a la mujer, quien se la pasó a su hija.
– ¿Ha hecho algo? -preguntó la niña.
– Sólo queremos hablar con él -dijo Stella.
– ¿De qué?
Asesinato, pensó Mac, pero lo que dijo fue:
– Puede haber sido testigo de un delito.
– ¿Qué clase de…? -empezó a decir la niña, pero su madre la interrumpió.
– Lill, métete dentro. Tengo que irme.
La niña le dijo adiós a Mac y a Stella, entró en el apartamento y cerró con llave.
Cuando la puerta ya estaba cerrada, la mujer dijo:
– Estoy al corriente de su pasado. Pero ahora Steve es un buen hombre.
Mac asintió y le entregó una segunda tarjeta.
– Por favor, entréguele esto cuando le vea y dígale que nos llame.
La mujer tomó la tarjeta, le echó un vistazo y se la metió en el bolsillo del abrigo.
La mujer del cabello rubio platino y del sombrero de piel tomó el metro número 6 en la estación de la Calle 86 con el hombre siguiéndola de cerca: se quedó en el siguiente vagón. El mal tiempo había incrementado el número de pasajeros de la tarde, lo cual era favorable para el hombre, pues podía observar a la mujer agarrada a una de las barras metálicas a través de las ventanillas entre vagones, sin él ser visto. A pesar de sus labios, extremadamente finos, aquella mujer era guapa. El hombre pensó que había algo en el modo en que se movía que la hacía parecer mayor de lo que aparentaba, y que tal vez su aspecto era fruto de la cirugía plástica.
Él era un observador entrenado, experimentado, y estaba dispuesto a salvar su culo y su trabajo. No iba a perderla. La había seguido hasta el Woo Ching’s, le había visto entregarle algo a aquel hombre. No tenía ni idea de qué le había dado. Pero un hilo llevaba a otro, y ahora estaba siguiendo el hilo de la mujer. Esperaba que ella le condujese a otra vía. Si tenía suerte, ése sería el fin del trayecto. De no ser así, tendría que tirar de otro hilo. Tenía que repetirse una y otra vez que debía ser paciente, a pesar de que la paciencia no había sido nunca una de sus virtudes.
Cuando salió del vagón en Castle Hill, en el Bronx, la siguió a la suficiente distancia para que ella no pudiese notar su presencia. Ahora tenía una idea de a dónde se dirigí. Casi sonrió con satisfacción. Casi, pero era demasiado pronto para sentirse satisfecho.
La mujer entró en un ancho edificio de ladrillo de una sola planta cuyas paredes, a lo largo de medio siglo, se habían ennegrecido, dejando entrever tan sólo un leve rastro del antiguo color amarillo con el que fueron pintadas.
Cuando la mujer desapareció al otro lado de la puerta, el hombre la siguió. Sabía hacia dónde se dirigía, a quién iba a ver. Tendría que presenciarlo, atar ese cabo.
Atravesó las puertas de madera y se encontró en un oscuro pasillo con puertas a ambos lados. El agradable aroma, sin duda a pan recién horneado, repugnaba el aire y le recordó su infancia, los momentos, durante las vacaciones, en los que había predominado ese olor.
La mujer no estaba a la vista. Caminó hacia delante, elaborando su historia, sintiendo el reconfortante peso de su arma en la pistolera bajo el brazo.
Entonces ocurrió. No tuvo tiempo de sacar la pistola. No tuvo tiempo de nada, excepto de alargar el brazo para intentar detener al hombre que salió de una de las oscuras habitaciones y le rodeó el cuello con su grueso antebrazo. Cuando introdujo la mano en su chaqueta, el tipo que le estaba asfixiando se la agarró por la muñeca y, con un brusco movimiento, le rompió el cuello.
El cuerpo del detective Cliff Collier cayó pesadamente al suelo. El asesino miró a su alrededor y después alzó sin aparentes problemas los noventa kilos de peso del cadáver. Lo llevó hasta una oficina a oscuras, cerró la puerta y se acercó a la ventana.
La abrió y sacó la cabeza. Realmente no le hacía falta mirar. Sabía que el callejón estaba desierto, allí sólo estaba la furgoneta con las puertas abiertas.
Lanzó el cuerpo sobre un pequeño montículo de nieve, salió por la ventana, la cerró tras de sí y saltó al callejón. Mientras metía el cuerpo por la puerta trasera de la furgoneta, le echó un vistazo a la pistola que el hombre llevaba bajo el brazo, lo que le llevó a buscar su billetera.