Era un policía. No le habían dicho que tenía que matar a un policía. No es que eso supusiese una auténtica diferencia, pero durante un segundo pensó que tendrían que habérselo dicho.
Cerró la puerta trasera de la furgoneta y se sentó al volante.
Big Stevie nunca antes había matado a un policía. No le importaba demasiado, pero hubiera preferido saberlo. Condujo muy despacio por el callejón, intentando decidir dónde iba a deshacerse del cuerpo.
Mac había dejado que Stella y Don localizasen a Big Stevie y regresasen después lo antes posible, siempre que el tráfico y el tiempo se lo permitiesen, al selecto edificio de apartamentos donde Charles Lutnikov había sido asesinado.
Aiden le había telefoneado tras enviar la cinta de la máquina de escribir al laboratorio para que alguien del equipo de mecanografía del Departamento de Policía de Nueva York transcribiese el texto. Sabía que una llamada a Mac aceleraría el trabajo, pero que aun así pasaría un día como mínimo hasta poder disponer de un disquete con los contenidos de la cinta mecanográfica. Mac llamó a la oficina y le aseguró al agente encargado que se trataba de un asunto urgente.
Aiden le esperaba en el vestíbulo. El se limpió la nieve de las botas antes de entrar y de que Aaron McGee asintiese a modo de agradecimiento.
– La gente está haciendo muchas preguntas -dijo McGee-. No tengo respuestas. ¿Qué debo decirles?
– Lo menos posible -dijo Mac.
– Eso es lo que me dijo la señora -coincidió McGee señalando con el mentón hacia Aiden, que estaba junto a la caja de pruebas-. En cualquier caso, no sé gran cosa.
Aiden abrió el paso hacia el ascensor. Todavía había cinta de escenario de crimen de un lado a otro de la puerta abierta. Se colaron dentro y Mac miró a Aiden, quien dijo:
– He espolvoreado cada centímetro. Hay huellas de casi todos los vecinos de esta parte del edificio.
Mac apretó el botón del ático. Mientras subía, se acuclilló y examinó la fina tira de metal en el frente del ascensor. Había un pequeño espacio, de unos dos centímetros, entre el ascensor y la puerta en cada uno de los pisos. Alzó la vista.
– Es posible -dijo Aiden consciente de lo que estaba pensando.
– Iré contigo -dijo Mac.
Ambos habían visto cosas más raras que una bala deslizándose a través de una estrecha abertura para perderse o quedarse encajada.
Podía ser un trabajo sucio.
Aiden contuvo un suspiro y deseó poder disponer de una taza de café. El ascensor se detuvo con una suave parada en el ático y las puertas se abrieron silenciosamente.
Mac salió y usó el llamador.
Tanto Aiden como Mac sintieron una presencia tras la puerta, observándolos a través de la mirilla.
– ¿Le han atrapado? -preguntó Louisa Cormier-. ¿Al hombre que mató al pobre señor Lutnikov?
– Pudo haber sido una mujer -replicó Aiden.
– Por supuesto -dijo Louisa Cormier con una sonrisa-. Tendría que haberlo dicho. Pasen, por favor.
Se hizo a un lado.
La mujer no parecía tan elegantemente ataviada como en la ocasión anterior. Su peinado era casi perfecto, pero unos cuantos mechones estaban fuera de lugar y en sus ojos podía apreciarse el cansancio. Llevaba unos vaqueros de marca y un suéter de cachemira blanco con las mangas enrolladas, dejando a la vista un reloj con pedrería.
– Por favor -dijo mostrando unos dientes blanquísimos y señalando con la mano hacia una pequeña mesa de madera junto a la ventana. Tenía tres sillas alrededor, y desde allí podía disfrutarse de una vista panorámica de la ciudad.
– ¿Café? ¿Té? -preguntó.
– Café -dijo Aiden-. Gracias.
– ¿Leche? ¿Azúcar?
– No -dijo Aiden.
– Agua -dijo Mac.
– Le he dado a Ann un par de días libres -dijo cuando los dos agentes se sentaron-. Realmente está muy alterada por el asesinato. Traeré el café. Acabo de prepararlo. Sinceramente, creo que le da miedo venir aquí hasta que no atrapen al asesino. Ann es un tesoro. Me dolería perderla.
Louisa Cormier salió de la habitación.
– ¿Hay algo sobre el asesinato de Alberta Spanio? -preguntó Aiden.
– Siempre hay algo -respondió él mirando por la ventana.
Monet había pintado Londres brillante y resplandeciente entre la niebla, húmeda por la lluvia, pensó. ¿Habría pintado alguna vez Nueva York? ¿Habría visto Monet lo que él estaba viendo a través de esa ventana?
Antes de que Louisa Cormier regresase, Aiden le dijo a Mac que había vuelto a escudriñar el apartamento de Lutnikov.
– No hay señal de que hubiese escrito nada de ficción -dijo-. Ni manuscritos, ni páginas en cajones, sólo lo de la cinta.
Mac asintió, su mente estaba sólo en parte atenta a lo que le decía su compañera, otra parte de sí vagaba sobre los tejados de los edificios de la ciudad.
Louisa Cormier regresó con el café y un vaso de agua con cubitos de hielo. No trajo nada para ella misma. Cuando se sentó, se pasó la mano por el cabello.
– Una noche larga -dijo-. Tengo que cumplir la fecha de entrega con una novela de Pat Fantome. Si leen alguno de mis libros, verán que no tengo nada que ver con Pat excepto mi escritura. Dejo a Pat en el despacho en cuanto me levanto del escritorio y me convierto en Louisa Cormier para ir a todas partes, a menos que esté firmando libros o dando una conferencia. Le estoy agradecida a Pat, pero resulta difícil vivir con ella. Por otra parte… -Dejó la frase a medias e hizo un gesto con la mano.
Aiden le dio un sorbo al café. Estaba caliente, sabía bien, con un toque exótico. Mac bebió agua con los ojos fijos en los cubitos.
– Oh, no -dijo Louisa Cormier con una risotada-. No soy una ilusión. Realmente, Pat Fantome no existe. Es un modo de pensar que adopto cuando escribo. Hay unas cuantas similitudes entre Pat y yo, pero hay muchas más diferencias. Pero no han venido aquí para oírme hablar de Pat, o de mí misma. Tienen que hacerme preguntas sobre el señor Lutnikov.
Mac dejó finalmente el vaso en la mesa.
– ¿Tiene una pistola? -preguntó.
Louisa Cormier pareció sorprendida y se llevó la mano derecha al cuello para tocar la cadena de oro.
– Ah… sí. Una Walter. Está en el escritorio de mi despacho. ¿Quiere verla?
– Por favor -dijo Mac.
– ¿Sospechan que yo maté al señor Lutnikov? -preguntó anonadada.
– Estamos controlando a todos los que usan el ascensor -aclaró Aiden.
– ¿Qué más podría pedir una escritora de misterio que un caso llamase a su puerta? -dijo la mujer-. Lo usaré.
Louisa Cormier, ahora claramente interesada, corrió hacia la puerta cerrada de su despacho.
Sonó el teléfono móvil de Mac. Respondió.
– Sí. -Escuchó antes de decir-: Estaré ahí en cuanto pueda. Media hora.
Colgó al tiempo que Louisa Cormier salía del despacho con la pistola agarrada por el cañón. La fascinación resultaba evidente en la mirada de Louisa Cormier. Tras examinar el arma, Aiden dijo:
– Es una Walther P22 con un cañón de quince milímetros. No ha sido disparada recientemente.
– No creo que nunca haya sido utilizada -dijo Louisa-. La tengo en el cajón para satisfacer a mi agente, quien me da la impresión de que me quiere mucho, pero quiere todavía más su quince por ciento.
– Un par de preguntas -dijo Mac mientras Aiden le devolvía la pistola a Louisa Cormier después de examinar detenidamente el cargador, que estaba lleno. Louisa la dejó sobre la mesa y se sentó inclinada hacia delante, con las manos sobre el regazo.
– ¿Estuvo alguna vez en el apartamento de Charles Lutnikov? -preguntó Mac.
– No -dijo Louisa-. Déjeme pensar. No, creo que no.
– ¿Estuvo él alguna vez en este apartamento? -preguntó Mac.