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– Alguna vez. De hecho, siempre que sale uno de mis libros, viene, o debería decir venía, más bien con aire avergonzado, a pedirme un autógrafo.

– La agente Burn encontró sus libros en el apartamento del señor Lutnikov -dijo Mac-. No los había leído.

– Eso no me sorprende. Era un coleccionista. Primeras ediciones firmadas y sin leer. Compraba otro ejemplar para leerlo.

– No encontramos otros ejemplares de sus libros en su apartamento -añadió Aiden.

– Se los regalaba a otros inquilinos después de leerlos. Después de todo, tenía las primeras ediciones inmaculadas. Dios mío. Eso es auténtica fascinación.

– ¿El señor Lutnikov le enseñó alguna vez lo que escribía? -preguntó Mac.

– ¿Escribía? Creía que redactaba catálogos. ¿Por qué iba a enseñarme él algo así?

– ¿Nada de ficción? -preguntó Aiden-. ¿Cuentos? ¿Poesías?

– No. Y a decir verdad, si lo hubiese intentado le habría dicho amablemente que estaba demasiado ocupada para leer su trabajo, y que apenas leía ficción, ni siquiera lo que escribían mis mejores amigos. Si hubiese insistido, como hacen algunos, le habría dicho que mi agente y editor me habían dicho que nunca leyese ningún manuscrito no publicado porque podrían acusarme posteriormente de plagio. Les sorprendería cuántos frívolos abogados quieren acusarme de algo, por eso contribuyo de manera significativa en el lobby a favor de la compensación por el agravio.

– ¿Ahora está trabajando en un libro? -preguntó Mac.

– Debería haberlo acabado hace una semana aproximadamente.

– ¿Trabaja con ordenador? -preguntó Mac.

– Conozco algunos escritores, como Dutch Leonard o Loren Estleman, que siguen escribiendo a máquina, pero yo no los entiendo -dijo Louisa.

– ¿Qué clase de papel utiliza? -preguntó Aiden.

– ¿En mi impresora?

– Sí -dijo Aiden.

– No lo sé. Alguno bueno. Ann lo compra en una tienda de la Calle 44.

– ¿Podría darnos una hoja de papel? -preguntó Mac.

– ¿Una hoja de papel de mi ordenador?… Sí, claro. ¿Eso es todo?

– Sí -dijo Mac-. Por ahora hemos acabado.

Se puso en pie y también las dos mujeres. Louisa Cormier, con la pistola en la mano derecha, fue de nuevo a su despacho y volvió con varias hojas de papel que le entregó a Mac. Ya no traía consigo la pistola.

– Tienen que saber que a mi editor no le entrego una copia en papel de mis libros. No lo hago desde hace muchos años. Envío el manuscrito acabado por correo electrónico a la editorial y allí lo imprimen y le envían una copia al editor.

– ¿Así pues, tiene guardada en su ordenador una copia de todos sus manuscritos? -preguntó Mac.

Louisa Cormier le miró interrogativamente.

– Sí, en el disco duro. También guardo una copia de seguridad en disquete en la caja fuerte.

– Gracias -dijo Mac-. Una última pregunta, o dos. ¿Tiene otra arma?

Louisa Cormier le miró un tanto divertida.

– No.

– ¿Ha disparado un arma alguna vez?

– Sí, como parte de mis investigaciones. Mi personaje, Pat Fantome, es una ex agente de policía con muy buena puntería. Creí que me ayudaría saber qué se siente al disparar un arma. Voy a Drietch’s Range en la Calle 58.

– Buen sitio -dijo Mac-. Una pregunta más. ¿Tiene alguna idea de por qué había restos de sangre de Lutnikov en la moqueta frente a la puerta del ascensor en su planta?

– No. Realmente soy sospechosa, ¿no es cierto? -La posibilidad parecía agradarle.

– Sí -dijo Mac-. Como lo son todos los vecinos.

– Gracias por el café -dijo Aiden recogiendo su maleta.

– Vuelvan cuando quieran -dijo Louisa acompañándoles hasta la puerta-. Me encantaría saber cómo va su investigación. Voy a llamar a mi agente y a contarle todo esto.

Cuando llegaron hasta el ascensor, Aiden dijo:

– ¿Bajamos al sótano?

– Tendrás que ir tú sola -dijo Mac-. Stella me ha dicho que han encontrado muerto a Cliff Collier.

– ¿Collier? ¿El policía encargado de Alberta Spanio?

– Estrangulado.

– ¿Dónde?

– En un callejón en Chinatown.

Aiden asintió y contuvo un suspiro. Tendría que ir sola en busca de la bala. No era la primera vez que había tenido que meterse en huecos de ascensor. Siempre resultaba interesante. Nunca era agradable.

Mac observó las hojas de papel que llevaba en la mano.

Aiden y él pensaron lo mismo.

– ¿Una orden de registro? -le preguntó a Mac.

Negó con la cabeza.

Louisa Cormier había mentido. Aiden y Mac lo sabían, pero no sabían respecto a qué había mentido; seguramente, en lo relacionado con los restos de sangre. Raro era el sospechoso que no mentía sobre alguna cuestión, incluso siendo completamente inocente.

– No hay caso -dijo él.

– Podemos preguntárselo amablemente.

– Y ella puede decirnos «no» amablemente y llamar a su abogado.

– ¿Qué hacemos entonces?

– Tenemos que encontrar más pruebas -dijo Mac.

8

– ¿Hecho? -preguntó el hombre.

– Hecho -contestó Big Stevie Guista.

Big Stevie llamó por teléfono desde un bar en la misma calle que el Zabar’s. Llevaba una bolsa de ropa llena de comida -salchichón, panecillos, quesos-, un buen trozo de queso gorgonzola, varios de sus patés favoritos de especias, refrescos y galletas espolvoreadas con azúcar.

Su plan era montar una mini fiesta de cumpleaños con Lilly, la niña que vivía al otro lado del rellano, frente a su apartamento. Su madre estaría trabajando.

Si Big Stevie se hubiese casado alguna vez y hubiese tenido hijos, sus nietos serían de la edad de Lilly. Tal vez. Era una buena niña. Compartiría la fiesta con ella, quizá verían un rato la tele. Mañana dormiría hasta tarde. Feliz cumpleaños, Steven Guista. No podía quejarse.

– Bien -dijo la voz al otro lado de la línea.

Tanto aquel hombre como Stevie sabían que era mejor no decir nada más. Colgaron.

La furgoneta de reparto de Stevie estaba aparcada de forma ilegal frente a una boca de incendio, de la que apenas se veía la parte superior entre la nieve. No encontró ninguna multa bajo el limpiaparabrisas cuando montó. Nunca le multaban. La policía y la gente que veían aparcada la furgoneta solían pensar que estaba de reparto, que era lo que él siempre decía si alguien se quejaba. Aunque muy pocas personas sentían el impulso de discutir con Big Stevie por nada.

Stevie salió de donde estaba aparcado muy lentamente, mirando por encima del hombro, lo cual entrañaba cierta dificultad porque su cuello era más bien corto.

La caja de carga de la furgoneta estaba vacía, los cables de los colgadores no tenían nada. Había dejado el cadáver del policía en el callejón hacía más de dos horas. No olía a muerte, sólo al inconfundible y familiar aroma de pan.

A Stevie le gustaba ese olor. Le gustaba más cuando era de pan recién hecho. De vez en cuando, a Stevie le gustaba ese trabajo.

El cuerpo yacía junto a un contenedor de basura en un callejón detrás de Ming Lo’s Dim Sum en Chinatown. El que había sido Cliff Collier estaba tumbado boca arriba, con las piernas estiradas, los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza colocada en un extraño ángulo, como si mirase hacia un lugar ubicado detrás de él.

Stella había comido en el Ming Lo’s al menos una docena de veces, siempre en domingo al mediodía, siempre con algún familiar de paso en Nueva York deseoso de ver algo de la ciudad. La entrada de Ming Lo’s, que estaba en el otro lado del edificio que daba a la calle Mott, tenía unas brillantes luces de neón, y una gran escalera mecánica tras las puertas de cristal. En lo alto de las escaleras había un enorme salón repleto de mesas. Los camareros y camareras chinos empujaban carritos con entremeses para los clientes, la mayoría de ellos chinos, que seleccionaban entre docenas de posibilidades, y comían con palillos o directamente con los dedos. Los familiares de Stella siempre quedaban impresionados.