Jacob Laudano, maldición, volvía a montar a caballo. Sabía que estaba soñando, pero no podía despertar y tampoco conseguía que el caballo se detuviese o ralentizase el paso. Se agachó y esperó, sabiendo por la posición de los otros caballos que iba a perder, o peor aún, que iba a caerse. Había sido jockey durante ocho años y odiaba todos y cada uno de los días que había tenido que hacer dieta, todos y cada uno de los momentos que había estado subido en lo alto de aquellos estúpidos animales a los que apenas toleraba. No le gustaban. Había sido un jockey pésimo. Como ladrón era mediocre. Si pudiese despertar se tomaría algo, un vaso de agua, algo. Entonces podría volver a dormirse. Había llegado a su apartamento hacía menos de una hora. Había hecho lo que tenía que hacer. Había sido fácil. Ahora tenía su dinero. Entonces, ¿por qué tenía pesadillas? Ese sueño en particular, que volvía a situarlo sobre un caballo, sabiendo que iba a perder. Se esforzó, gritó en el sueño, luchó y apareció en la oscura vigilia. El rugido de la multitud no era más que el ulular del viento. La brisa que llegaba hasta sus piernas procedía de las ventanas, que no encajaban bien. El sudor que perlaba su frente no se debía al agotamiento por la carrera sino a una creciente sensación de terror. Jacob el jockey tenía miedo de volver a dormirse.
Ella tenía tres nombres: el que le pusieron al nacer, el que adoptó al casarse con el capullo que se largó de casa una noche mientras ella dormía, y el que usaba en el trabajo, su nombre profesional, su nombre respetable.
Helen Grandfield nació a la edad de treinta años, habiendo dejado atrás su identidad como bailarina de strip-tease que no logra hacerse popular y cuya maltrecha reputación ni siquiera logra enfurecer a su padre. El viejo simplemente la ignoró. Mientras no usara el apellido de la familia, poco le importaba. Tenía otros hijos que no intentaban sacarlo de sus casillas y demasiadas cosas en las que pensar, como mantenerse con vida y lejos del alcance de la ley, para preocuparse de una hija. Entonces, ella cambió. Así de sencillo. De repente. Aprendió contabilidad y después fue a clases de economía en el Fordham. Desde entonces tuvo un valor práctico para su padre, que no solo la apreciaba sino que escuchaba sus consejos. Estaba contenta. Dormía bien. Las cosas estaban saliendo bien esa noche. Cosas importantes, que podían significar un buen negocio para su padre, y también para ella. En lo más profundo de su ser pensaba que si todo iba tan bien como tenía previsto, encontraría al capullo de su marido y haría que le cortasen el cuello…, probablemente con ella como testigo. Helen Grandfield dormía muy a gusto.
Ed Taxx y Cliff Collier no dormían. Ni siquiera lo intentaron. Se suponía que no tenían que dormir. Estaban sentados en una habitación de hotel, Ed leyendo una novela de misterio de Jonathan Kellerman, Cliff viendo un partido de hoquey sobre hielo en diferido jugado horas antes. Había evitado ver las noticias de la cadena ESPN para no conocer el resultado. En ese momento, los Rangers iban por delante, 3 a 1, al inicio del tercer período. Cliff se estaba tomando una Coca Cola light. Ed una Dr. Pepper. Ninguno de los dos estaba realmente cansado. Tenían muchas cosas en la cabeza. Sin embargo, una sacudida de cafeína o de una Mountain Dew no les iba a ir mal. Taxx le echó un vistazo a su reloj de muñeca. Faltaban más o menos dos horas hasta el alba. Tenía problemas para mantenerse concentrado en el libro. Cliff se había ofrecido a escuchar el partido con el volumen a cero, pero Ed le había dicho que no le importaba. No le gustaba el hoquey sobre hielo, pero sabía que no podía apagar el televisor. Ed se ajustó la pistolera y se tumbó de espaldas con el libro sobre el pecho.
La chica se llamaba Lilly. Tenía once años, era un poco baja para su edad pero no demasiado. Algo la despertó. Miró a su madre desde la cama y vio que respiraba como solía hacerlo cuando dormía. Lilly estaba casi completamente segura de que la había despertado el viento.
Salió de la cama y fue hasta el salón, donde encendió la lámpara de la mesa que había en el rincón. Allí estaba el perro. No era un perro feo, pero tampoco podía decirse que fuese bonito. Se preguntó si tendría que haberlo pintado en tonos marrones y dorados en lugar de hacerlo en blanco y negro. Aún no era demasiado tarde, pero sabía que no lo iba a rectificar. Estaba cansada. Podría cometer un error, empeorarlo. Tendría que quedarse en blanco y negro. Esperaba que a él le gustase, aunque se tambalease cuando se ponía de pie. Había dibujado una de las patas traseras demasiado corta. Lilly cogió un vaso de un estante de la cocina y la leche chocolatada de la nevera. Se sentó con el vaso de leche y una galleta con trocitos de chocolate y siguió examinando al perro. Decidió llamarlo Spark. O tal vez de otro modo.
Acabó la galleta y la leche, dejó el vaso sobre la mesa y se reclinó hacia atrás. Podía ver la nieve golpeando contra la ventana, no es que quisiese entrar dentro sino que simplemente caía despacio. Se quedó dormida.
1
El hombre muerto estaba sentado con la espalda apoyada contra la pared del fondo del pequeño ascensor con paneles de madera. Tenía la cabeza apoyada en el hombro izquierdo, las manos cruzadas sobre el pecho. Justo por encima de su mano derecha había una mancha de sangre. La pierna izquierda salía por la puerta del ascensor.
El pie calzado con una zapatilla deportiva fue lo primero que vio el detective Mac Taylor, mientras recorría a toda prisa el suelo de mármol del vestíbulo del bloque de apartamentos de la avenida York, cerca de la Calle 72.
Mac dejó atrás a dos agentes de policía uniformados y se colocó frente a la puerta abierta, cerca de Aiden Burn, que estaba fotografiando con su cámara el cadáver y el ascensor. El muerto vestía un traje gris que presentaba dos agujeros en el pecho teñidos de sangre oscura.
– ¿Sigue nevando? -preguntó Burn cuando Mac comprobó la hora. Pasaban unos pocos minutos de las diez. Se puso un par de guantes de látex.
– Se espera que el grosor aumente unos diez centímetros más -dijo Taylor acuclillándose junto al cuerpo. Apenas había espacio para los dos CSI y el cadáver dentro de aquel pequeño ascensor.
– ¿Quién es? -preguntó Mac.
– Su nombre es Charles Lutnikov -respondió Burn-. Apartamento seis, tercera planta.
Lutnikov debía de rondar los cincuenta años de edad, tenía el pelo oscuro y tupido y una barriga prominente.
– El traje no tiene bolsillos -indicó Mac haciendo rodar suavemente el cuerpo, primero a la derecha y luego a la izquierda-. ¿Quién le ha identificado?
– El portero -dijo Burn echándole una miradita al agente de policía que, sin ningún reparo, admiraba en esos momentos su trasero.
– ¿Está casado? -le preguntó Burn al agente sosteniendo la cámara con la mano enfundada en un guante de látex.
– ¿Yo? -preguntó el policía con una sonrisa señalando hacia su propio pecho.
– Usted -dijo ella.
– Sí.
– Aquí hay un hombre muerto -aclaró-. Probablemente se trata de un homicidio. Mírele a él, piense en él y no en mi culo. ¿Podrá hacerlo?
– Sí -respondió el agente dejando de sonreír al instante.
– Bien. Ahí, junto a la puerta, hay un maletín con instrumental. Acérquelo para que pueda acceder a él.
– ¿Una mala noche? -preguntó Mac.
– Las he tenido mejores -dijo Aiden sin dejar de hacer fotos al tiempo que el policía le acercaba su maletín.
Mac tenía fija la mirada en el pecho del hombre muerto.
– Parecen dos agujeros de bala. No hay quemaduras.
Mac observó las paredes, el suelo y el techo del pequeño ascensor forrado con paneles de madera y después se inclinó y tiró ligeramente del cadáver hacia delante.