Tras unos cuantos segundos, tiró las galletitas sin abrir en el contenedor y se volvió hacia los otros.
– ¿Unos entremeses?
Big Stevie llamó a la puerta y esperó hasta que Lilly preguntó:
– ¿Quién es?
– Soy yo, Stevie.
Cuando ella abrió la puerta, él le tendió la bolsa de Zabar’s. Pesaba demasiado y acabó apoyándola en el suelo.
– Es mi cumpleaños -dijo-. ¿Qué te parecería celebrar una fiesta de cumpleaños?
Entró en el apartamento y cerró la puerta.
– Ya sabía que era tu cumpleaños -dijo ella mientras se encaminaba hacia la pequeña cocina y empezaba a sacar las cosas de la bolsa, deteniéndose a comprobar el tacto y el olor de lo que había traído-. Te he hecho un regalo.
A Stevie le pilló desprevenido, le emocionó. Debió de notársele en la cara.
– No es gran cosa. Te lo daré después de comer.
Él se quitó el abrigo y también los zapatos, dejó el abrigo en la silla cercana a la puerta y los zapatos sobre la esterilla junto a la silla.
– ¿Y por qué no antes de comer? -dijo intentando recordar la última vez que le habían hecho un regalo de cumpleaños. Cuando era un muchacho; porque él nunca había sido un niño «pequeño».
– De acuerdo -respondió Lilly sacando el último paquete de la bolsa.
Fue al dormitorio de la izquierda, entró y volvió a salir segundos después con un pequeño paquete muy bien envuelto con papel rojo y cinta rosa. Depositó el pequeño paquete sobre su enorme manaza.
– Ábrelo.
Así lo hizo, con extremo cuidado para no romper ni la cinta ni el papel. Era un animal pequeñito, tamaño bolsillo. Lilly lo había hecho con arcilla o algo parecido y lo había pintado de blanco.
– Es un perro. Había pensado hacer un caballo, pero era demasiado difícil. ¿Te gusta?
– Sí -dijo dejando el perro sobre la mesa.
Se tambaleó pero no llegó a caer.
– ¿Puedo ponerle un nombre?
– Claro.
– Rolf, como el perro de Barrio Sésamo.
– Rolf -repitió él-. Suena como un ladrido.
– Supongo que se trata de eso.
– Bien. ¿Comemos?
Lilly trajo platos, cuchillos, tenedores, servilletas de papel y vasos.
– ¿Te encontró esa gente que te buscaba? -preguntó desenvolviendo el salchichón.
– ¿Qué gente?
– Un hombre y una mujer, vinieron cuando mamá se fue a trabajar.
– ¿Dijeron quiénes eran? -le preguntó a Lilly mientras ésta colocaba con delicadeza una rodaja de salchichón en uno de los panecillos que había abierto.
– Creo que eran policías -dijo pasándole el bocadillo que le había preparado, y después le entregó la tarjeta que le habían dado a su madre antes de marchar.
Stevie guardó silencio. Observó la tarjeta del CSI con el nombre de Mac Taylor y un número de teléfono y se la devolvió a la niña. Después cogió el bocadillo y lo miró como si fuese un objeto desconocido.
– Creo que uno de ellos está en tu apartamento esperándote -dijo la niña mordiendo su bocadillo.
Stevie se guardó el perro de arcilla en el bolsillo y se volvió sobre la silla hacia la puerta, como si con el suficiente esfuerzo, pudiese ver a través de las paredes hasta su apartamento.
Tenía que pensar. Le llevaría tiempo. Pensar no era una de sus mejores virtudes. Le dio un buen mordisco a su seco bocadillo. La textura era seca, pero el sabor resultaba satisfactorio, conocido.
Jacob Laudano estaba empezando a preocuparse de verdad. Todo había sido demasiado fácil, y ahora le habían telefoneado para contarle qué tenía que decir si la policía iba a buscarle.
¿Por qué tendría que ir a buscarle la policía? De acuerdo, tenían una razón para ir en su busca, pero podría escabullirse, a menos que estuviesen dispuestos a pillarle. No tenían pruebas contra él. No podían hacerle nada.
Jacob El Jockey Laudano medía un metro cuarenta y cinco y pesaba cuarenta y dos kilos, dos más de los que pesaba cuando corría. Teniendo en cuenta que habían pasado ocho años desde la última vez que había montado a caballo, había sabido mantenerse en su peso, llevar comida a la mesa y pagar el alquiler de su apartamento de una sola habitación en el East Side, y disponer de dinero suficiente para comprarse ropa y tomarse alguna que otra copa.
No necesitaba dinero para ir con mujeres, no era como Big Stevie. No muchas mujeres querían verse atrapadas bajo el volumen de Steve o tener que mirarle la cara de cerca. Pero Jake, por alguna curiosa razón difícil de entender desde su punto de vista, le resultaba atractivo a ciertas mujeres, algo que él aceptaba sin cuestionárselo. Sabía que tenía algo que ver con su estatura. No era un tipo feo, pero la cara que veía reflejada en el espejo por las mañanas o en el espejo del bar Denny Khan’s no era la de Tom Cruise precisamente. Rondaba los cincuenta pero parecía más joven. De nuevo, su estatura.
Nunca le habían gustado los caballos excepto para apostar, y fue eso lo que le trajo problemas. Durante un tiempo, la cosa fue bien. Apostaba en sus propias carreras y jugaba todas sus bazas para intentar que el favorito no ganase. Era una habilidad muy poco valorada, sobre todo por parte de los otros jockeys, que finalmente se volvieron contra él.
Jake entró en el negocio cuando tenía veintiséis años. En aquella época puso su agilidad y su falta de escrúpulos respecto a la ley al servicio del negocio tradicional de la familia: robo con allanamiento de morada.
No le fue mal durante más de diez años, pero un día, menuda suerte, estaba rebuscando en el cajón inferior de una cómoda, donde la gente suele ocultar cosas pequeñas y valiosas, cuando la puerta del apartamento se abrió de repente.
Menuda suerte. Jake quiso salir por la ventana. El tipo le golpeó, le bloqueó la salida y le propinó un puñetazo en el pecho más potente de lo que jamás se lo habían dado, o de los que le iban a dar durante los dos años siguientes al norte del Estado.
El tipo resultó ser un tercera base de los Mets. Menuda suerte.
Jake hizo algunos contactos mientras estuvo en prisión, lo que le llevó a ciertas conexiones cuando estuvo fuera, conexiones que le proporcionaron trabajo porque seguía siendo bueno entrando y saliendo de sitios a los que la gente corpulenta, gorda y a menudo vieja que le contrataba no podía acceder. La primera vez que le ofrecieron un golpe por diez mil dólares dijo: «Por supuesto».
Había matado a otras tres personas desde entonces, todos por el precio establecido de diez mil. Jake El Jockey tenía una reputación. No intentaba nunca conseguir más dinero, fuera quien fuese quien le contratase.
La herramienta preferida por Jake era un cuchillo largo y afilado, que clavaba en el cuello del objetivo cuando estaba durmiendo.
Se arregló la corbata frente al espejo y colocó bien el nudo. Alguien le dijo en una ocasión que «sabía lucir un traje». A él le había gustado.
Sonó el teléfono. Jake siguió con la corbata hasta salir del baño y responder.
– Sí.
Entonces escuchó.
– La cosa fue bien -dijo Jake-. Tal como te dije. Entrar y salir. Nada de preguntas… Sí, me vieron, pero no la cara… Si lo hace, lo haré, pero no querrá venir aquí… De acuerdo, de acuerdo, te llamaré.
La llamada concluyó. Volvió a colocar el aparato en su sitio y lo observó durante unos segundos. ¿Acaso algo había ido mal?
Estaba muy oscuro en el hueco del ascensor, pero Aiden tenía consigo una larga linterna que había colocado sobre una viga metálica.
Llevaba puestos los guantes y había dejado un paquete de bolsas para pruebas encima de su maletín, junto a la linterna. No había tanta basura como esperaba, pero aun así había la suficiente para hacer que el trabajo resultase maravilloso.
Era un reto.
Había hojas de periódico fechadas en los años cincuenta. En una de ellas podía leerse la palabra «Ike» en lo que parecía parte de un titular. Rebuscó entre sobres, todos viejos, pero no reconoció los nombres impresos en ellos. Encontró el envoltorio de una golosina Baby Ruth, toda una serie de tornillos, chinchetas y otros objetos de metal. Encontró dos ratas muertas bajo una masa irreconocible en un rincón. Una de las ratas hacía mucho que había muerto y se veía ya parte de su esqueleto. La otra todavía estaba húmeda y olía mucho.