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Estuvo allí durante cuarenta y cinco minutos, tras los cuales acabó su búsqueda con un preservativo reseco envuelto en su funda de papel de aluminio. Demasiado para un edificio de apartamentos de clase alta de Manhattan.

No había ninguna bala. Estaba tan segura de ello como de que necesitaba una ducha.

Quería salir del hueco del ascensor y llegar al sótano. Con una rodilla sobre el suelo de cemento, echó un último vistazo, enfocando la luz de la linterna hacia los rincones y después hacia el ascensor detenido, que ella había fijado antes de bajar allí. Fue entonces cuando la vio: la bala, o lo que quedaba de ella, descansaba sobre una viga estructural de metal. No había llegado a caer al suelo.

Aiden volvió a bajar al hueco del ascensor con unas pinzas y una bolsa de plástico, tomó tres fotografías y recogió la bala.

9

Hawkes observó el cadáver de Collier. Mac y Stella estaban a su lado.

– El asesino era más alto que la víctima -dijo Hawkes-. Mirad los hematomas.

Señaló hacia el cuello del muerto.

– Tiró hacia atrás y hacia arriba para poder hacer palanca. Los hematomas empiezan en la nuez de Adán y van hacia arriba. Como éste.

Hawkes se colocó detrás de Mac e hizo una demostración. Mac pudo sentir el flojo apretón de Hawkes hacia arriba.

– Probablemente alzó a nuestra víctima del suelo.

Hawkes dio un paso atrás y miró de nuevo hacia el cadáver.

– El muerto pesa noventa y cinco kilos y mide un metro ochenta y dos -dijo Hawkes-. Vuestro asesino mide por lo menos un metro noventa y tres, tal vez incluso un metro noventa y cinco o noventa y siete y es muy fuerte. No hay marcas de roce, simplemente un diáfano apretón alrededor del cuello desde atrás y un tirón muy poderoso. Sin lucha.

– ¿Y? -preguntó Stella.

– El asesino es diestro -dijo Hawkes-. El moretón más grande y el aplastamiento principal están en el lado derecho.

– O sea, que si encontramos a un gigante zurdo, ¿debemos suponer que es inocente? -preguntó Mac con cara seria.

– Esto elimina los gigantes zurdos.

– Quien sea ya ha hecho esto antes -dijo Stella.

– Sabía lo que estaba haciendo -añadió Hawkes-. ¿Te gusta la ópera?

– Nunca he asistido a ninguna -dijo Stella.

Mac había ido a la ópera más de una vez. A su esposa le encantaba la ópera. Y él se había acostumbrado a las artificiales e inanes historias, a las sobreactuaciones y a los pomposos vestidos. Lo que más le gustaba era ver a Claire vestida para una de esas noches. Siempre sonreía ilusionada. Él había ido apreciando poco a poco la música y las voces.

– Tengo dos entradas para Don Giovanni, para mañana -dijo Hawkes-. Me las dio Donatelli, de homicidios. Un primo suyo canta en el coro. La esposa de Donatelli tiene gripe, lo cual, según me dijo, era un favor que le debía a Dios.

– ¿No vas a ir? -preguntó Stella.

– Prefiero los CDs -dijo Hawkes-. ¿Quieres ir?

– No, gracias.

– ¿Y tú, Mac?

Mac se lo planteó y miró a Stella.

Tenía las mejillas sonrosadas, pero era difícil saber hasta qué punto lo estaba bajo las luces quirúrgicas. Tenía los ojos húmedos y a Mac le dio la impresión de que se tambaleaba un poco.

– Quédatelas -dijo ella.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.

– Estoy resfriada.

Mac tendió la mano y Hawkes sacó las dos entradas del bolsillo. Mac les echó un vistazo. Eran buenos asientos.

– Gracias -dijo guardándoselas.

Mientras recorrían el pasillo, bajo la grisácea luz que entraba por las ventanas, Stella le preguntó:

– ¿Realmente te gusta la ópera?

Estuvo a punto de decir: «Me gustaba», pero en su lugar dijo:

– Depende de la obra.

En el laboratorio, Danny Messer estaba de pie frente a una gran mesa sobre la que había una cadena de acero de setenta centímetros de largo.

– ¿Por dónde empezamos? -dijo mirando a Stella y a Mac.

Mac señaló con el mentón hacia la cadena.

– De acuerdo -dijo Danny-. Cadena estándar. Algunos de los eslabones tienen números diminutos que indican el fabricante. Una cosa está clara: esta cadena coincide con los fragmentos que encontramos en la habitación del hotel. He llamado al fabricante: garantizan que la cadena aguantaría un peso de cuarenta kilos. La mujer con la que hablé me dijo que sostener más de cuarenta kilos con la cadena por fuera de una ventana provocaría que varios de los eslabones se abriesen.

– ¿Y la ropa de Collier? -preguntó Mac.

Danny sonrió y se acercó al microscopio. Junto a éste había toda una serie de placas numeradas. Danny colocó una de las placas en el microscopio, enfocó y dio un paso atrás.

– Examiné las manchas blancas y marrones -dijo Danny-. Harina. Sólo en la espalda de la chaqueta.

Stella examinó la placa.

– Trasladaron el cuerpo de Collier en un vehículo en el que había harina -dijo Mac.

– Es casi como si hubiese estado tumbado en una alfombra de harina -dijo Danny.

– Restos de insectos en la harina -dijo Stella-. ¿También en las otras muestras?

– Sí.

– La Administración Federal permite un nivel bajo de insectos en la harina que usan las panaderías -dijo Mac.

– Lo recordaré cuando pida la cena esta noche -dijo Danny.

Stella se hizo a un lado y Mac observó por el microscopio y dijo:

– Los insectos son diferentes en cada panadería.

– Y -añadió Danny- hay diferentes clases de harina, diferentes aditivos. Seguiré la pista que lleva al productor de ésta. Conseguiré una lista de sus clientes. Entonces podremos relacionar la harina y los insectos con una panadería en particular.

– Tal vez -dijo Stella con los brazos cruzados.

– Tal vez -coincidió Danny.

– Empecemos por la panadería Marco’s -dijo Stella.

Todos sabían por qué. La huella dactilar que habían encontrado en la habitación ubicada sobre la de Alberta Spanio pertenecía a Steven Guista, un individuo con un amplio historial de arrestos, de físico corpulento, que conducía una furgoneta de la panadería Marco’s, propiedad de Dario Marco, el hermano del hombre contra quien debía que haber declarado Alberta Spanio.

– ¿Tenemos algo de Flack? -preguntó Mac.

– Todavía no -respondió Danny-. Está esperando en el apartamento de Guista. El juez Familia firmó la orden.

Mac miró a Stella, que contuvo las ganas de sonarse la nariz.

– Voy a por mi maletín -dijo.

Les llevó veinte minutos llegar al apartamento de Guista. Habían pasado muchas cosas en esos veinte minutos.

Don Flack examinó con mucha atención el pequeño apartamento de Guista, escuchando también el ruido de pasos proveniente del rellano. Allí podría haber vivido un monje.

Había un sucio sillón reclinable de color verde en el pequeño salón, encajado junto a la puerta que daba al recibidor. Presentaba una profunda concavidad en el medio, lugar que indicaba dónde debía de pasar Guista la mayor parte del tiempo. Un pequeño televisor Zenith en color reposaba sobre una vieja cajonera frente al sillón.

Había una mesa de fórmica con patas de aluminio en la cocina y tres sillas a juego con asiento y respaldo de plástico. La nevera tenía muy pocas cosas en su interior, y en el armario guardaba tres tazas de café, cuatro platos y un par de pesados vasos. Bajo el fregadero, una olla y una desconchada sartén con base de teflón.