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– Anoche leí algunos de sus libros -dijo Mac.

– Oh -dijo Louisa-. ¿Cuáles?

– La pesadilla de otra mujer, Una mujer en la oscuridad y El lugar de una mujer -dijo Mac.

– Mis primeras tres novelas -dijo Louisa-. ¿Le gustaron?

– La cosa mejora después de esas tres -respondió.

– Siempre he creído que las tres primeras son mis mejores novelas -dijo Louisa-. ¿Ha leído las otras?

– Dos más -dijo Mac.

– Lee usted muy rápido.

– Mucha lectura en diagonal. Le pedí a un profesor de lingüística de la Universidad de Columbia que le echase un vistazo a sus libros -dijo Mac.

– ¿Por qué motivo? -preguntó Louisa.

– Creo que ya lo sabe.

– Ya sabe el nombre de mi abogado -dijo Louisa con tono sombrío-. Y ahora, si me disculpan, tengo que acabar mi libro y descansar un poco.

Cuando Aiden y Mac estaban en el rellano delante del ascensor, Aiden dijo:

– Lo hizo ella.

– Lo hizo ella -convino Mac-. Ahora demostrémoslo.

Caminaron hacia la puerta de entrada, sus pasos producían un eco congelado. Frente a ellos, a unos diez metros de distancia, había un hombre delgado que rondaba la treintena. Impertérrito, pálido, bien afeitado, en vaqueros y camiseta azul y una chaqueta larga Eddie Bauer, con los brazos cruzados observaba cómo se le aproximaban Aiden y Mac.

Cuando los detectives estaban a un par de metros, se colocó en medio de su camino.

– Ustedes están investigando el asesinato de Charles Lutnikov -dijo en voz baja y muy despacio.

– Así es -dijo Mac.

– Yo le maté -dijo el hombre.

Temblaba.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Stella a un par de pasos de distancia de Danny para no echarle encima su aliento.

Estaba enferma, no había duda. Fiebre, escalofríos, náuseas.

Las náuseas no resultaban extrañas entre los investigadores del CSI, y Stella no era una excepción. Rara vez se ponía una mascarilla en el escenario de un crimen, por fuerte que fuese el olor, sin importarle el tiempo que el cadáver hubiese estado metido en una bañera hinchándose y desprendiendo el familiar hedor a putrefacción.

La última vez que le había sobrevenido un inesperado vómito de bilis fue dos semanas atrás, cuando ella y Aiden habían tenido que acudir a la casa de una señora que vivía con un montón de gatos en el East Side. Había un agente de uniforme en la puerta con una expresión de desagrado que no se esforzó en disimular.

Stella y Aiden entraron y el hedor les salió al paso, así como el sonido de docenas de gatos maullando y el calor excesivo de los radiadores que se extendían por las paredes. La oscura habitación olía a muerte, orines y heces.

– Nada de hacerse el gallito -dijo Stella.

Aiden asintió, se pusieron sus mascarillas y se adentraron en el dormitorio. Encontraron el cuerpo de una anciana con un vestido estampado. Tenía vómito reseco sobre el pecho. Los ojos, completamente abiertos, miraban hacia el techo. Algo le colgaba de un extremo de la boca. Un gato grande de color naranja se hallaba sentado sobre el vientre distendido; les enseñó los dientes.

– Ve a preguntarle al agente -dijo Stella- si ha llamado a los del departamento de control de animales, y si no lo ha hecho, que les llame.

Con eso y el sonido de su propia voz hablándole en su interior, Stella recordó que eso fue lo que hizo, lo que tenía que hacer, y que lo hizo mejor que nadie.

Pasó una hora entre la mugre, que aquella mujer había empezado a acumular mucho antes de morir. El examen del cuerpo que realizó Hawkes demostró que la mujer, que parecía haber sido estrangulada, había muerto de un ataque al corazón debido a la asfixia producida por su propio vómito.

Danny se volvió hacia ella. Le mostró un tubo de ensayo que contenía una sustancia líquida y viscosa.

– Que sea la última vez -dijo Danny-. Estás enferma. Tendrías que estar en la cama.

– Es un resfriado -replicó ella.

Él negó con la cabeza.

– Me estoy cuidando. Voy a tomarme un té -insistió Stella.

– Un pequeño paso para la humanidad.

Stella ignoró sus palabras y le preguntó:

– ¿Qué has encontrado?

– Quienquiera que produjese este vómito, debería cambiar de dieta -dijo Danny-. Está utilizando su estómago para almacenar y procesar grasa. Comió varias clases de salchichón y también una considerable cantidad de pasta con salsa picante, que en una escala del uno al diez yo le daría un «Ay, caramba».

– Danny -dijo Stella intentando mantener la paciencia.

– Harina -dijo Danny-. Sin procesar, sin blanquear. Este muchacho ha estado inhalando harina.

– ¿Has examinado la harina? -dijo intentando no sorberse la nariz.

– Restos de vómito. Panadería Marco’s. Concuerda a la perfección con nuestras muestras.

– Y las señales de goma en el pasillo de la panadería, ¿casan con las de los talones de los zapatos de Collier? -preguntó Stella.

– Todas las pistas conducen a la panadería Marco’s.

Dejó el tubo de ensayo y se volvió hacia ella.

– ¿Te importa si hago una observación médica? -dijo. No esperó respuesta-. Tienes la nariz más roja que un tomate.

– Stella, la CSI de la nariz roja, como el reno de Papá Noel -dijo ella.

– No bromeo -dijo Danny-. Deberías…

– Creía que me habías dicho que habías dejado de jugar a los médicos.

Danny se encogió de hombros.

– ¿Quieres saber algo de las pruebas de sangre? -le preguntó Stella.

Él asintió.

– Como esperábamos, la mayoría de las muestras de la acera y del portal pertenecen a Guista -dijo-. Ha perdido un montón de sangre. Si no ha muerto ya, lo hará en breve si no le atiende un médico. Pero también había sangre de alguien más.

Danny se sentó en uno de los taburetes del laboratorio.

– A Guista le disparó Flack -dijo Stella-. Condujo la furgoneta de la panadería hasta Brooklyn, la abandonó frente a una tienda y se montó en un coche. Salió del mismo y caminó media manzana. Alguien le estaba esperando.

– Y ese alguien se llevó una sorpresa -dijo Danny-. Mi teoría es la siguiente: Guista le dio una buena tunda. El tipo vomitó, sangró y perdió un diente. Guista huyó otra vez. Aunque no pudiese correr demasiado.

Stella asintió y dijo:

– Algo así. Los chicos que se llevaron la furgoneta dijeron que le habían visto llamar por teléfono. ¿Comprobaste la llamada?

Danny negó con la cabeza.

– Lo haré ahora mismo. Vete a casa.

La mirada que Stella dedicó a Danny le hizo cesar en su empeño por hacer que se cuidase. Fin del asunto.

– ¿Comprobaste los nombres de los vecinos del edificio?

– Pensé que no me lo ibas a preguntar nunca -replicó Danny-. Todos menos uno tienen antecedentes.

– Entonces…

– La única que nunca ha sido detenida es Lynn Contranos -dijo.

– Pareces encantado de haberte conocido -dijo Stella.

– ¿Qué…?

– No es nada, lo oí en una película -dijo sonándose la nariz-. ¿Qué sabemos de ella?

– Lynn Contranos, también conocida como Helen Grandfield -dijo-. La fiel ayudante de Dario Marco.

Stella asintió.

– Pero eso no es todo -dijo Danny ajustándose las gafas, inquieto-. El nombre de Helen Grandfield, antes de casarse con Stanley Contranos, era Helen Marco, sobrina de Anthony Marco, el protagonista de nuestro juicio. Ergo, Dario Marco es su padre.

– Todos los caminos llevan a la panadería Marco -dijo Stella-. Hagámosles otra visita.

– ¿Nos llevamos a un par de agentes de uniforme con nosotros? -preguntó.

Stella asintió y se metió la mano en el bolsillo, en busca del bote de aspirinas que Sheldon Hawkes le había dado hacía menos de una hora.