– Es posible que te hagan sentir más cansada -le había dicho Hawkes-. Pero te aliviarán.
Abrió el bote.
El nombre del joven que confesó ser el asesino de Charles Lutnikov era Jordan Breeze, y vivía en la tercera planta de la torre Belvedere, en un estudio. Breeze, licenciado por la Universidad de Drexel, era programador informático para una compañía hindú ubicada en la calle Cincuenta y cinco. Su trabajo consistía en crear programas de software para trazar mapas del universo.
Mac alzó la vista de la carpeta que sujetaba en las manos para mirar a Jordan Breeze a los ojos; después volvió a mirar la carpeta. Breeze nunca había tenido problemas con la policía, no pertenecía a ningún grupo radical. Tras interrogar a los vecinos, Mac había llegado a la conclusión de que se trataba de un inquilino tranquilo que siempre saludaba a los demás. Sin embargo, le habían visto con menos frecuencia en los últimos meses. Varios vecinos le habían visto en la cafetería Starbucks, a un par de manzanas del edificio, trabajando con su ordenador mientras se tomaba un café con leche. Mac puso en marcha la grabadora.
– ¿Está seguro de que no quiere un abogado? -preguntó Mac.
– Sí -respondió Breeze.
– ¿Por qué lo mató? -preguntó Mac.
– Me llamó maricón -dijo Breeze-. No sólo una vez. Muchas veces. Sentía un escalofrío en la espalda cuando salía de mi apartamento por las mañanas o cuando regresaba por la tarde temiendo encontrarme con él. Podía ver lo que pensaba en sus ojos.
– ¿Y qué pensaba? -preguntó Mac.
– Que yo era gay -dijo Breeze-. No lo soy, pero varios de mis amigos sí lo son, y no voy a sufrir las locuras de los homófobos. Llevaba un año aguantándolo.
– Y por eso lo mató. ¿Cómo lo hizo?
– Con una pistola -dijo Breeze-. Estaba en el ascensor. Podría haberle evitado subiendo por las escaleras, pero me habría visto.
– ¿Llevaba la pistola encima? -preguntó Mac.
– Sí.
– ¿Tenía pensado matarlo la siguiente ocasión que se cruzase con él?
– Sí -respondió Breeze-. Subimos al ascensor. Las puertas se cerraron. Él empezó… Me llamó mariquita. Llevaba la pistola en el bolsillo exterior de la bolsa de mi ordenador. Hay cosas que no estoy dispuesto a aguantar.
Mac asintió, miró de nuevo su carpeta y después otra vez a Jordan Breeze.
– ¿De dónde sacó la pistola?
– Era de mi padre -dijo Breeze-. Murió hace unos años, de cáncer.
– ¿Qué clase de arma era?
– Una 22 milímetros.
– ¿Qué hacía en el ascensor de los pisos superiores?
– Seguí a Lutnikov cuando salió para cambiar de ascensor -dijo Breeze-. Pareció sorprendido.
– ¿Subió usted al ascensor porque tenía planeado matarlo? -dijo Mac.
– Sí.
– ¿Qué hizo con el arma después de matar a Charles Lutnikov?
– Salir del ascensor y enviarlo hacia arriba. Después caminar con dificultad por la nieve hacia el East River, donde la tiré al río -dijo Breeze-. Atravesó una fina capa de hielo. También tiré los guantes que llevaba puestos. Temo que me acusen de homicidio y de contaminar el río.
– ¿Cuántas veces disparó a Lutnikov?
– Dos -dijo Breeze-. Una cuando estaba de pie y otra cuando cayó.
– El portero no recuerda haberle visto salir -dijo Mac.
– Esperé hasta la tarde, cuando entra y sale un montón de gente.
– ¿Conoce bien a Louisa Cormier? -preguntó Mac.
– Nunca me la han presentado -dijo-. Ni siquiera sé si la he visto alguna vez en el edificio. Sé que vive en el ático. No llevo tanto tiempo aquí.
– ¿Le importa si le echamos un vistazo a su apartamento? Podemos conseguir una orden judicial.
– Por favor -dijo Breeze-, examinen el apartamento todo lo que quieran y también el cuarto trastero que tengo en el sótano.
Breeze sonrió con mucha calma, una sonrisa parecida a la que lucen los miembros de un culto convencidos de conocer la verdad sobre la vida y haber reducido sus misterios a una simple cuestión de lealtad.
Mac apagó la grabadora, se puso en pie y caminó hacia la puerta. Cuando la abrió, Breeze se levantó con piernas temblorosas.
Cuando se llevaron a Jordan Breeze, Aiden entró en la sala de interrogatorios donde Mac había vuelto a sentarse y golpeteaba suavemente con el dedo la carpeta que tenía sobre la mesa.
– ¿Crees que lo hizo? -preguntó Aiden.
– Lo comprobaré. De no haber sido él, alguien le ha proporcionado mucha información sobre el asesinato -dijo Mac-. Y seguiremos con la investigación sobre Louisa Cormier.
– Podrías estar equivocado -dijo ella.
– Podría estarlo -convino Mac.
12
Stevie no pudo poner en marcha el primer coche con el que probó. Hacía casi cincuenta años desde la última vez que había robado un coche. A veces, es posible olvidar cómo se monta en bicicleta.
El coche era un Ford Escort verde aparcado a media manzana de distancia de donde había dejado a los dos hombres de la panadería, uno doblado por la mitad a causa del dolor, el otro intentando cortar la hemorragia de su nariz. Se aseguró de hacerles el daño suficiente para que no le siguiesen. Se planteó la posibilidad de matarlos a los dos, pero eso habría supuesto dos cadáveres más. Lo mejor era dejarlos hechos polvo.
El problema era que Stevie también estaba bastante hecho polvo. Sangraba de forma abundante mientras intentaba pensar adónde podía ir.
Una de las puertas traseras del Escort estaba abierta, con la cerradura reventada. Debería de haber sido fácil. Pero Stevie no tenía a mano un destornillador ni tampoco un cuchillo. Nada que pudiese usar para robar un coche.
Salió del vehículo y miró hacia el portal en el que había dejado a los dos hombres. Esperaba que se hubiesen recuperado lo suficiente para ir tras él en lugar de largarse cojeando. Stevie se había quedado con la pistola de uno de ellos, al que había golpeado en primer lugar. Limpió sus huellas dactilares del arma y la tiró por encima de un muro de ladrillo de un metro y medio de alto. Sabía cómo emplear sus manos. Sabía que se le daba mucho mejor que emplear el cerebro.
El segundo coche con el que probó, un Oldsmobile Cutlass Calais blanco de 1992, casi renovó su fe en Dios. La ventanilla cedió con la presión hasta que pudo meter el brazo, a duras penas, y abrir la portezuela. Se sentó al volante e intentó imaginar qué tenía que hacer.
Abrió la guantera en busca de alguna herramienta que le sirviera. No encontró nada, pero había un monedero de cuero oscuro. Lo abrió. Una llave, una llave de plástico del Oldsmobile.
El coche arrancó casi de inmediato y Stevie se puso en marcha. Pero, ¿adónde iba a ir? El Jockey. No estaba convencido de si podía o no confiar en Jake Laudano. Lo que habían compartido les convertía tan sólo en compañeros ocasionales de trabajo, no en amigos: el tipo fuerte y lento y el hombre pequeño y nervioso. Ninguno de los dos era rápido o brillante o ambicioso.
Pero no tenía mucho donde elegir, se dijo Stevie. O El Jockey o el hospital, y eso si podía llegar hasta El Jockey.
No, no tiraría la toalla, pensó mientras conducía. Llegaría.
No recordaba lo ocurrido durante los siguientes cuarenta minutos. Cuando se despertó, la mortecina luz del sol atravesaba una ventana y él estaba tumbado en un magullado sofá demasiado pequeño para su tamaño.
Se puso en pie despacio. Tenía la pierna vendada. El dolor resultaba tolerable. Su determinación era fuerte. Se encontraba en un pequeño apartamento, el sofá estaba apoyado contra una pared y había una cama Murphy al otro lado de la habitación con el cabezal apoyado en otra pared.
La puerta del apartamento se abrió de repente. Stevie intentó mantenerse en pie, pero las piernas le obligaron a sentarse.
Entró El Jockey con una bolsa de papel en una mano.