– He comprado café -dijo-. Y unos donuts.
– Gracias -dijo Stevie, mirando lo que había dentro de la bolsa que Jake le entregó y sacando de ésta el café.
Estaba mareado. El café y los donuts tal vez le sirviesen de ayuda. No lo sabía y no le importaba. Tenía hambre. Sacó un donut y se puso a reír.
– ¿Qué te hace tanta gracia? -preguntó Jake.
– Ayer fue mi cumpleaños -dijo Stevie.
– No jodas -dijo El Jockey-. Feliz cumpleaños.
Anders Kindem, profesor adjunto de lingüística en la Universidad de Columbia, conservaba tan sólo un leve rastro de su acento noruego.
Mac había leído sobre su persona en un artículo del New York Times. Kindem había confirmado, al parecer de manera definitiva, que fuera quien fuese William Shakespeare no fue ni Christopher Marlowe ni sir Walter Raleigh ni John Grisham.
Kindem, de cabello rubio claro, con cierta tendencia al despiste y sonrisa incansable, rondaba los cuarenta años. Era adicto al café, que bebía en una taza gigantesca con la palabra «palabras» en varios colores. Una taza tibia de avellana, que había elaborado a partir de una jarra con granos de café que tenía cerca del molinillo y de la cafetera en su oficina, estaba junto a una de las cuatro pantallas de ordenador.
Tenía dos de los ordenadores encima de su mesa. Los otros dos estaban sobre un escritorio, frente a su mesa. El profesor se hallaba sentado en una silla giratoria entre los cuatro ordenadores.
Mac se sentó observando cómo hacía girar su silla, se volvía e iba de un ordenador a otro; parecía más un músico ante un complejo teclado que un científico.
Para ahondar en esa opuesta imagen del científico clásico, Kindem lucía unos vaqueros recién estrenados y una sudadera verde con las mangas arremangadas. En la sudadera podía leerse la siguiente frase: «Sólo hay que saber dónde mirar».
Sonaba música cuando Mac entró en el laboratorio de Kindem, cargando con su maletín en el que llevaba las novelas de Louisa Cormier.
Kindem bajó el volumen y dijo:
– Detective Taylor, supongo.
Mac le tendió la mano.
– ¿Le molesta la música? Me ayuda a moverme, a pensar -dijo Kindem.
– Bach -dijo Mac-. En sintetizador.
– Bach enchufado -confirmó Kindem.
Mac le echó un vistazo a la habitación. Los equipos informáticos ocupaban la mitad del espacio. La otra mitad la conformaba una mesa con un quinto ordenador y tres sillas encaradas hacia la pantalla. Sus títulos y sus premios colgaban enmarcados de las paredes.
Kindem siguió la mirada del detective y dijo:
– Dirijo pequeños seminarios, grupos de discusión realmente, con los estudiantes licenciados a los que asesoro.
Señaló con el mentón hacia las tres sillas.
– Seminarios muy pequeños. Y respecto a los adornos de las paredes… ¿Qué puedo decir? Soy ambicioso y mi vanidad académica resulta bastante patente. ¿Los disquetes?
Mac encontró un hueco en el extremo de una de las mesas, entre dos ordenadores. Abrió su maletín, sacó los disquetes, cada uno de ellos con una etiqueta, y se los entregó a Kindem.
– Querrá leerlos -dijo Mac-. Puede llamarme cuando sepa algo.
Mac le entregó a Kindem una tarjeta. Kindem dejó los disquetes junto al teclado de uno de los ordenadores.
– No necesito leerlos -dijo Kindem-. No quiero leerlos, y sin duda no voy a hacerlo en el ordenador. Ya paso bastante tiempo leyendo cosas en las pantallas. Cuando leo un libro, quiero sujetarlo con las manos, ir pasando las páginas.
Mac estuvo de acuerdo, pero no dijo nada.
Kindem sonreía.
– Puedo decirle varias cosas a primera vista -dijo-. Si sus preguntas son sencillas, si desea un análisis completo, tendrá que darme un día. Uno de mis alumnos de posgrado podrá imprimirle una copia o enviarle el informe por correo electrónico.
– Suena bien -dijo Mac.
– De acuerdo -dijo Kindem cargando cada uno de los disquetes en una torre entre dos ordenadores.
Los seis disquetes se pusieron en marcha con un zumbido y un clic.
– Bueno -dijo-. ¿Qué buscamos?
– Quiero saber si estos seis libros los escribió la misma persona -dijo Mac.
– ¿Y?
– Cualquier otra cosa que pueda decirme del autor -dijo Mac.
Kindem se puso a trabajar evidenciando su virtuosidad con el teclado. Subió el volumen del CD que estaba sonando, y de nuevo pareció un músico que tocaba al compás de la música.
– Palabras, fácil -dijo Kindem mientras introducía comandos en varios ordenadores-. Pero no se lo diga a mi jefe de departamento. Cree que es difícil. Finge entenderlo. Nunca le he dado a entender que tiene infinitas lagunas. Palabras, fácil. Con la música es más difícil. Déme dos piezas de música y podré programarlas, introducirlas en el ordenador y decirle si las compuso la misma persona. ¿Sabía que Mozart le robó composiciones a Bach?
– No -dijo Mac.
– Porque no lo hizo -dijo Kindem-. Se lo demostré a un supuesto estudioso que había trabajado en una estafa académica tramada por un profesor de Leipzig.
Siguió hablando durante unos diez minutos, sin descanso, mientras bebía café, y entonces se volvió de un ordenador a otro.
– Signos de exclamación -dijo-. Buen punto para empezar. No me gustan, no los uso en mis artículos. En los textos académicos y científicos no suele haber signos de exclamación. Demuestran una falta de confianza en las propias palabras. Lo mismo puede decirse en los textos de ficción. El autor teme que las palabras no sean suficiente para crear un impacto y les da un empujoncito. La puntuación, el vocabulario, la repetición de palabras, a menudo algunos adverbios, adjetivos… Son como las huellas dactilares.
Mac asintió.
– Los primeros tres libros -dijo Kindem- están repletos de signos de exclamación. Más de doscientos cincuenta en cada libro. En los libros posteriores, los signos de exclamación desaparecen. El autor vio la luz o…
– O tenemos un autor diferente -dijo Mac.
– Así es -dijo Kindem-. Pero hay muchas más cosas. En los tres primeros libros, la palabra «dijo» aparece una media de treinta veces por libro. Lo comprobaré, pero el escritor parece haber intentado evitar esta palabra, sin duda buscando otros modos de indicar el diálogo. Así pues, en lugar de «dijo ella», el autor escribe «exclamó» o «replicó». En los siguientes libros, en cambio, la palabra «dijo» aparece una media de doscientas ochenta y seis veces. ¿Mayor confianza? No hasta ese extremo, no tan pronto. ¿Quiere saber más?
Mac asintió.
– Hay muchas más frases largas y compuestas en los tres primeros libros -dijo Kindem observando la pantalla-. Un lector cualquiera es posible que no se dé cuenta de estas cosas, pero de manera subconsciente… Tendría que ir a ver a alguien del departamento de psicología.
– ¿Algo más?
– Hay muchas cosas más -dijo Kindem-. El vocabulario. Por ejemplo, la palabra «reciprocidad» aparece una media de once veces en las tres primeras novelas. No vuelve a aparecer en ninguna de las otras.
– ¿No podría deberse ese cambio tras los tres primeros libros a una decisión de cambiar de estilo o a una mejora en las habilidades del autor?
– No, tratándose de un cambio tan grande -dijo Kindem-. Y creo que podría conseguir muchos más detalles si me da un par de horas.
– La fórmula en todos los libros es más o menos la misma -dijo Mac-. La mujer es una viuda, o alguien que todavía no se ha casado, y tiene treinta y tantos años. Tiene, o es responsable, de un niño que estará en peligro debido a algún pariente vengativo, la mafia o un asesino en serie. La policía no le es de gran ayuda. La mujer tiene que protegerse a sí misma y al niño. Y en algún punto de las últimas treinta páginas, la mujer se enfrenta a un tipo o varios tipos malos y al final inicia una nueva vida con un hombre que ha conocido en algún momento de la trama.