– Lo que significa que quienquiera que escriba esos libros sigue una fórmula -dijo Kindem-. No que se trate de la misma persona.
Mac ahora estaba convencido. Louisa Cormier había escrito los tres primeros libros. Charles Lutnikov había escrito el resto.
Pero, ¿por qué le disparó?, se preguntó Mac. ¿Cuál era el motivo? ¿Discutieron? ¿Sobre qué? ¿Dinero?
– ¿Quiere una copia impresa? -preguntó Kindem.
– Envíemelo por correo electrónico -dijo Mac-. En mi tarjeta encontrará la dirección.
– ¿Me necesitará para testificar en un juicio?
– Es posible.
– Bien -dijo Kindem-. Siempre he querido hacerlo. Ahora volvamos al trabajo de la nueva Louisa Cormier.
Stella estaba sentada en el asiento del copiloto, somnolienta y dolorida, mientras Danny conducía. Por octava vez, Stella abrió la carpeta de Alberta Spanio que tenía sobre el regazo.
Estudió las fotografías del escenario del crimen: el cuerpo, la cama, las paredes, las mesitas de noche. Observó las fotografías del lavabo: la taza del váter, el suelo, la bañera, la ventana abierta sobre la bañera.
Algo se encendió en su cerebro. Algo equivocado. Se sintió como si estuviese intentando recordar el nombre de un actor o de un escritor o de la chica que se sentaba a su lado en la clase de matemáticas en el instituto. Debería saberlo, porque sin duda residía en algún lugar de su interior. Uno puede recorrer el alfabeto diez, quince veces y no encontrar el nombre y entonces, de repente, allí está.
Se centró en el testimonio de los dos hombres que habían custodiado a Alberta Spanio: Taxx y el difunto Collier.
A medida que iba leyendo, se sentía más inquieta. Volvió a examinar las fotografías del lavabo, las que ella misma había tomado.
Collier le había dicho a Flack que se había metido en la bañera para sacar la cabeza por la ventana. Si el asesino hubiese entrado por la ventana, él o ella habría tirado la nieve amontonada en el alféizar dentro de la bañera. Collier tendría que haber encontrado algo de nieve deshecha en la bañera cuando se metió dentro. Pero en las fotografías de Stella no se veía señal alguna de humedad en la bañera ni tampoco huellas de los zapatos de Collier, a pesar de que las suelas de sus zapatos tendrían que haber estado húmedas al pisar la nieve.
¿Por qué había mentido Collier?, pensó Stella.
Sheldon Hawkes estaba sentado en su escritorio muy cerca de Mac, mirando una cinta de vídeo en el monitor que tenían en frente.
– Una vez más -dijo Hawkes inclinándose hacia la pantalla.
Mac rebobinó la cinta y le dio un sorbo despacio a su café mientras Hawkes volvía a ver la grabación de veinte minutos, adelantando en ocasiones a cámara rápida y deteniéndose de golpe.
– Escuchemos de nuevo la grabación del interrogatorio.
Mac rebobinó la cinta del interrogatorio de Jordan Breeze y la puso en marcha.
– ¿Quieres ir a verlo a su celda? -preguntó Mac-. Mi opinión es que confirmará lo que ya sabemos.
Hawkes se puso en pie y dijo:
– Tienes razón.
Mac escuchó mientras Hawkes le explicaba lo que él había observado.
– Claro -dijo Mathew Drietch.
Era enjuto y fuerte, de unos cuarenta años, con escaso cabello rubio y rostro de boxeador. Había respondido a la pregunta de Aiden de si podía ver la pistola del calibre 22 que Louisa Cormier había utilizado para practicar en el club de tiro, que estaba justo tras la puerta de la oficina donde estaban sentados en ese momento.
– ¿Le gusta el ruido de las armas de fuego? -preguntó Drietch.
– No especialmente -dijo ella.
– A mí sí -dijo él mirando a través del ventanal desde el que se veían las cabinas de disparo-. El estallido, la fuerza. ¿Sabe a qué me refiero?
– A decir verdad, no -dijo Aiden-. Y ahora, ¿podría enseñarme la pistola?
Él se puso en pie lentamente, alisándose sus pantalones negros.
– ¿Cuándo estuvo aquí Louisa Cormier por última vez? -preguntó Aiden.
– Hace unos cuantos días. El día antes de la tormenta, si no recuerdo mal. Lo comprobaré.
Fue hasta la puerta de la oficina, la abrió y dejó entrar el sonido de las armas de fuego. La mantuvo abierta para ella y después echó a andar delante de Aiden, pasando por detrás de las cinco personas que disparaban sus pequeñas pistolas.
– El frío les hace salir -dijo Drietch-. Se ponen como locos y quieren dispararle a algo. Esto les ayuda a desahogarse.
Aiden no dijo nada. Drietch se aproximó a una puerta junto al mostrador de entrada. Un hombre achaparrado y calvo deslizó la mano bajo el mostrador, apretó un botón y la puerta se abrió.
– Tengo llave -dijo Drietch-, pero Dave casi siempre está aquí.
La habitación era pequeña, estaba bien iluminada, con pequeñas cajas de madera colocadas en estanterías que llegaban hasta el techo. También había una pequeña mesa sin sillas en medio.
– Tenemos casi cuatrocientas pistolas aquí -dijo Drietch desplazándose hacia uno de los estantes al tiempo que se sacaba un aro repleto de llaves del bolsillo-. La llave maestra las abre todas.
Bajó una caja y la dejó sobre la mesa frente a Aiden. Esta le echó un vistazo y después miró hacia los estantes.
– Algunas de las cajas tienen candados. Otras no -dijo Aiden.
– Si no contiene armas, no tiene candado -le explicó él.
– Esta caja no tiene candado -dijo ella mirando la caja sobre la mesa.
– Habrán olvidado volver a ponerlo -respondió-. Seguramente esté dentro de la caja.
Aiden se dijo que Drietch regentaba su negocio con cierta laxitud.
– La munición está a buen recaudo -dijo Drietch atento a su mirada de reprobación.
Aiden no dijo nada. Estiró el brazo y levantó la tapa de la caja metálica. Había una pistola dentro, una Walther calibre 12, exactamente igual a la que Louisa tenía en el cajón de su escritorio.
– Una pistola para tiro al blanco -aclaró Drietch.
– Aun así puede matar -dijo Aiden insertando un lápiz en el cañón y sacando el arma de la caja.
Le llevó sólo unos segundos determinar que la habían limpiado recientemente.
– ¿El arma la limpió Louisa Cormier?
– No, lo hizo Dave.
Aiden metió la pistola en una bolsa de plástico y se volvió hacia Drietch.
– Necesitaré un justificante para eso -le dijo a Aiden.
Ella sacó su libreta, extendió un recibo, lo firmó y se lo entregó.
– ¿Fue la señora Cormier la que abrió la caja y dejó el arma dentro?
– No -le aclaró Drietch-. Se queda ahí y espera. Yo tengo la llave. La saco, compruebo que no esté cargada y se la doy. Le entrego la munición una vez se halla en el cajón de tiro. Cuando acaba de disparar, me devuelve la pistola y yo la guardo.
– ¿Ella nunca toca ni el candado ni la caja? -preguntó Aiden.
– No dispone de llave -respondió con paciencia.
Aiden asintió y buscó huellas dactilares en la caja. Extrajo cuatro muy claras.
Aiden guardó sus guantes en el maletín. Tendría que escudriñar en el lavabo, en los cubos de basura y en los contenedores de la calle en busca del candado perdido. No iba a ser divertido, pero sin duda sería mucho mejor que intentar desenterrar una bala en el hueco de un ascensor.
La búsqueda le llevó veinte minutos, durante los cuales comprobó dos veces el aparcamiento de pago de la parcela contigua.
Cuando volvió dentro, Drietch estaba junto a un cajón de tiro, y tenía un arma sobre la plataforma en la que estaba inclinado. Señaló el arma.
A medida que se aproximaba, él se echó atrás para dejarle espacio.
Aiden disparó. La diana, los conocidos círculos negros sobre fondo blanco, estaba a unos seis metros de distancia. Disparó cinco veces y le entregó el arma a Drietch. Algo en el suelo del cajón de tiro le llamó la atención.
Drietch miró hacia la diana. Los disparos habían dado todos justo en el centro. Aiden lo habría hecho igual de bien si la diana hubiese estado al doble de distancia.