– Eso es una tontería -dijo.
– Señora Contranos -dijo Stella.
– Uso y prefiero el apellido Grandfield -replicó la mujer.
– Excepto en la puerta de su edificio -dijo Stella-. Y nació como Helen Marco. Un montón de nombres.
Helen Grandfield intentó no parecer enfurecida. No lo consiguió.
– Nos gustaría saber si alguno de los empleados de su panadería no se ha presentado esta mañana y queremos entrevistar a todos los que trabajan aquí. También nos gustaría volver a hablar con su padre.
El uso de su auténtico apellido y de su relación familiar con Dario Marco detuvo a la mujer, que parecía dispuesta a protestar ferozmente.
– Vive usted en la calle President en Brooklyn Heights. ¿Alguien de la panadería fue a visitarla anoche? -preguntó Stella.
– No. ¿Por qué?
– Alguien sangró en el portal de su edificio -dijo Stella-. Y alguien vomitó -Stella se sentía algo más que mareada-. Podremos saber de quién es la sangre cuando encontremos al que sangraba. También podemos encontrar el ADN del que vomitó cuando hallemos a la persona que lo hizo.
La mujer permaneció inmóvil, con los brazos en los costados, temblando ligeramente.
– Apreciaremos mucho su cooperación -dijo Stella.
– Mi padre todavía no ha llegado -dijo-. Necesitaré su permiso para…
Stella negó con la cabeza de manera ostensible antes de que la mujer acabase la frase.
– Steven Guista -dijo Stella.
– Es uno de nuestros repartidores -dijo Helen Grandfield ordenando sus pensamientos.
– Nos gustaría hablar con él -dijo Stella.
– Yo no…
– Atacó a un agente de policía y se cree que está relacionado con el asesinato de Alberta Spanio, quien tenía que declarar hoy o mañana en el juicio contra su tío -dijo Stella.
Helen Grandfield no dijo nada en un principio y entonces, tras respirar hondo, habló con mucha calma.
– Steve Guista tiene el día libre. Ayer fue su cumpleaños. Mi padre le dio dos días de fiesta. Puedo darles su dirección.
– Ya la tenemos -respondió Stella-. ¿Quién más que tendría que estar aquí no ha venido a trabajar hoy?
– Todos los demás están trabajando -dijo Helen.
– Necesitaremos una lista con los nombres de los empleados y una habitación en la que podamos hablar con ellos uno a uno -dijo Stella.
– No disponemos de un lugar en el que puedan hacerlo -dijo Helen.
– De acuerdo -dijo Stella-. Lo haremos en la panadería.
Stella no pudo resistirse más. Se sacó un pañuelo de papel del bolsillo y se sonó la nariz.
Jordan Breeze volvió a sentarse frente al detective Mac Taylor en la sala de interrogatorios. Ambos hombres tenían tazas de café delante de sí.
Mac puso en marcha la grabadora y abrió la carpeta. Había más papeles que la anterior vez que había hablado con aquel hombre.
– Usted no mató a Charles Lutnikov -dijo Mac.
Breeze sonrió y le dio un sorbo a su café.
– Le tiemblan las manos -aseveró Mac.
– Estoy nervioso -respondió Breeze.
– No -dijo Mac sacudiendo la cabeza-. Es esclerosis múltiple.
– No tiene usted ningún derecho a recabar esa información de mi médico -dijo Breeze.
– No ha sido necesario acudir a su médico -dijo Mac-. Nosotros tenemos un médico y le ha estado observando. Movimientos arbitrarios de los ojos. Oftalmología internuclear, falta de coordinación entre los ojos. Tartamudea cuado hablo con usted. Me he dado cuenta de que tiene problemas para coger la taza de café, que le tiemblan las manos. Se esfuerza mucho y habla muy despacio para no arrastrar las palabras, pero no puede controlarlo por completo. No puede sentarse recto. Camina encorvado. Cuando le toqué la mano la noté anormalmente fría. Y en dos ocasiones, de camino a su celda, estuvo a punto de caerse al suelo. No es posible que usted caminase hasta el río y volviese con toda la nieve que había.
Breeze se puso en pie muy despacio.
– ¿Ve doble? -preguntó Mac-. Debilidad muscular. Espasmos musculares. Dolor facial. Náuseas. ¿Incontinencia?
Breeze se puso pálido y dejó la taza de papel sobre la mesa intentando no verterla.
– ¿Problemas de memoria? -prosiguió Mac.
– No puede acceder a mi historial médico -dijo Breeze.
– Se ha confesado autor de un asesinato -dijo Mac-. Le meteremos en la cárcel y después haremos que lo examine un médico.
Breeze no dijo nada.
– ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que comenzaron los síntomas? -preguntó Mac.
– Un par de años.
– ¿Su familia puede hacerse cargo de usted?
– No tengo familia -dijo Breeze evidenciando el temblor de su mano derecha.
– Nunca ha tenido una pistola -dijo Mac.
Breeze no respondió.
– Encontramos un baúl en un cuarto trastero a tres puertas del suyo -dijo Mac-. Estaba lleno de libros autografiados por Louisa Cormier. Los sacó de su apartamento después de saber lo del asesinato, de saber que habíamos hablado con Louisa Cormier, de haber oído que la considerábamos sospechosa.
– Me los firmó -dijo-. Soy un gran admirador suyo. Iba a dedicarme el próximo libro.
– No mató a Charles Lutnikov. Nunca le acosó.
– Lo hice.
– ¿Llevaba Lutnikov algo encima cuando le disparó?
– No.
– ¿Periódicos, libros…?
– Nada.
– ¿Louisa Cormier está pagando su tratamiento médico? -preguntó Mac.
Breeze no respondió. Volvió la cabeza. Mac creyó detectar una punzada de dolor.
– Lo descubriremos -dijo Mac.
– Es una buena persona -dijo Breeze.
Mac no respondió. Finalmente, Jordan Breeze bajó la mirada.
– Todo lo que toco se convierte en mierda -dijo Breeze.
– ¿Louisa le proporcionó los detalles del asesinato? -preguntó Mac.
– Creo que ahora sí quiero un abogado -dijo Breeze.
– Creo que es buena idea -dijo Mac.
Una hora más tarde, tras escuchar la cinta de la conversación entre Mac y Jordan Breeze, el juez Meriman firmó la orden de registro para el apartamento de Louisa Cormier.
Louisa Cormier no les ofreció café a Aiden y a Mac en esta ocasión. Aunque no se mostró descortés o maleducada. De hecho, cooperó y fue simpática, pero el café y su encanto personal no aparecían en su agenda esa jornada para el dúo de CSI que había llegado a su apartamento con una orden de registro.
Les dejó entrar con cierto aire de crispación, cansada y con los ojos rojos; llevaba un vestido ancho con estampado de flores.
– Esperen un segundo, por favor -dijo una vez estuvieron dentro.
Mac y Aiden no tenían por qué esperar a que ella acabase de hablar por teléfono con su abogado, pero igualmente lo hicieron.
– Sí -dijo Louisa Cormier a su interlocutor telefónico, mirando hacia otro lado-. La tengo en la mano.
Observó la orden judicial.
– ¿Quieres que te la lea?… De acuerdo. Date prisa, por favor.
Louisa colgó el teléfono inalámbrico.
– ¿Por qué están aquí? -preguntó-. Tengo entendido que alguien se ha confesado autor del asesinato del señor Lutnikov.
– No le creemos -dijo Mac-. Su nombre es Jordan Breeze. ¿Le conoce?
– Ligeramente. Mi abogado estará aquí dentro de un cuarto de hora -dijo-. Tengo que pedirles que dejen todo tal como lo han encontrado.
Mac asintió.
– Tengo pensado observarles -dijo Louisa-. Escribiré sobre un registro en mi próximo libro.
– ¿Ha acabado el que estaba escribiendo? -preguntó Mac con amabilidad.
Louisa sonrió y dijo:
– Casi lo tengo.
Aiden y Mac permanecieron en silencio durante un momento, esperando a que siguiera hablando. Louisa se llevó una mano a la frente y dijo:
– Posiblemente, sea la última que escriba, al menos durante un tiempo. Como pueden ver, me cuesta sudor y lágrimas escribir. ¿Puedo preguntarles qué han venido a buscar? Podría ahorrarles algo de tiempo y mantener limpias mis alfombras y mi privacidad intacta.