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Cuando acabó, Stella quiso encontrar un lavabo, sentarse con los ojos cerrados y esperar que le sobreviniese la náusea.

– Disponemos de pruebas suficientes para apretarle las tuercas a su hermano por un delito grave -dijo Ward-. Y sacaremos a relucir la pena de muerte.

El reo y su abogado intercambiaron más palabras en voz baja y después El Coronel dijo:

– El asesinato número dos pedirá la sentencia mínima. Al señor Marco le caerán entre veintidós años y cadena perpetua, pero en diez años estará fuera, tal vez menos si deja la puerta abierta.

– De acuerdo -dijo Ward-. Si la información que nos proporciona su cliente es verdadera e incriminatoria.

– Lo es -dijo El Coronel.

Anthony sonrió a Stella, quien intentó mantenerle la mirada a pesar de la pesadez que sentía en la cabeza debido a la fiebre.

– Qué demonios -dijo Anthony-. Dario la cagó, intencionadamente o no. Eso importa bien poco. El hijo de puta de mi hermano quiere quedarse con mi negocio.

– ¿Qué negocio? -preguntó Ward.

– Eso es privado -respondió Marco-. Es parte del trato si seguimos en esta línea.

Ward asintió.

– Mi hermano Dario es un maldito idiota -dijo Marco sacudiendo la cabeza-. Un duende o un jockey a través de la ventana. ¿Qué clase de estupidez es ésa?

Stella no perdió la calma, y no porque estuviese enferma o porque quisiera salir de allí, sino porque estaba segura de que ni un duende ni Jacob El Jockey habían asesinado a Alberta Spanio. La verdad resultaba esquiva en la superficie, pero era fácil imaginarla cuando se tenían en cuenta las pruebas del escenario del crimen.

Ward colocó su grabadora de bolsillo sobre la mesa y se sentó con la espalda recta y las manos cruzadas.

Anthony Marco empezó a hablar.

Sheldon Hawkes había recibido una llamada de Mac pidiéndole que sacase el cuerpo de Charles Lutnikov de la cámara.

Cuando Aiden y Mac llegaron, el cuerpo blanco y desnudo de Lutnikov, con la piel vuelta hacia atrás para dejar a la vista sus órganos en descomposición, estaba tumbado sobre la mesa de metal, que destellaba debido a la intensidad de la luz blanca.

– Vuelve a poner la piel en su sitio -dijo Mac.

Hawkes colocó la piel en su lugar y Aiden sacó el manuscrito con los dos agujeros que se habían traído del apartamento de Louisa Cormier.

Mantuvo el libro abierto para que Hawkes lo viese. Este examinó el libro y asintió. Sabía qué era lo que Mac y Aiden querían. Había dos maneras de proceder, al menos dos maneras. Eligió sacar un bote con varillas de sesenta centímetros para trazar trayectorias del armario, tomó dos y apartó las demás.

Entonces insertó las varillas en los agujeros del cuerpo, que estaba flácido. Tuvo que introducirlas con cuidado para asegurarse de que seguían la trayectoria de la bala. Le llevó unos tres minutos, tras los cuales se hizo a un lado y dejó que Aiden se aproximase al cadáver.

– ¿Puedes cortar lo que sobra de las varillas sin moverlas? -preguntó Aiden.

Él asintió, fue hasta el armario, sacó unas tijeras especiales y cortó las dos varillas hasta dejar que sobresalieran tan sólo un par de centímetros. Entonces, con la ayuda de Hawkes, alineó las varillas con los dos agujeros del manuscrito. Coincidieron. Podría haber pegado el libro al cadáver sin gran esfuerzo, pero no fue necesario.

– Conclusión -dijo Hawkes, inclinándose hacia delante para sacar las varillas-. La pistola que se usó para disparar a Charles Lutnikov es la que hizo los dos agujeros en vuestro manuscrito.

– Él tenía agarrado el manuscrito cuando ella le disparó -dijo Mac-. La bala atravesó el papel, rebotó y, al salir, cayó por el hueco del ascensor.

– Me parece correcto -dijo Hawkes.

– Pero -dijo Aiden-, ¿será suficiente para arrestarla?

– Necesitará una buena historia -dijo Hawkes.

– Es autora de novelas de misterio -dijo Aiden.

– No, no lo es -dijo Mac-. Lutnikov era el novelista.

– Volvamos al principio -dijo Aiden-. ¿Por qué querría ella matar al hombre que le proporcionaba sus mejores novelas?

– Volvamos con la dama -dijo Mac.

– ¿Necesitáis el cuerpo para algo más? -preguntó Hawkes.

Mac negó con la cabeza y Hawkes hizo rodar la mesa hasta la hilera de cajones de la cámara.

– Todavía necesitamos el arma y la tenaza de cortar hierro -le recordó Aiden a Mac mientras salían del laboratorio de Hawkes-. Y probablemente se libró de las dos cosas.

– Probablemente -convino Mac-. Pero no es seguro. Tenemos tres cosas importantes de nuestro lado. Primero, ella sabe dónde están. Y segundo, no sabe cuánto sabemos o cuántas cosas descubrimos en el escenario del crimen.

– ¿Y la tercera? -preguntó Aiden.

– La tenaza para cortar hierro -dijo-. Habló de ella en una de sus tres primeras novelas, una de las que escribió. Todos los trofeos de su biblioteca tienen alguna relación con las tres primeras novelas. Probablemente, quiera conservar las tenazas.

– Probablemente -repitió Aiden.

– Posiblemente -replicó Mac-. Pero ella no sabe que podemos comprobar si unas tenazas determinadas cortaron algo en concreto.

– Esperemos que no -dijo ella-. Pero aunque las encontremos, aun así necesitaremos el arma.

– Vayamos paso por paso -dijo Mac.

Huir no era una opción. Big Stevie lo sabía. No disponía ni del dinero ni de la inteligencia para hacerlo, y tanto la policía como la gente de Dario le andaban buscando.

El taxista no le quitó el ojo de encima a través del retrovisor. A Stevie no le importó.

Stevie había subido al taxi en una parada cercana a la estación de Pensilvania. El conductor estaba sentado tras el volante leyendo una novela de bolsillo. Miró por encima del hombro cuando Stevie cerró la puerta y vio más de lo que le habría gustado ver.

Si Stevie hubiese querido detener el taxi en medio de la calle, el conductor, Omar Zumbadie, no lo habría recogido.

Aquel viejo blanco y grandullón necesitaba un afeitado. Necesitaba ropa limpia. Y apestaba a vómito. Omar rezó para que el viejo no vomitase en el taxi. No parecía borracho sino más bien cansado y como en trance.

El taxi enfiló Riverside Drive hacia el norte por el puente George Washington, hacia la autopista Cross Bronx. Big Stevie contó su dinero. Tenía cuarenta y tres dólares y sangraba de nuevo a través del vendaje que le había hecho El Jockey alrededor de la pierna.

Si Stevie hubiese sido un hombre vengativo, podría haber matado al detective que había ido al apartamento de El Jockey. Habría sido fácil. El detective, cuyo nombre era Don Flack, según la tarjeta que le había entregado a El Jockey, era el que le había disparado. Regalo de cumpleaños de lo mejorcito de Nueva York, una bala en la pierna. La bala ya no estaba allí, pero dolía, y el dolor iba extendiéndose. Big Stevie lo ignoró. Pronto acabaría y, si tenía un poco de suerte, lo cual era probable que no sucediese, se haría con algo de dinero y se libraría de Dario Marco.

La vida era injusta, pensó Stevie cuando el taxi tomó la salida de Castle Hill. Stevie lo aceptaba, pero la traición de Dario al enviar a dos de los tipejos de la panadería para matarle iba más allá de la injusticia. Stevie había sido un buen soldado, un buen repartidor. A los clientes de su ruta les caía bien. Se portaba bien con los niños, incluso con los nietos de Dario, quienes a la edad de nueve y catorce años se parecían a su padre y no confiaban en nadie.

A la porra las injusticias. Ahora se trataba de igualar la balanza y también de mantenerse con vida. La otra opción era llamar al policía de la tarjeta e imaginar horas, días entre rejas, días de traiciones, ponerse un traje y acudir al juicio contra Dario, que uno de los abogados de Dario le hiciese parecer idiota. Y después la cárcel. Poco importaba la duración de la condena. Sería lo bastante larga, y él ya era un hombre mayor.

No, el modo en que él había pensado hacer las cosas era el único posible.