– Casi nada -dijo Stella inclinándose hacia delante y cerrando los ojos.
Hawkes le puso la mano en la frente.
– Fiebre -dijo-. ¿Dolor de cabeza?
– Sí.
– ¿Escalofríos, dolor muscular, vómitos?
– Náuseas, vómitos no.
Hawkes la hizo volverse sobre la silla y la miró a la cara.
– Leve ictericia, ojos rojos -dijo.
– Parece como si estuvieses haciendo una autopsia -dijo Stella.
– Por lo general, mis pacientes no me responden -dijo-. ¿Dolor abdominal, diarrea?
– Un poco de ambas cosas -dijo Stella.
– Al hospital -dijo Hawkes.
– ¿Y una consulta externa? -preguntó-. Estoy muy cerca del asesino de Spanio.
– Danny puede seguir con tu trabajo. ¿Sabes lo poco tratada o lo inapropiado de algunos tratamientos contra la leptospirosis? Problemas de riñones, meningitis, fallos hepáticos. He visto una muerte por esa enfermedad. ¿Cuándo empezaron los síntomas?
– Ayer -dijo Stella resignada-. Tal vez anteayer.
– ¿Recuerdas haber estado en contacto con animales…? -empezó a decir Hawkes.
– Gatos -dijo Danny.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Hawkes.
– Una anciana murió en su casa del East Side -dijo Stella-. Tenía muchos gatos: cuarenta y siete en total. Fuimos porque había indicios de que alguien podía haber entrado en la casa, pero la muerte se debió a un ataque al corazón. Tenía sobrepeso, setenta y ocho años y no se cuidaba.
– O quizá fue por los gatos -dijo Hawkes-. ¿Dónde están ahora?
– En la protectora de animales -dijo Danny.
Hawkes sacudió la cabeza.
– Intenta localizarlos -le dijo Stella a Danny.
– Si alguno de ellos ha muerto recientemente -dijo Hawkes-, me gustaría que lo trajeses aquí.
– Me temo -dijo Stella- que, a excepción de unos pocos que tal vez hayan tenido suerte, los demás habrán sido sacrificados e incinerados. ¿Cuál es el tratamiento?
– Pasar la noche en el hospital -dijo Hawkes-. Antibióticos, probablemente doxiciclina. Llamaré a Kirkbaum y le diré que te reserve una habitación.
– ¿Por cuánto tiempo? -preguntó Stella.
– Si lo hemos pillado en la fase inicial, dos o tres días. De no ser así, es posible que tengas que permanecer allí una o dos semanas. A juzgar por la carga viral, puede que Danny te haya salvado la vida.
Danny hizo una mueca y se ajustó las gafas.
– Soy una cabezota -dijo-. Gracias.
– Bienvenida al club -dijo Danny-. Y sí, eres una jodida cabezota.
Stella se puso en pie y dijo:
– Danny, recoge todas estas fotografías de Spanio y dile a Mac que vaya al hospital en cuanto pueda.
– Estarás bien -dijo Hawkes-. Todavía no se me ha quejado ningún paciente.
– Eso es porque todos están muertos -dijo Stella.
Había un agente de uniforme en la entrada de la panadería Marco’s y otro en la salida trasera del muelle de carga. Eso no sorprendió a Big Stevie.
La única pregunta era: ¿los policías estaban allí para evitar que Marco se escapase, o para lograr atrapar a Stevie o a algún otro?
No importaba. Stevie conocía al menos dos maneras más de entrar. Sabía que la ventana del lavabo de caballeros era fácil de abrir. Incluso estando bloqueada, el cierre era un pequeño candando que no tendría problema para arrancar. Ni siquiera haría mucho ruido.
El problema de entrar por la ventana del lavabo era que tendría que encontrar algo en lo que subirse, poder hacer palanca y después colarse. Por lo general, eso no suponía ningún problema. Pero con una pierna cada vez más entumecida, aquella misión tal vez requiriese más de lo que él podía dar de sí. Una vez dentro del lavabo, tendría que salir por la puerta que daba al horno, donde estaban los panaderos y sus ayudantes. En circunstancias normales, nadie le habría prestado mucha atención, pero hoy todo podía ser diferente. Dudaba que incluso en su débil estado, sangrando y caminando como una momia de las películas en blanco y negro, fuesen capaces de detenerlo, por lo que era posible que fingiesen no haberlo visto. Lo hacían constantemente. Sordos y mudos. Era la filosofía de la supervivencia que se aprendía en la cárcel.
No, tendría que entrar por el almacén del sótano. No sabía si podría abrir alguna de las ventanas opacas sin hacer mucho ruido, algo que sin duda llamaría la atención. Sabía que el policía que estaba en el muelle de carga no le vería. La ventana número uno estaba firmemente cerrada, no cedió; probablemente, no la habían abierto en los últimos veinte años. La ventana número dos tenía cuatro secciones. El sucio cristal de la parte superior derecha estaba un poco flojo y la ventana en sí no podía ofrecer mucha resistencia.
Stevie encontró un pedazo de cemento y se arrodilló junto a la ventana, que estaba a nivel del suelo. Arrancó un pedazo de su camisa, lo colocó contra el cristal flojo y golpeó, con bastante suavidad, con el trozo de cemento contra la tela. No hizo mucho ruido, pero el cristal no saltó. Volvió a intentarlo, golpeando con algo más de fuerza. Algo se rompió. Ahora había un hueco en el cristal del tamaño de su puño. Dejó el pedazo de cemento y recogió el trozo de su camisa de la ventana.
Introdujo sus gruesos dedos a través del agujero en el cristal. Sintió cómo éste le cortaba, pero ignoró el dolor y, poco a poco, pudo arrancar los trozos de cristal y los dejó en el suelo.
Se secó los sanguinolentos dedos en el pantalón, ya bastante húmedo debido a la sangre de la pierna, y pasó el brazo por el espacio vacío que quedaba en la ventana. Había espacio suficiente para pasar la mano y el brazo y llegar hasta la cerradura. Estaba oxidada, pero Stevie lo tenía muy claro. Empujó. La cerradura de metal oxidado saltó. Usando su brazo derecho, torpemente sentado, empujó la ventana. Resistió. Poco a poco, Stevie empezó a sentir que la ventana perdía la batalla. De repente, la ventana al completo se abrió sobre sus chirriantes bisagras.
Stevie se arrodilló jadeando, esperando, escuchando por si acaso oía pasos acelerados, pero no apareció nadie.
Había acabado con la parte fácil del trabajo. Ahora venía la parte dura, pasar el cuerpo por la ventana abierta. Sabía que podía cerrarse. Se sacó el abrigo y lo dejó en el suelo.
Notó el frío viento y se percató de que había empezado a nevar otra vez. Se sentía más débil a cada minuto que pasaba y tendría que moverse con celeridad mientras todavía era capaz de hacerlo.
Pasó la pierna herida, después la pierna buena y empezó a arrastrarse hacia atrás a través de la ventana. Cuando ya había entrado hasta la altura del estómago, se percató de la estrechez, pero no era imposible. Siguió arrastrándose. Su vientre rozó contra el marco de metal de la ventana, y no supo decirse si lograría o no pasar. De lo que sí estaba seguro era de que, llegado a ese punto, no podría volver atrás. Se esforzó, gruñó, vio la sangre de sus dedos manchar la nieve y, entonces, de repente, acabó de pasar el cuerpo por la ventana y cayó de espaldas en la polvorienta oscuridad.
Estaba tumbado de espaldas, sin aliento, con los ojos cerrados. Big Stevie estaba molido. Tenía frío. Y sangraba. Pero tenía una misión que cumplir, y estaba dentro de la panadería Marco’s.
El perímetro de búsqueda alrededor del club de tiro Drietch se había doblado. Dos oficiales de uniforme estaban ayudando a Aiden a buscar las tenazas de cortar hierro perdidas.
Aiden estaba convencida de que Louisa Cormier se había limitado a cortar el candado, limpiar las huellas y lanzarlo en las casetas de tiro. ¿Por qué no podría haber hecho lo mismo con las tenazas de cortar hierro?
De hecho, tendrían que haberlas encontrado ya.
Su teléfono móvil vibró en el bolsillo y ella contestó.
– Ven al laboratorio -dijo Mac-. He encontrado las tenazas.
– ¿Dónde?
– En el sótano del edificio de Louisa Cormier -dijo-. Las había colocado alineadas junto con las otras herramientas. El encargado de mantenimiento del edificio ha dicho que tiene unas tenazas de cortar hierro, pero que éstas no son las suyas.