Antes de subir los dos últimos escalones y salir al pasillo, se ocultó tras las sombras y miró hacia ambos lados. No había nadie.
La oficina de Dario Marco estaba a solo tres puertas a su derecha. Tenía que ser muy sigiloso.
Si Helen Grandfield estaba allí cuando él abriese la puerta, probablemente tuviese que matarla. Tendría que hacerlo rápido, sin darle tiempo a que reaccionase. Ella había formado parte del engaño. Hija de Dario Marco, sobrina de Anthony Marco, había formado parte de lo que él sabía que había sido un plan para hacer de Stevie, del estúpido de Stevie, del leal Stevie, el chivo expiatorio.
Se detuvo ante la puerta de la oficina y escuchó. No oyó nada. Abrió la puerta dispuesto a lanzarse por sorpresa sobre Helen Grandfield. Pero no había nadie en la antecámara de la oficina.
Stevie se preguntó si Dario había salido, y si pasaría todo el día fuera. No era propio de él perder un día de trabajo, pero los últimos días habían sido un tanto extraños.
Se acercó a la oficina, escuchó de nuevo, y al no oír nada abrió la puerta lentamente. Apenas había luz, las persianas estaban bajadas, pero pudo ver a Dario Marco tras su escritorio.
Dario alzó la vista. Stevie no estaba preparado para ver lo que vio, un calmado Dario Marco que dijo:
– Stevie, te estábamos esperando.
De un rincón surgieron Jacob El Jockey y Helen Grandfield. El Jockey tenía una pistola en la mano y estaba apuntando a Stevie.
La mesa frente al escritorio de Joelle Fineberg estaba abarrotada. Su escasa antigüedad suponía que tuviese la oficina más pequeña.
Había optado por un escritorio muy pequeño, una pequeña estantería y espacio suficiente para una mesa redonda en la que seis personas podían sentarse con razonable comodidad. Utilizaba la mesa para trabajar, y la despejaba para encuentros como aquél simplemente metiendo los papeles y los libros en contenedores de plástico y deslizando esos contenedores bajo su escritorio para que no estuviesen a la vista.
– Ni siquiera disponen de lo suficiente para convocar un gran jurado -dijo Noah Pease con la mano en el hombro de Louisa Cormier, quien estaba sentada junto a él con la vista al frente.
– Yo creo que sí -dijo Fineberg, sentada frente a ellos entre Mac y Aiden.
Una ordenada pila de papeles y fotografías reposaban sobre la mesa como una gigantesca baraja de cartas esperando a que alguien las repartiese para jugar una partida de póquer, que era más o menos a lo que estaban jugando.
Fineberg miró a Mac y dijo:
– Detective, ¿le importaría repasar las pruebas una vez más?
Mac bajó la vista hasta el bloc de notas que tenía frente a sí y repasó una por una las pruebas. Después miró a Aiden, quien asintió para mostrar su conformidad.
La cara de Pease permaneció impertérrita. Y también la de Louisa Cormier.
– ¿Le sorprendería si le dijese que los detectives Taylor y Burn han encontrado las huellas dactilares de su cliente en siete objetos diferentes del apartamento de Charles Lutnikov? -dijo Fineberg.
– Sí -dijo Pease-. Me sorprendería.
Fineberg buscó entre la pila de papeles y extrajo siete fotografías. Se las pasó a Pease.
– Coinciden a la perfección -dijo la ayudante del fiscal del distrito-. Una taza, la encimera, el escritorio y cuatro de las estanterías.
Louisa Cormier alargó la mano para tomar las fotografías.
– Circunstancial -dijo Pease con un suspiro.
– Su cliente nos mintió sobre ese particular -dijo Fineberg.
– Estuve allí una vez -dijo Louisa-. Ahora lo recuerdo. Me pidió que fuese a buscar… algo.
– ¿Sabe por qué estamos aquí? -preguntó Pease.
– Para negociar -dijo Fineberg.
– No -dijo Pease sacudiendo la cabeza.
– Entonces convocaremos al gran jurado y lo plantearemos como homicidio en segundo grado -dijo Fineberg.
Se volvió hacia Mac y dijo:
– Los detectives Taylor y Burn testificarán. A él le han convencido las pruebas que ha encontrado la unidad CSI y yo también. Y también convencerán al jurado.
– La señorita Cormier es una figura literaria muy respetada y no tiene motivo -dijo Pease-. Su caso se apoya en el argumento de que ella no ha escrito sus propios libros. Pero no es así.
– ¿Detective Taylor? -dijo Fineberg.
– Convénzame. Y convenza a mi experto -dijo Mac.
– ¿Cómo? -preguntó Pease.
– Que escriba algo -dijo Fineberg.
– Ridículo -dijo Pease.
– Dispone de cinco días antes de ir frente al gran jurado -dijo Fineberg-. Cinco páginas. No parece imposible, especialmente dado que está inculpada en un caso de asesinato.
– No puedo escribir bajo esta presión -dijo Louisa Cormier devolviéndole las fotografías de las huellas dactilares a su abogado, quien las dejó sobre la mesa y las deslizó hasta Fineberg.
– Usted da por hecho que un jurado mostrará simpatía por una escritora famosa y admirada -dijo Fineberg-. De Martha Stewart se olvidaron al instante. Podría hacerme frente en el caso de O. J. Simpson, pero…
Pease miraba en ese momento a Fineberg con una irritación que fácilmente podría haberse convertido en abierta hostilidad de haberse tratado de una abogada con más experiencia.
– Vamos a llevarlo ante el gran jurado -dijo Fineberg- y nuestro caso seguirá adelante, al menos lo suficiente para conseguir una declaración jurada.
Una declaración jurada, como bien sabían los dos abogados, es una decisión por escrito del gran jurado, firmada por el presidente del mismo, en el que se afirma que existen pruebas suficientes por parte de la acusación para creer que el inculpado probablemente haya cometido un delito y deba ser acusado.
– Eso dañaría la reputación de mi clienta -dijo Pease-. Como cualquier clase de negociación.
– Tenemos el arma -dijo Fineberg mirando a Mac.
– Estamos examinando el arma que guardaba la señorita Cormier en su cajón -dijo él.
– Y probablemente determinarán que el arma no… -empezó a decir Pease.
– La bala que encontramos en el hueco del ascensor coincide -dijo Mac-. La señorita Cormier disparó a Charles Lutnikov, se puso el abrigo, agarró la pistola y las tenazas, que con toda probabilidad guardaba en su vitrina de trofeos, las metió en su bolsa, bloqueó el ascensor en su planta y bajó las escaleras a toda prisa a tiempo para dar su acostumbrado paseo matinal. Eran las ocho de la mañana de un tormentoso fin de semana. Seguramente nadie necesitaría aquel ascensor durante horas. Además, tenía pensado estar fuera sólo media hora.
– Y según esa extravagante historia, ¿dónde se supone que fue mi clienta? -preguntó Pease.
– Al club de tiro Drietch, a cuatro manzanas de distancia -dijo Mac-. A pesar del hielo y la nieve pudo llegar en unos quince minutos. Yo lo he hecho en ese tiempo. Ella sabía que el club de tiro no estaría abierto hasta tres horas después en sábado. Abrió la puerta exterior con una simple tarjeta de crédito. Su detective ha hecho lo mismo en tres de sus libros. La señorita Cormier debía de haber comprobado que podía hacerse.
– Premeditación -dijo Joelle Fineberg.
– Su clienta fue a la sala donde se guardan las armas -prosiguió Mac-. Cortó el candado de la caja que contiene la pistola que había usado en el club de tiro, sacó la pistola, la metió en su bolso y la reemplazó por el arma del crimen. Después tiró el candado en la zona de tiro. Sabía que alguien acabaría dándose cuenta, tras volver a cambiar las armas, que encontrarían la Walther del club de tiro, que cualquier detective competente sabría que no había sido disparada recientemente y sabía que el examen de la bala y la pistola no coincidiría, pero lo que ella no sabía era que llegaríamos hasta aquí. Si Drietch o cualquier otro comprobaba la caja antes de que ella volviese a cambiar las pistolas, creería estar viendo la que guardaban normalmente allí. La señorita Cormier era lo bastante de fiar para no registrar su bolso, pero eso poco importaba.