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– Insustancial… -dijo Pease.

– Le sugiero que lea una de las tres primeras novelas de su clienta si quiere saber hasta qué punto es insustancial esta historia.

Pease negó con la cabeza de forma cansina, como si escuchar a Mac fuese un castigo no merecido con el que tenía que cargar.

Mac ignoró al abogado y prosiguió.

– La señorita Cormier regresó a su casa a toda prisa, dejó las tenazas en el sótano, subió las escaleras, desbloqueó el ascensor para que pudiese bajar a la planta baja, y dejó el arma que se había llevado del club de tiro en el cajón.

– ¿Y después? -preguntó Pease sin dejar de sacudir la cabeza como si estuviese escuchando por la fuerza un cuento de hadas.

– Esperó a que llegásemos y nos enseñó el arma enseguida, prácticamente insistió en hacerlo. Era el arma que había sacado del club de tiro, no la que siempre guardaba en su cajón. Cuando nos fuimos, volvió al club de tiro, dijo que quería practicar y cambió las pistolas de nuevo, dejando la que solía estar en la caja. La agente Burn fue al club de tiro, examinó la pistola y determinó que no era el arma del crimen.

– Su cliente ocultó el arma homicida bien a la vista -dijo Fineberg-. En el cajón de su escritorio. Supuso que los agentes del CSI no volverían a examinarla tras determinar que no había sido disparada.

– La bala coincide con su pistola -dijo Mac mirando a Louisa Cormier-. Hizo que todo fuese demasiado complicado.

– Casi funcionó -susurró Louisa Cormier.

– Louisa -le advirtió Pease inclinándose sobre su clienta antes de sentarse-. Defensa propia -dijo-. Charles Lutnikov fue al apartamento de mi clienta tras amenazarla por teléfono. Ella tenía un arma para protegerse. Intentó luchar con él. El arma se disparó. Le entró el pánico.

– Y entonces se le ocurrió la elaborada trama -dijo Fineberg.

– Sí -dijo Pease-. Es escritora y tiene una imaginación muy activa.

– Que no le permite escribir sus propios libros -dijo Mac.

– Ya veremos qué opina un jurado sobre eso -dijo Pease.

– ¿Por qué amenazó Lutnikov a la señorita Cormier?

Ni el abogado ni su clienta respondieron.

– Homicidio involuntario -dijo Pease-. Sentencia suspendida.

– No -dijo Fineberg-. Las pruebas que han reunido estos agentes demuestran intencionalidad, premeditación y encubrimiento.

Pease se inclinó a un lado para susurrarle algo a Louisa al oído. Una mueca de horror tiñó su rostro.

– Homicidio en segundo grado -dijo Fineberg.

– Nada tiene que hacerse público. Consiga del juez el secreto de sumario. Dígale lo que quiera a la prensa.

Fineberg miró a Mac y luego volvió a mirar a Pease. Negó con la cabeza.

– ¿Off the record? -dijo Pease tomando la mano de su clienta.

– Off the record -dijo Fineberg.

– ¿Louisa? -dijo Pease con la mano colocada ahora en el brazo dispuesto a guiarla.

– No puedo -dijo Louisa Cormier mirando a Pease.

Pease ladeó la cabeza y dijo:

– No pueden usarlo a menos que les demos permiso.

Louisa Cormier suspiró.

– Disparé a Charles Lutnikov. Me estaba chantajeando -dijo mirando la mesa con las manos cruzadas y los nudillos blancos.

– Le había estado pagando para que escribiese sus libros -dijo Fineberg.

– No era una cuestión de dinero -dijo Louisa-. Se trataba de crédito literario. Quería que en el futuro mis libros llevasen el nombre de los dos. Le ofrecí más dinero. No estaba interesado.

– ¿Por eso le disparó? -preguntó Fineberg.

– Me dijo que se quedaría con el manuscrito del nuevo libro y que no me lo entregaría hasta que quedase constancia ante notario de que el libro iría firmado por los dos. No podía hacer eso. La gente, los editores, los críticos empezarían a pensar cosas sobre mis libros anteriores, y no podía contar con que Charles no dijese nada de los libros anteriores.

– ¿Y…? -dijo Fineberg tras una larga pausa de Louisa Cormier.

– Cuando subió, detuve el ascensor. Llevaba el manuscrito en las manos, apretado contra su pecho como un bebé. Quería que fuese nuestro bebé. Intenté razonar con él, le dije que si seguíamos por la misma línea le ayudaría a publicar sus propios libros. No estaba interesado. Alargó la mano hacia los botones del ascensor y entonces ocurrió.

– Le disparó -dijo Fineberg.

– No deseaba hacerlo -dijo-. Lo único que quería era amenazarle, advertirle, asustarle para que me entregase el manuscrito. La puerta del ascensor se cerró y me pilló la mano. Agarró la pistola. Estaba furioso. La pistola se disparó. La puerta volvió a abrirse. Pude comprobar que estaba muerto. Apreté el botón de parada y cogí el manuscrito.

– Desafortunado accidente. No. Defensa propia -dijo Pease con una amplia sonrisa.

– Entonces, ¿por qué escondió la pistola? -dijo Fineberg-. ¿Por qué montó todo esto?

– Mi carrera, mi… Me asusté -dijo Louisa Cormier.

– No tenía pensado dispararle, pero de inmediato trazó un plan, un plan realmente complicado, en cuanto le disparó. Estaba de camino al club de tiro con la pistola y las tenazas de cortar hierro en cuestión de minutos, casi de segundos, después de disparar a Lutnikov -dijo Fineberg con escepticismo.

– Háganos una oferta, señorita Fineberg -dijo Pease-. Una buena oferta.

17

– Siento que hayamos llegado a esto, Stevie -dijo Dario Marco sentado tras su escritorio-. Eres un buen trabajador, un leal empleado y un buen tipo.

Stevie estaba de pie, con una de sus piernas amenazando con no resistir el peso. Parecía embobado y tenía la boca medio abierta mientras miraba fijamente al hombre que estaba al otro lado del escritorio, alguien que había sido su jefe y su protector.

– El problema en este caso -dijo Marco apoyándose en el respaldo y ajustándose la chaqueta para que no se le formasen arrugas- es que teníamos que darle alguien a la policía. Se han metido en todas partes. Han encontrado pruebas del asesinato de Spanio que te implican y mataste a un policía y le disparaste a otro. El gran problema es que mataste al policía justo detrás de la puerta por la que acabas de entrar. Así pues, ¿qué otra cosa podíamos hacer?

Stevie no dijo nada.

Marco se encogió de hombros como para demostrar que no tenía otra opción.

– Además, eres un auténtico lerdo y te estás haciendo viejo.

Stevie miró a Jake, quien le había traicionado, y después a Helen Grandfield, que le miró sin mostrar emoción alguna.

– Papá -dijo Helen-. Hagámoslo y ya está.

– Le debo a Stevie una explicación -dijo Dario con paciencia.

– Ha venido aquí a matarte -dijo ella.

– Así es -convino Dario Marco-. Y ha entrado, pero por suerte teníamos un arma.

– El Jockey no tiene licencia de armas -dijo Stevie intentando pensar.

– Cierto -dijo Marco-. Es un ex convicto. Eres tonto, pero no tanto. La pistola es mía. Yo sí tengo licencia. Jacob la sacó del cajón del escritorio justo cuando yo había acabado de limpiarla cuando tú…

– ¿Por qué? -preguntó Stevie-. Lo tenías todo preparado desde el principio. Querías que la poli fuese tras de mí. ¿Por qué?

– Recapacita -dijo Dario-. Créeme, quería que escapases. ¿Por qué iba a mentirte ahora? Pero cuando se trata de negocios uno tiene que cubrirse las espaldas. Te estás haciendo viejo, Stevie. Estás perdiendo facultades. Mierda, ya no eres el de antes. Mírate. Entras en mi oficina diciendo que vas a matarme. Frente a tres testigos.

Dario Marco asintió a Jacob, quien miró a Stevie y dudó.

– También te ha engañado a ti, Jake -dijo Stevie.

– Mata a ese viejo gordo -dijo Marco.

El salto que dio Stevie por encima del escritorio sorprendió a todo el mundo, probablemente incluso a sí mismo. Cuando su vientre impactó contra la mesa, dejó de dolerle la pierna herida. Alargó las manos en busca del cuello de Dario y lo encontró. Estaba haciendo lo que mejor se le daba, fuese tonto o no.