– Dispara -gritó Helen.
Jake disparó y falló. Le temblaba la mano, pero a Stevie no. Apoyado con el estómago sobre la mesa, alzó a Dario de la silla y le rompió el cuello.
Helen se le tiró encima, arañándole la cara, gruñendo, gritando. Jake buscaba una posibilidad de tiro fácil. El cuerpo de Dario Marco cayó hacia delante, con los ojos abiertos en un gesto de sorpresa y el mentón apoyado en el escritorio. Stevie se libró de Helen Grandfield. Ella salió disparada hacia atrás y cayó sobre una silla.
Stevie intentó ponerse en pie. Volvió la cabeza hacia El Jockey, quien había reculado temblando, agarrando la pistola con las dos manos. No había modo de que Stevie pudiese alcanzarle antes de que le disparase. Stevie hundió la mano en el bolsillo y apretó el perro que Lilly le había regalado.
– Quieto -dijo una voz.
Jake miró sin soltar la pistola, Helen miró por encima de la silla sobre la que había caído, Stevie miró por encima del hombro y vio al agente uniformado, aquel al que había esquivado cuando pretendía entrar en la panadería. El policía había oído el disparo.
El agente, cuyo nombre era Rodney Landry, era culturista y llevaba cuatro años en el cuerpo. Sabía qué hacer: apuntar la pistola hacia el tipo menudo que estaba junto al escritorio. Gracias a la descripción que le habían dado, Landry sabía que el hombre con la pierna manchada de sangre, que por alguna inexplicable razón estaba tirado sobre el escritorio, era el que andaban buscando.
Desde donde estaba, pistola en mano, Landry no podía ver a Dario Marco.
– Deja la pistola en el suelo muy despacio -ordenó Landry.
Jake sintió el impulso de hacer las cosas deprisa, pero se forzó a ir despacio y dejó la pistola en el suelo. Stevie logró darse la vuelta e incorporarse sobre un codo.
– Ha entrado por la fuerza -gritó Helen Grandfield señalando a Stevie-. Ha matado a mi padre.
Landry ahora sí pudo ver a Dario Marco. Parecía una especie de disfraz, un disfraz de Halloween. La cabeza del muerto reposaba sobre su mandíbula encima del escritorio. Tenía los ojos muy abiertos y una curiosa expresión de sorpresa.
Stevie, que ahora no sentía su pierna, metió la mano en el bolsillo y agarró el perro de arcilla. Sonrió.
Ed Taxx llegó a un acuerdo. Las pruebas contra Dario Marco y su hija redujeron al mínimo los cargos por homicidio en segundo grado. Habló y después firmó una declaración. Conocía el proceso y lo siguió. Por otra parte, disponía de dinero suficiente, oculto en algún lugar, para cuidar de su familia, y exigió que la policía no se inmiscuyese en su vida o investigase sus cuentas bancarias.
– Me llevaré por delante a Dario Marco y Helen Grandfield y no seguiréis adelante con la investigación respecto a mis recursos -dijo Taxx.
– Y nos dirás todo lo que sepas de Anthony Marco -dijo Ward.
– No sé gran cosa -dijo Taxx.
– Nos conformaremos con lo que nos des -dijo Ward.
Taxx se sentó frente a la ayudante del fiscal del distrito Ward y al CSI Danny Messer, dispuesto a contarles la historia.
– ¿Qué voy a sacar de esto? -dijo Taxx.
– Depende de tu historia -dijo Ward.
– Es buena -dijo Taxx.
Fue Helen Grandfield la que se puso en contacto con él, aunque no le dijo cómo sabía que le habían asignado la protección de Alberta Spanio ni que él tenía cáncer de próstata que había entrado en un proceso de metástasis. A Taxx realmente no le importaba cómo había llegado a saberlo. No le había dicho nada a su familia sobre el cáncer. Había apartado algo de dinero, pero habría hecho cualquier cosa para conseguir que su familia tirase adelante o para que sus últimos meses de vida fuesen menos dolorosos. Lo irónico del asunto era que ahora el Estado se haría cargo de su tratamiento.
Cuando conoció a Dario Marco, éste le ofreció ciento cincuenta mil dólares en metálico simplemente por darle a Alberta Spanio una sobredosis de pastillas para dormir y dejar la ventana del lavabo sin cerrar tras atornillar el aro en ella.
– ¿Por qué? -preguntó Ward.
– Helen Grandfield me dijo después que se suponía que alguien bajaría desde la habitación de arriba, pero la tormenta lo hizo imposible. A las tres de la mañana tendría que simular un ataque de tos que debía durar tres minutos para neutralizar el posible ruido.
Taxx aceptó y se quedó con el dinero por adelantado.
– Hasta aquí -la explicó a Ward, la ayudante del fiscal del distrito, con el que Taxx había trabajado durante quince años-, ningún problema.
– ¿Y a partir de ahí? -preguntó Ward.
– La noche en la que se suponía que debía ocurrir recibí una llamada -dijo Taxx-. Al teléfono móvil. Collier estaba en la habitación, fingí que era mi esposa. Era Helen Grandfield. Me dijo lo que tenía que hacer: echar la puerta abajo por la mañana, enviar a Collier a comprobar la ventana del lavabo porque, obviamente, estaría abierta, llegar rápido a la cama y apuñalar a Spanio en el cuello. De nuevo, ningún problema. Escogí cuidadosamente mis palabras y dije algo así como: «No, cariño, dile que tendrá que ser lo que ya acordamos más el doble». Collier estaba viendo un partido de baloncesto en la televisión, pero yo sabía que me escuchaba. Helen tapó el teléfono con la mano, o al menos eso me pareció, debía de estar hablando con Dario, después dijo que trato hecho. No creo que hubiesen pensado en ningún momento hacer que alguien entrase por la ventana. Creo que contaban con que yo mataría a Alberta Spanio desde el principio.
– ¿Y?
– Spanio estaba totalmente dormida debido a las pastillas y al frío cuando echamos la puerta abajo. Me coloqué entre Collier y la cama para que no pudiese ver el cuerpo y asentí con la cabeza hacia el lavabo. Collier obedeció. Saqué el cuchillo del bolsillo y se lo clavé a Alberta en el cuello. Tardé unos cuatro o cinco segundos como mucho. Collier salió del lavabo. Yo había dado un paso atrás para que pudiese ver el cuchillo en el cuello. Vi cómo él iba a la otra habitación para pedir refuerzos.
– ¿Y entonces surgió el primer problema? -dijo Ward.
Taxx asintió.
– Entré en el lavabo. La ventana estaba abierta. Mi primer pensamiento fue: «Estupendo, Collier lo ha visto. Cree que el tipo entró por la ventana y volvió a salir por ella». Fue entonces cuando me di cuenta de que la nieve estaba apilada en el alféizar. Nadie podría haber entrado por la ventana sin tirar la nieve.
– Y ahí es cuando cometiste el error -dijo Ward.
Taxx asintió.
– Tiré la nieve hacia fuera con la manga -dijo-. En lugar de tirarla dentro, en la bañera. Podía oír a Collier al teléfono en la otra habitación. Salí del lavabo antes de que pudiese verme, diciendo que se trataba del escenario de un crimen y que debíamos esperar en la otra habitación a que llegasen los del CSI. No quería que entrase en el lavabo y viese que la nieve había desaparecido.
– ¿Y? -inquirió Ward.
– Ayer fui a un restaurante chino y me encontré con Helen Grandfield -dijo Taxx-. Collier debió de sospechar. Me siguió. Le vi al otro lado de la calle. Podía hablar con mi mujer y descubrir que no me había llamado la noche anterior. Podía echarle un vistazo a las fotografías del escenario del crimen y darse cuenta de que la nieve del alféizar no aparecía.
– Así que se lo comunicó a Helen Grandfield, quien le dijo que se ocuparía de eso -dijo Ward-. Y le pagó el resto del dinero.
– No tengo nada que decir en ese sentido -dijo Taxx.
– Sabía que matarían a Collier -dijo Ward.
Taxx no respondió durante unos segundos y después dijo:
– No quiero pensar en eso.
– ¿Dónde está el dinero que le pagaron?