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Aquellos dos hombres ni se caían bien ni se caían mal. Tenían muy poco en común aparte de su trabajo. Tras diez minutos de charla después de meter a Alberta en su habitación, dejaron de hablar y la voz del presentador Jay Leno pasó a convertirse en el ruido de fondo.

El hotel Brevard no solía ser el lugar elegido por el Departamento de Policía o la fiscalía del distrito como puesto de seguridad. Pero no habían querido dejar nada al azar con Alberta Spanio. No querían que hubiese ni una pequeña fisura en el departamento. Eso mismo les habían dicho también a los hombres de los otros dos turnos de vigilancia. Todos eran lo bastante inteligentes y experimentados para haber sido seleccionados para ese trabajo, lo que significaba que todos sabían que siempre existía la posibilidad de que quienes deseaban acabar con Alberta Spanio descubriesen dónde estaba.

Si la bajita, pechugona, rubia poco natural y muy asustada Alberta hubiese pedido hacer una llamada por teléfono, Ed y Cliff le habrían respondido con toda amabilidad que «no», con la misma amabilidad que le habrían dicho «no» si hubiese pedido un bocadillo de jamón. No había servicio de habitaciones. No podían traerles nada del exterior. La comida llegaba únicamente cuando había un cambio de turno.

Los agentes que llegarían en cuestión de una hora traerían algo para desayunar, probablemente unos bocadillos de Egg McMuffin y café, que era lo que ella había pedido para desayunar el día anterior.

– Son las ocho -dijo Taxx mirando su reloj-. Será mejor que la despertemos.

– Vamos allá -dijo Collier levantándose del sofá y asintiendo camino de la puerta del dormitorio. Llamó con fuerza y dijo-: Hora de despertarse, Alberta.

No hubo respuesta. Collier volvió a llamar.

– Alberta. -Primero afirmó y luego preguntó-: ¿Alberta?

Taxx se colocó a su lado. Llamó también y gritó.

– Levántate.

Nada. Los dos hombres se miraron. Taxx asintió y Collier entendió su sugerencia.

– Abre o echaremos la puerta abajo -dijo Taxx en voz alta pero con calma.

Taxx miró de nuevo su reloj, contó quince segundos y se apartó de la trayectoria de su joven compañero, para que éste pudiese hacer uso de su mayor corpulencia. Collier golpeó con el hombro contra la puerta tal como le habían enseñado en la Academia. Usando los músculos, no el hueso. No hay que emplear toda la fuerza en el primer intento si no se tiene prisa. Golpear fuerte y retirarse. Hay que luchar contra la madera, no contra la cerradura. Cuando Collier golpeó, la puerta crujió pero no se abrió. El cerrojo se mantuvo. Collier retrocedió unos pasos y se lanzó de nuevo contra la puerta. En esta ocasión se abrió con el ruido de la madera astillándose, Collier siguió hacia delante y estuvo a punto de caer al suelo.

La habitación estaba prácticamente helada.

Taxx miró hacia la cama, una pila de sábanas y mantas. La ventana de la habitación estaba cerrada, pero a través de la puerta abierta del lavabo entraba un aire extremadamente frío.

– La ventana del lavabo -dijo Taxx corriendo hacia la cama.

Collier se incorporó y recorrió a toda prisa los tres metros de la habitación hacia el lavabo. La ventaba estaba abierta de par en par. Se metió en la bañera para mirar por la ventana sobre el montón de nieve que se había acumulado. Quiso cerrar la ventana, pero se detuvo, salió de la bañera y volvió hasta la puerta abierta del lavabo.

Taxx estaba junto a la cama. Había retirado las mantas. Collier pudo ver el cadáver de Alberta Spanio vuelto de costado, con los ojos cerrados, la cara blanca y un largo cuchillo clavado hasta el fondo en su cuello.

Ed Taxx y Cliff Collier no conocían a Alberta Spanio y lo poco que sabían de ella no les gustaba en absoluto. No tenía antecedentes, no la habían arrestado. No había roto ningún pacto. Había sido la amante de Anthony Marco durante tres años y le tenía miedo. Quería dejarle, así que cuando a Marco le arrestaron acusado de asesinato y chantaje, Alberta telefoneó a la oficina del fiscal del distrito.

Si había sentido remordimientos después de contar todo lo que sabía sobre Anthony, que fue mucho, los había transformado en una irritabilidad hosca y malhablada.

Ni Taxx ni Collier sintieron la más mínima pena, pero entendieron al instante que haber fallado en la protección de una testigo clave en el juicio por cargos de asesinato de una de las figuras destacadas del crimen organizado, iba a repercutir en sus respectivas carreras profesionales.

No había teléfono en el dormitorio. Lo habían quitado para que Alberta Spanio no hiciese llamadas. Collier pasó a la otra habitación sin perder tiempo y se dirigió al teléfono.

El detective de homicidios Don Flack conocía a Cliff Collier, no muy bien, pero lo suficiente para llamarse por el nombre y tomar juntos un café junto a la máquina expendedora en el vestíbulo de la comisaría, cuando se cruzaban el uno con el otro algunas veces. Habían estado juntos en la Academia.

Ahora Collier trabajaba para el fiscal, le llamaban para toda clase de casos, desde prostitución a tumultos de bandas. Debido a su corpulencia, Collier resultaba intimidante. Y por su carácter, realmente lo era. Mientras le interrogaba, Flack era consciente de que Collier era ambicioso -su padre y su tío habían sido policías- y de que le preocupaba su carrera.

Taxx parecía tomarse lo sucedido con mayor estoicismo. Habían perdido a una importante testigo que habría tenido que declarar dos días más tarde en un juicio. Pero ésa no era la clase de cosa que te hacía perder la pensión, y Taxx no tenía ninguna ambición con respecto al departamento. De lo ocurrido quedaría constancia en su expediente. ¿Y qué? No andaba buscando un ascenso o un aumento de sueldo. Aun así, estaba de guardia cuando la persona de la que estaba a cargo murió, no exactamente pegado a sus talones, pero sí lo bastante cerca.

Flack tenía su libreta en la mano y se había levantado el cuello de la chaqueta de cuero para evitar el frío. Dado que la puerta del lavabo estaba abierta, así como la ventana, la habitación iba enfriándose por segundos a pesar del calor que salía por la rejilla de la calefacción.

En el dormitorio, la detective Stella Bonasera estaba junto a la cama observando el cadáver y tomando fotografías. En el lavabo, Danny Messer, con los guantes de látex puestos, dijo:

– No hay signos de que hayan forzado la ventana.

Stella tosió y sintió un ligero cosquilleo en la garganta. Cabía la posibilidad de que se hubiese resfriado. Si tenía oportunidad, se tomaría un par de aspirinas.

Sostuvo la cámara a un lado, miró hacia el cadáver y resistió el impulso de retirar de la cara de la mujer un mechón de pelo rubio de raíz oscura. Alberta Spanio se había esforzado por mantener el buen aspecto típico de Brooklyn que había lucido diez o doce años antes, pero había perdido la batalla del tiempo. La sangre corría por su cuello hacia la almohada sobre la que descansaba su cabeza. No había mucha sangre, al menos no tanta como Stella había esperado encontrar. Se metió la cámara en el bolsillo, alargó la mano hacia su maletín de CSI, tomó la cajita de polvo magnético, la abrió, sacó el cepillo y con mucho cuidado buscó huellas dactilares en el mango del cuchillo que la mujer tenía clavado en el cuello. Estaba limpio. No había huellas.

En un extremo de la mesita junto a la cama había dos cosas interesantes. Una era un bote de pastillas abierto con dos píldoras en su interior. En la etiqueta se leía ALEPPO, y Stella sabía que era un medicamento genérico comparable a Sonata. Sheldon Hawkes le diría qué cantidad de droga había en la sangre de la víctima. Stella empolvó el bote en busca de huellas. Apareció una huella nítida. Cogió el bote metiendo dos dedos enguantados dentro del mismo, y después introdujo éste y la tapa que había al lado en una bolsa de plástico con cierre y la guardó en el maletín que había en el suelo.