Выбрать главу

De nuevo, Taxx no respondió. Además del dinero que había apartado y el que le había entregado Marco, tenía un seguro de vida por valor de un millón de dólares.

– Se lo contaré a Stella -dijo Danny Messer.

Aiden abrió el cajón superior del escritorio de Louisa Cormier.

– Aquí no está -dijo mirando a Mac.

– Alguien debe de haberlo robado -dijo Louisa.

– ¿Tiene caja fuerte? -preguntó Mac.

Louisa se volvió hacia Pease, quien suspiró.

– Puede abrirla su cliente o podemos abrirla nosotros -dijo Mac-. Yo creo que está en esta habitación, pero podemos…

– Ábrala, Louisa -dijo Pease-. Coopere.

Louisa Cormier se acercó a un cuadro de flores rojas de Georgia O’Keefe y lo levantó. Allí estaba la caja fuerte.

Louisa miró a Pease, quien asintió para que la abriese. Ella negó con la cabeza, pero él le urgió a que lo hiciese.

– Podremos lidiar con eso -dijo Pease amablemente-. Actuó usted en legítima defensa.

Louisa abrió la caja fuerte y con una mano enguantada Aiden sacó una Walther calibre 22. En esta ocasión supo que la bala coincidiría.

– Cometieron un error que mi Pat Fantome no habría cometido -dijo Louisa.

– Louisa -le advirtió Pease, pero su clienta no pudo resistirse.

– No comprobaron el número de serie de la pistola que guardaba en mi escritorio cuando vinieron por primera vez -dijo-. Habrían descubierto que no era mi pistola, sino la de Mathew Drietch, pero no encontraron razón para hacerlo. Estuve a punto de conseguirlo.

Louisa alzó la mano derecha y juntó el dedo índice y el pulgar hasta casi tocarse.

– El Pat Fantome de Charles Lutnikov seguramente habría comprobado el número de serie -admitió Mac-. Pero Pat Fantome no es real. Nosotros sí lo somos. Cometemos errores y después asumimos esos errores.

Mac le relató a Louisa Cormier sus derechos.

La puerta de metal se abrió y apareció Anthony Marco vestido con el mono color naranja de la prisión. Miró a Ward y a Mac.

– ¿La chica guapa no ha venido en esta ocasión? -preguntó Marco.

– Está enferma -dijo Mac.

– Le enviaré flores -dijo Marco con una sonrisa.

– ¿Qué sucede? -preguntó el abogado de Marco.

– Los juicios van rápido -dijo Marco-. Hemos conseguido un acuerdo.

– No, qué va -dijo Ward-. No necesitamos su cooperación.

Anthony marco miró a su abogado por encima del hombro y después volvió a centrarse en Mac y en Ward.

– ¿Qué? -preguntó Marco.

– ¿Conoce a Steven Guista?

– No -dijo Anthony sentándose derecho.

– Él sí le conoce -dijo Ward-. Sabe un montón de cosas sobre usted y sobre su hermano y ha sido incluido en el programa de protección de testigos.

– ¿Contra mí? -preguntó Anthony señalándose.

Mac asintió.

– Dicen que mató a un policía y le dio una paliza a otro -dijo Anthony.

– Creía que no le conocía -dijo Ward.

– Mentí.

– El testimonio de Guista es insostenible -dijo el abogado de Anthony-. ¿Qué le han ofrecido para que cometa perjurio?

– Nada -dijo Ward-. No pidió nada. No le ofrecimos nada.

– Yo no tengo nada que ver con el asesinato de Spanio -insistió Anthony-. Eso fue idea de Dario. Vaya a preguntarle si su testimonio es sostenible o no.

– Su hermano ha muerto -dijo Mac.

– No -protestó Anthony.

– Que su abogado haga una llamada -dijo Mac.

– ¿Dario ha muerto? El estúpido hijo de puta muere y me deja… ¿Pueden hacerme esto? ¿Pueden hacerme esto? -le preguntó Anthony a su abogado.

El abogado no respondió.

Epílogo

La tormenta de nieve había remitido, pero no así el cortante frío. Mac se puso en pie, con las manos en los bolsillos, con los pies separados para que el viento no le apartase de la lápida de Claire. La parte superior de la lápida de piedra sobresalía de la nieve y Mac recordó que algunas tumbas sólo tenían simples placas de metal, ahora enterradas bajo sesenta centímetros de nieve.

La máquina quitanieves se acercó cuidadosamente, y el señor Greenberg, que lo había preparado todo para que limpiasen el lugar, estaba allí supervisando, señalando hacia dónde tenía que dirigirse la máquina y cómo había que abrir un sendero a través de la nieve hasta el aparcamiento.

Mac tenía un ramo de flores en la mano, y sentía cómo el viento tiraba de las rosas de varios colores -rojas, rosas, blancas y amarillas- que tanto le había costado encontrar tras la tormenta.

El triste silbido del viento cortaba el pacífico silencio de la mañana. Greenberg, un hombre delgado y bajo que debía de tener unos sesenta años, con las mejillas rosadas y ataviado con un pesado abrigo, permanecía a una discreta distancia, con las manos cruzadas. Mac dio unos cuantos pasos hacia la tumba.

A su espalda oyó el sonido de un vehículo que acababa de atravesar las puertas del cementerio y llegaba hasta donde Mac había aparcado.

No se volvió. Ahora estaba junto a la lápida, leyendo las palabras grabadas en la piedra. Oyó pasos por el sendero y ahora sí se dio la vuelta. Eran Don Flack, Aiden, Stella y Danny. Stella iba ligeramente apoyada en el brazo de Danny.

– No deberías haber salido del hospital -dijo Mac cuando se aproximaron.

– Es tu aniversario -respondió Stella-. No quería perdérmelo.

Se reunieron alrededor de la tumba y Mac se agachó para dejar las flores apoyadas en la piedra y protegerlas así un poco del viento.

Greenberg se acercó con presteza y aseguró las flores con una piedra redonda. Entonces se puso en pie y le entregó a cada uno de los presentes una pequeña piedra.

– Si les parece bien -dijo Greenberg-. Es una tradición. Dejamos una piedra a modo de recuerdo cada año en las tumbas de los seres queridos.

Mac observó la pequeña piedra marrón que tenía en la mano y la dejó encima de la lápida de granito. Stella, Aiden, Danny y Flack hicieron lo mismo. Entonces todos, excepto Mac, dieron un paso atrás.

No había nada que decir. No era necesario decir nada. Permaneció allí durante lo que pareció un buen rato antes de darse la vuelta y reunirse con los otros para bajar el sendero.

Agradecimientos

Mi agradecimiento a Bruce Whitehead y a la unidad CSI de la oficina del sheriff del condado de Sarasota, Florida; a Lee Lofland, Denene Lofland y al doctor Lyle por sus conocimientos forenses y la buena disposición que demostraron conmigo; y a Hugo Parrilla, detective jubilado del Departamento de Policía de Nueva York, brigada 24, por transmitirme sus conocimientos sobre la ciudad de Nueva York.

Stuart M Kaminsky

***