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– ¿A cuánto asciende el alquiler?

– Tres mil al mes -dijo Gremold-. Éste es uno de los pocos apartamentos económicos que tenemos.

– ¿Cómo pagaba?

– Con un cheque. A primero de mes. Nunca se retrasaba.

– ¿Sabe cómo se ganaba la vida?

– Comprobé su solicitud original cuando la policía llamó a nuestra oficina -dijo Gremold-. Si quiere una copia…

– La querremos.

– En la solicitud, el señor Lutnikov dijo que era escritor, redactaba catálogos, principalmente para ropa de moda y mueblerías.

– ¿Ingresos?

– Por lo que yo recuerdo, dijo que cobraba unos ciento treinta mil dólares al año.

– ¿Aportó referencias?

– Seguro que sí -dijo Gremold-, pero no conocidas…

– Gracias -dijo Mac. Sacó una tarjeta y se la entregó a Gremold-. Por favor, envíe por fax una copia de la solicitud a mi oficina.

– Cómo no -respondió Gremold. Sacó una libreta del bolsillo de su chaqueta y guardó en ella la tarjeta.

Cuando se marchó, Mac volvió a centrar su atención en el apartamento.

– La mayoría de estas cosas -dijo Aiden mirando hacia la pila de papeles sobre el escritorio- parecen notas, algunas mecanografiadas.

– ¿Qué clase de notas? -preguntó Mac desplazándose hacia la estantería de la pared a su izquierda.

– Como esto -dijo ella sosteniendo una hoja de papel.

La nota garabateada sobre un papel autoadhesivo decía: «Comprobar venenos. ¿Alguno que no pueda detectarse?».

– Tendría que haber venido a consultarnos -dijo Mac echándole un vistazo a los estantes.

– Extrañas notas para un tipo que redacta catálogos de marcas exclusivas -dijo lentamente Aiden escudriñando una de las pilas.

– Extraño tipo -replicó Mac-. Se hacía la cama como un sargento de marines, mantenía la cocina limpia como una patena y trabajaba rodeado por el caos.

– Es un caos -dijo ella revisando una pila de revistas-, pero está limpio. Uno esperaría que tuviese ordenador.

– Vieja escuela -respondió Mac sin alzar la vista.

Dio un paso atrás y miró a su alrededor como si buscase algo. No había ficheros y no vio por allí lo que andaba buscando, así que recorrió despacio el apartamento. Más o menos la mitad de los estantes estaban repletos de novelas de misterio. El resto era una ecléctica amalgama de libros de historia, ciencia, geografía y arte.

Cuando regresó al salón desde el dormitorio, Aiden se estaba ocupando de los cajones del escritorio.

– ¿Has encontrado algo que no tuviera que estar aquí? -preguntó él.

Ella se detuvo, miró a su alrededor, negó con la cabeza y se volvió hacia él.

– ¿Y qué tal algo que debería estar aquí pero no está? -inquirió Mac.

Ella volvió a mirar y entonces entendió a qué se refería.

– Le dijo a Gremold que se ganaba la vida escribiendo catálogos exclusivos -dijo ella.

– ¿Ves algún catálogo por alguna parte?

Ella negó con la cabeza.

– A este hombre no le enorgullecía su trabajo -dijo Aiden.

– O bien no se ganaba la vida escribiendo catálogos.

Usando la lista que el portero, Aaron McGee, le había entregado, Mac empezó a realizar su trabajo en la planta quince. Con ayuda de un ALS portátil instalado en una linterna y unas gafas con cristales de color ámbar, inspeccionó con detalle el pequeño pasillo frente al ascensor en busca de restos de sangre, saliva, droga o cualquier otra cosa que pudiese resultar útil. También buscaba, aunque no esperaba encontrarlas, el arma del asesinato o la bala. El asesino probablemente había hecho desaparecer ambas cosas, pero a veces ocurrían coincidencias extrañas, muy extrañas. Repetiría el procedimiento en cada planta.

Los residentes de las siete plantas superiores del edificio, en caso de haber estado en su apartamento, podían haber escuchado los disparos sólo si se habían producido en su planta. Era una probabilidad. Los apartamentos eran antiguos y las paredes gruesas. Mac se preguntó si los inquilinos habrían oído un disparo estando incluso frente al ascensor. Dependía de a cuántas plantas de distancia se hubiese producido el disparo, concluyó.

Seis de los residentes, según el portero, estaban pasando el invierno en Florida, incluidos los Gallegher de la planta dieciséis y los Gallegher de la diecisiete. Los Gallegher de la diecisiete eran el hijo, la nuera y el nieto de los Gallegher de la dieciséis.

Mason y Tess Cooper, de la planta diecinueve, estaban en California, concretamente en Palm Springs. Cooper le había dicho a McGee en más de una ocasión que su casa de Palm Springs daba puerta con puerta con una que había pertenecido en su momento a Danny Thomas.

Así pues, quedaban la planta quince, la dieciocho, la veinte y la veintiuna.

Evan y Faith Taft, de la quince, todavía estaban dormidos cuando Mac usó el llamador metálico que pendía de su puerta. Evan, de unos cincuenta años, abrió envuelto en una bata de color azul que no le disimulaba la prominente barriga, tenía el cabello castaño muy despeinado y parpadeó un par de veces cuando Mac le enseñó su placa.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Taft.

– Han matado a alguien en su ascensor, señor Taft.

– ¿En nuestro ascensor?

– ¿Ha escuchado ruido de disparos o algo inusual esta mañana?

– ¿Han disparado a alguien en el edificio? ¿En nuestro ascensor?

– Sí -respondió Mac-. ¿Oyó algo extraño?

– No -dijo Taft-. Voy a tener que decírselo a mi esposa. Oh, mierda, tiene problemas de corazón. Probablemente tengamos que vender el apartamento y mudarnos. No querrá volver a montar en el ascensor. ¿Sabe cómo está el mercado inmobiliario en esta ciudad?

Mac esperó hasta que Evan Taft soltó un suspiro y prosiguió:

– Tal vez podamos alojarnos en nuestra casa de Island. Si podemos llegar con toda esta nieve.

– ¿Conocía a Charles Lutnikov? Vivía en este edificio.

– El nombre no me resulta… ¿Ha matado a alguien?

– No, él es la víctima.

– ¿En qué planta vivía?

– En la tres. Era corpulento, ligeramente calvo, tal vez un poco descuidado.

– No sé decirle, a lo mejor -respondió Taft-. Me suena, pero…

– Le enviaré a alguien con su fotografía más tarde. ¿Conoce al resto de sus vecinos, los que utilizan su ascensor?

– No muy bien. Los Wainwright, de la planta dieciocho. Él es el Wainwright de Rogers y Wainwright, los brokers. Maneja una parte de nuestras inversiones. Los otros no los conozco muy bien, sólo lo bastante para saludarles si me los encuentro en el ascensor o en el vestíbulo. Los Barth, de la veinte, están jubilados, son los propietarios de la fábrica Redwear de cartones y cartulinas en Carolina del Norte. Los Cooper, de la diecinueve, ¿conoce la cadena Helados Daisy en el sur?

– No.

– Bueno, pues los Cooper son los dueños -dijo Evan echándose el pelo hacia atrás con la mano y mirando por encima del hombro para ver si se acercaba su esposa-. Una gran familia.

– ¿Y el último piso, el ático? ¿Louisa Cormier? -preguntó Mac.

– Es nuestra famosa. Vuelve a estar en la lista de best sellers del Times. Una mujer bastante agradable. Ya sabe lo que se dice en los ascensores: «¿Qué tal?», esa clase de cosas. Un poco reservada.

– Sí -dijo Mac-. ¿Oyó algún ruido esta mañana, seguramente antes de las ocho?

– ¿Ruido?

– Como un disparo -aclaró Mac.

– No, nuestro dormitorio está en la parte de atrás del apartamento. ¿Algo más?

– No.

– Entonces será mejor que empiece a pensar cómo se lo cuento a mi mujer.

Mac asintió. Taft cerró la puerta.

Mac no tuvo mejor suerte en el resto de las plantas. Aiden subió con él a la veintiuno, y después bajarían juntos al vestíbulo. Cuando acabaran, Aiden aspiraría el suelo, como había hecho en las demás plantas, y metería el contenido en una bolsa transparente de plástico.