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La mujer, Estrella Gómez, era regordeta, de piel clara y debía de rondar la treintena. Apenas tenía acento al hablar cuando dijo:

– Habitación 704. Nada en la papelera. Ni periódicos, nada en la habitación. No usaron las toallas. Ni siquiera durmieron en la cama. Pasé la aspiradora. Eso es todo.

Flack le pidió a la mujer que fuese a recepción y que dijera que no permitiesen a nadie entrar en la habitación, que se trataba de un potencial escenario de crimen. Entró de nuevo en la habitación que había ocupado Wendell Lang, se acercó a la ventana, la abrió y sacó la cabeza. Caída en vertical y dos problemas. La ventana quedaba totalmente a la vista de cualquiera que alzase la vista desde la Calle 510 mirase desde el alto edificio de oficinas que había justo enfrente. Las posibilidades de que alguien descendiese desde la ventana sin que nadie le viese eran escasas incluso de noche, aunque Don Flack había visto cosas más raras.

Flack quería conocer el informe de Hawkes para saber a qué hora había sido asesinada Alberta Spanio. Si ya había salido el sol, aumentarían las posibilidades de que hubiesen visto a alguien colgando del sexto piso del hotel.

Al volver a meter la cabeza dentro, Flack vio una marca en el centro del alféizar, una pequeña hendidura, un estrecho corte en el centro del marco de madera blanco. La hendidura parecía reciente, pues podía verse la madera. Lo tocó y confirmó que era reciente. Sacó su teléfono móvil y llamó a Stella.

Justo cuando estaba a punto de llamar a la puerta de Louisa Cormier, el teléfono de Mac empezó a sonar. No reconoció el número que vio en la pantallita.

– Sí -dijo mientras observaba la puerta de madera oscura y pulida tallada formando cenefas y hojas de parra.

– ¿Señor Taylor? -dijo una suave voz de mujer.

Aiden se puso de pie al lado de Mac, con una caja de aluminio en la mano, esperando.

– Sí -repitió Mac.

– Soy Wanda Frederichson. Nos gustaría posponer la finalización del trabajo hasta que aclare y podamos sacar la nieve suficiente.

Mac no dijo nada.

– Por supuesto, si quiere podemos seguir el lunes igualmente, haremos todo lo que esté en nuestras manos, pero le recomendamos…

– El lunes -dijo Mac-. Tiene que ser el lunes. Hagan todo lo posible.

– Y sigue queriendo todo aquello de lo que hablamos.

– Sí -dijo Mac-. Los informes meteorológicos dicen que a partir de pasado mañana dejará de nevar al menos durante una semana.

– Pero está previsto -inquirió Wanda Frederichson- que la temperatura siga por debajo de 15 ºC bajo cero al menos durante siete días más.

Mac estaba convencido de que la mujer quería decir algo más, quería convencerle de que esperase, pero no tenía ninguna posibilidad. Tenía que ser el lunes.

– ¿Y dijo que no habría invitados? -preguntó Wanda Frederichson para asegurarse.

– Ni uno -dijo Mac-. Sólo yo.

– Entonces, el lunes, a las diez de la mañana -dijo Wanda Frederichson resignada.

Mac colgó. Miró a Aiden a los ojos. Si alguna pregunta se ocultaba tras aquellos ojos marrones, realmente estaba bien oculta. Ella sabía de sobra que en tales circunstancias era mejor no preguntar.

Mac utilizó el brillante llamador. En el interior del apartamento sonó el repiqueteo de cinco notas.

– El fantasma de la ópera -dijo Mac.

– No la he visto -dijo Aiden.

La puerta se abrió. Una mujer bajita, de unos cincuenta años, con una blusa blanca y una falda azul apareció ante ellos. Tenía el pelo corto, rizado, de un rubio color de miel, y ojos azules. Tanto el color del pelo como el de los ojos era artificial, pero casi perfecto. No era guapa, pero hacía gala de una estudiada y delicada elegancia y de una sonrisa más bien triste que dejaba a la vista su perfecta dentadura blanca.

– ¿Louisa Cormier? -preguntó Mac.

La mujer miró a Mac y a Aiden y dijo:

– La policía, sí. Les estaba esperando. El señor McGee me avisó. Pasen, por favor.

– Soy el detective Taylor -dijo Mac-. Ella es la detective Burn. Esperará fuera.

Louisa Cormier miró a Aiden.

– Sería más que bienvenida… -empezó a decir Louisa y después miró la chaqueta de Aiden y dijo-: CSI. La joven está repasando mi rellano.

Mac asintió.

– Me parece bien -dijo Louisa con una sonrisa-. Aunque quisiera, no podría hacer nada al respecto. Ha habido un asesinato, y dado que soy la vecina más aislada del edificio, me gustaría que encontrasen quien lo ha hecho lo antes posible. Entre, por favor.

Se hizo a un lado para que Mac entrara. Después, ella cerró la puerta.

El recibidor era algo más que un recibidor. El suelo era oscuro, de mármol, y daba a un comedor más grande que todo el apartamento de Mac, presidido por una gigantesca mesa de madera y dieciséis sillas alrededor, además de un salón que parecía lo bastante grande para albergar una pista de tenis, decorado con muebles antiguos muy bien tapizados. Unas puertas correderas de cristal daban acceso a la terraza, que ofrecía una vista panorámica del norte de la ciudad.

– Es grande, ¿verdad? -dijo Louisa siguiendo la mirada de Mac-. Ésta es la parte que les dejé ver a los de Architectural Digest, esto y la cocina, y mi despacho/biblioteca. Mi dormitorio, sin embargo… -dijo señalando hacia una puerta en la zona del salón- quedaba fuera de sus límites, pero no de los de usted.

– Me encantaría poder ver todas las habitaciones -dijo Mac.

– Lo entiendo -dijo la mujer con una sonrisa-. Haga su trabajo. ¿Una taza de café?

– No, gracias. Me gustaría hacerle unas preguntas.

– Acerca de Charles Lutnikov -respondió llevándole hacia la zona del salón e invitándole, con un delicado movimiento de la mano derecha, a que se sentase si lo deseaba.

Mac se sentó en una silla de respaldo alto. Louisa Cormier se sentó frente a él en un sofá con las patas en forma de garra.

– ¿Conocía al señor Lutnikov?

– Un poco. Pobre hombre. Le conocí cuando se estaba instalando aquí. Llevaba uno de mis libros, pero no tenía ni idea de que yo vivía aquí. Todo el mundo sabe que no me gusta hablar de mi trabajo, pero cuando vi a Charles en el vestíbulo varias semanas después, vi que llevaba otro de mis libros. Vanidad.

– ¿Era una persona vanidosa? -preguntó Mac.

– No -respondió ella con un suspiro-. Es el título del libro, y el nombre de la protagonista. Yo sí sucumbí, sin embargo, a la vanidad cuando vi a Charles con uno de mis libros. Le pregunté si le gustaba y dijo que era un gran admirador de la autora. Entonces le dije quién era yo. Durante un momento, no me creyó, pero entonces abrió el libro y observó la fotografía de la solapa. Sé lo que está pensando, que él sabía quién era yo desde el principio, pero no es cierto. Se lo aseguro. Lo único que me preocupaba es que se convirtiese en uno de esos admiradores demasiado efusivos. No podría vivir con uno de ellos en el mismo edificio. Ya sabe, temía tener que charlar con él cuando nos cruzásemos. La gente de este edificio ha respetado mi privacidad tanto como yo he respetado la suya.

– ¿Y cómo fue?

– Senté las bases -dijo-. Le firmaría los libros. Él no me haría preguntas ni comentarios si nos encontrábamos. Nos sonreiríamos y nos saludaríamos escuetamente.

– ¿Y funcionó?

– A la perfección.

– ¿Alguna vez subió aquí? -preguntó Mac.

– ¿Aquí arriba? No. ¿Ha leído usted alguno de mis libros?

– No. Lo siento.

– No tiene por qué lamentarlo. Ya tengo millones de lectores.

Sonrió ampliamente.

– Uno de mis compañeros de la unidad la admira. Le he visto con sus libros. ¿Oyó usted un disparo esta mañana?