– Nunca es demasiado tarde para encontrar a alguien a quien amar -dijo su madre-. Eres una mujer atractiva, Rhoda, deberías hacer algo con esta cicatriz.
Palabras que contaba con no oír jamás. Palabras que desde la señorita Farrell nadie se había atrevido a pronunciar. Recordaba poco de lo que pasó después, sólo su respuesta dicha en voz baja y sin énfasis.
– Me desharé de ella.
Seguramente dormitó a ratos. Despertó a la conciencia plena con un sobresalto y descubrió que ya no llovía. Había oscurecido. Miró el salpicadero y vio que eran las cinco menos cinco.
Había estado en la carretera casi tres horas. En la quietud inesperada, el ruido del motor sacudió el aire silencioso mientras el vehículo salía del arcén contoneándose cautamente. El resto del viaje transcurrió sin novedad. Las curvas de la carretera aparecían cuando se las esperaba y los faros iluminaban nombres tranquilizadores en los letreros. Antes de lo previsto vio el nombre Stoke Cheverell, y para recorrer el último kilómetro giró a la derecha. La calle del pueblo estaba desierta, brillaban luces tras las cortinas corridas y sólo mostraba señales de vida la tienda de la esquina con su abarrotado escaparate a través del cual se podían entrever dos o tres clientes de última hora. Y luego la señal que estaba buscando, Mansión Cheverell. Las grandes puertas de hierro estaban abiertas. La esperaban. Condujo por el corto camino que al final se ensanchaba formando un semicírculo; y ya tenía la casa delante.
En el folleto que le habían dado tras la primera consulta había una imagen de la Mansión Cheverell, pero sólo guardaba un burdo parecido con la realidad. La luz de los faros le permitía ver el contorno de la casa, que parecía más grande de lo que había imaginado, una masa oscura recortada en un cielo más oscuro. Se extendía a cada lado de un gran tejado central a dos aguas con dos ventanas encima. Estas revelaban una luz tenue, pero la mayoría estaba a oscuras salvo otras cuatro divididas con parteluces, a la izquierda de la puerta, muy iluminadas. Condujo con cuidado y aparcó bajo los árboles; entonces se abrió la puerta, de la que brotó una intensa luz que inundó la grava.
Rhoda apagó el motor, se apeó y abrió la portezuela trasera para coger el neceser, el aire frío resultó un alivio agradable al final del viaje. Apareció en el umbral una figura masculina que se le acercó. Aunque la lluvia había cesado, el hombre llevaba un impermeable de plástico con una capucha que le cubría la cabeza como el gorrito de un bebé, lo que le daba el aspecto de un niño malvado. Caminaba con firmeza y tenía la voz fuerte, pero Rhoda vio que ya no era joven. El hombre cogió con decisión el neceser de manos de ella y dijo:
– Señora, si me da la llave, yo le aparcaré el coche. A la señorita Cressett no le gustan los coches aparcados fuera. La están esperando.
Ella le dio la llave y lo siguió al interior de la casa. La inquietud, la ligera desorientación que había sentido mientras estaba sola en la tormenta, aún no la habían abandonado. Vacía de emociones, sólo notaba un leve alivio por haber llegado y, al entrar en el amplio vestíbulo con su escalera en el centro, fue consciente de la necesidad de volver a estar sola, eximida del requisito de estrechar manos, de una bienvenida ceremoniosa, cuando todo lo que quería era el silencio de su casa y, más tarde, la familiar comodidad de su cama.
El vestíbulo era imponente -como ella imaginaba-, pero no acogedor. Su bolsa estaba al pie de las escaleras. De pronto, se abrió una puerta a la izquierda y el hombre anunció en voz alta «señorita Gradwyn, señorita Cressett», cogió la bolsa y empezó a subir las escaleras.
Al entrar en la habitación Rhoda se encontró en un gran salón que le hizo recordar imágenes vistas quizás en la infancia o en visitas a otras casas solariegas. En contraste con la oscuridad de fuera, estaba llena de luz y color. En lo alto, las arqueadas vigas se veían ennegrecidas por el paso del tiempo. Paneles esculpidos en relieve cubrían la parte baja de las paredes, en cuya parte superior había una hilera de retratos de estilo Tudor, regencia, Victoriano, caras que reflejaban talentos variados, algunas de las cuales, sospechaba ella, debían su presencia allí más a la devoción familiar que al mérito artístico. Enfrente había una chimenea de piedra rematada por un escudo de armas, también de piedra. Crepitaba un fuego de leña, cuyas danzantes llamas lanzaban destellos rojos sobre las tres figuras que se levantaron para recibirla.
Evidentemente habían estado sentados tomando té, en los dos sofás con fundas de hilo colocados formando ángulo recto con el fuego, los únicos muebles modernos de la estancia. Entre ellos, en una mesa baja se apreciaba una bandeja con los restos de la comida. El grupo de bienvenida constaba de un hombre y dos mujeres, aunque la palabra «bienvenida» no era del todo adecuada, pues Rhoda se sentía como una intrusa que llegaba inoportunamente tarde al té y era esperada sin entusiasmo.
Hizo las presentaciones la más alta de las mujeres.
– Soy Helena Cressett. Ya hemos hablado. Me alegro de que haya llegado sin novedad. Hemos tenido una fuerte tormenta, pero a veces son muy locales, de modo que quizá se habrá librado de ella. Le presento a Flavia Holland, la enfermera del quirófano, y Marcus Westhall, que ayudará al señor Chandler-Powell en la operación.
Se estrecharon las manos, los rostros fruncidos en sonrisas. Con los desconocidos, la impresión de Rhoda era siempre fuerte e inmediata, una imagen visual implantada en su mente, que nunca se borraría del todo, llevando consigo una percepción de la personalidad básica que el tiempo y el trato más íntimo podían, como bien sabía, demostrar que era perversa y a veces peligrosamente engañosa, aunque casi nunca lo era. Ahora, cansada, su percepción algo embotada, veía a los otros casi como estereotipos. Helena Cressett llevaba un entallado traje de chaqueta y pantalón y un jersey de cuello alto que conseguía no parecer demasiado elegante para lucirlo en el campo mientras proclamaba que no era de confección. Nada de maquillaje excepto un poco de lápiz de labios; lino cabello pálido con un toque de castaño rojizo que enmarcaba unos pómulos altos y prominentes; una nariz demasiado larga; una cara que cabría describir como atractiva aunque desde luego bonita no. Unos ojos singularmente grises la contemplaban con más curiosidad que amabilidad formal. Ex delegada de clase, pensó Rhoda, ahora directora de colegio, o más probablemente directora de un college de Oxbridge. Su apretón de manos era firme, la chica nueva siendo recibida con cautela, aplazada toda evaluación.
La enfermera Holland vestía de modo más informal, téjanos, un jersey negro y una chaqueta de ante sin mangas, ropa cómoda reveladora de que se había liberado del uniforme impersonal de su trabajo y ahora no estaba de servicio. Tenía el cabello oscuro y una cara con rasgos marcados que expresaba una sexualidad segura de sí misma. Su mirada, desde unos ojos brillantes y de pupilas grandes tan oscuros que parecían negros, captó la cicatriz como si estuviera calibrando mentalmente cuántos problemas cabía esperar de esa nueva paciente.
El señor Westhall era sorprendente: delgado, con una frente alta y un rostro delicado, el rostro de un poeta o un profesor más que de un cirujano. Rhoda no sintió nada del poder o la confianza que tan intensamente emanaban del señor Chandler-Powell. La sonrisa de Westhall era más afectuosa que las de las mujeres, pero su mano, pese al calor del fuego, estaba fría.
– Seguramente querrá un té -dijo Helena Cressett-, o tal vez algo más fuerte. ¿Lo quiere tomar aquí o en su propia sala de estar? En todo caso ahora la acompañaré allí para que pueda instalarse.