Y ahora sólo quedaban unos cuantos invitados escuchando a Bach.
– Como boda creo que hay que considerarla un éxito -dijo Clara en voz baja-. Una tiende a imaginar a nuestra inteligente Emma elevándose por encima de las convenciones femeninas habituales. Es tranquilizador ver que comparte la evidente ambición de todas las novias en el día de su boda: hacer que la congregación se quede sin habla.
– No creo que estuviera preocupada por la congregación.
– Jane Austen parece apropiada -dijo Clara-. ¿Recuerdas los comentarios de la señora Elton en el último capítulo de Emma? «¡Muy poco satén, muy pocos velos de encaje, algo lamentable!»
– No obstante, recuerda cómo termina la novela. «Pero a despecho de estas deficiencias, los deseos, las esperanzas, la confianza y los presagios de aquel pequeño grupo de parientes y amigos fieles que presenciaron la ceremonia hallaron plena respuesta en la perfecta felicidad de Knightley y Emma.»
– Felicidad perfecta es pedir mucho -dijo Clara-. Pero serán felices. Y al menos, a diferencia del pobre señor Knightley, Adam no tendrá que vivir con su suegro. Tienes las manos frías, cariño. Vamos con los otros al sol. Necesito comer y beber algo. ¿Por qué será que la emoción despierta el hambre? Conociendo a los novios y la calidad de la comida de la cocina del college, no saldremos decepcionadas. Nada de canapés mustios y vino blanco tibio.
Pero Annie aún no estaba preparada para afrontar presentaciones nuevas, conocer a gente, para la cháchara de felicitaciones y las risas de una congregación liberada de la solemnidad de una boda por la iglesia.
– Quedémonos hasta que acabe la música -susurró.
Había imágenes y pensamientos espontáneos que debía afrontar aquí, en ese lugar tranquilo y austero. Estaba otra vez con Clara en el tribunal, el Oíd Bailey. Pensaba en el joven que la había agredido y en ese momento en que volvió los ojos hacia el banquillo de los acusados y lo miró. No recordaba lo que había esperado, pero desde luego no ese chico de aspecto corriente, obviamente incómodo en el traje con el que pretendía causar buena impresión al tribunal, ahí de pie sin emoción aparente. Se declaró culpable con un tono resentido y sin énfasis y no manifestó arrepentimiento. No la miró. Eran dos desconocidos unidos para siempre por un instante, un acto. Ella no sentía nada, ni compasión ni perdón, nada. Era imposible comprenderle o perdonarle, y ella no pensaba en estos términos. Sin embargo, se dijo a sí misma que era posible no alimentar la falta de perdón, no encontrar consuelo vengativo en la contemplación de su encarcelamiento. Le correspondía a ella, no a él, decidir cuánto era el daño hecho. Él no podía tener poder duradero sobre ella sin su connivencia. Un verso de las Escrituras que recordaba de la infancia le habló con un inequívoco tono de verdad: «Cualquier cosa que entre en el hombre desde fuera no puede deshonrarlo, porque no ha entrado en su corazón.»
Y tenía a Clara. Deslizó su mano en la de Clara y sintió el consuelo y el apretón receptivo. Pensó: El mundo es un lugar hermoso y terrible. Cada día se cometen actos horrendos, y al final mueren aquellos a quienes amamos. Si los gritos de todos los seres vivos de la Tierra fueran un solo grito de dolor, seguramente haría temblarías estrellas. Pero tenemos el amor. Acaso parezca una defensa débil contra los horrores del mundo, pero hemos de agarrarlo fuerte y creer en él, pues es lo único que tenemos.
P. D. James