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Rhoda dijo que prefería tomar el té en su habitación. Subieron juntas las anchas y enmoquetadas escaleras y recorrieron un pasillo con las paredes cubiertas de mapas y lo que parecían imágenes antiguas de la casa. La bolsa de Rhoda estaba frente a una puerta a mitad de camino del pasillo de los pacientes. La señorita Cressett la cogió, abrió la puerta y se hizo a un lado mientras entraba Rhoda. La señorita Cressett le mostró las dos habitaciones asignadas con la actitud de un hotelero que mostrara al cliente las comodidades de una suite de hotel, una rutina realizada tan a menudo que no pasaba de ser una simple obligación.

Rhoda advirtió que la sala de estar tenía unas dimensiones agradables y estaba muy bien amueblada, obviamente con muebles de época. La mayoría parecía de estilo georgiano. Había un buró de caoba con un escritorio lo bastante grande para escribir con comodidad. El único mobiliario moderno eran los dos sillones colocados delante de la chimenea y una lámpara de lectura, alta y angulada, junto a uno de ellos. A la izquierda del fuego había un televisor moderno en una mesita con un reproductor de DVD en un estante de la misma, un añadido incongruente pero probablemente necesario en una habitación que era elegante a la par de acogedora.

Pasaron a la puerta siguiente. Aquí había la misma elegancia, sin que nada diera a entender que era una habitación de enfermo rigurosamente excluida. La señorita Cressett dejó la bolsa de Rhoda en una banqueta plegable, y luego se acercó a la ventana y corrió las cortinas.

– Ahora está demasiado oscuro para ver nada, mañana podrá hacerlo. Entonces volveremos a vernos. Bien, si no hay nada más, mandaré que le suban el té y el menú del desayuno de mañana. Si prefiere bajar, la cena se sirve en el comedor a las ocho, pero nos encontramos en la biblioteca a las siete y media para tomar antes un aperitivo. Si quiere acompañarnos, marque mi número (las extensiones están anotadas junto al teléfono) y alguien subirá para mostrarle el camino. -Y luego se fue.

De momento Rhoda ya había visto bastante de la Mansión Cheverell y no tenía ganas de participar en una conversación múltiple. Pediría que le subieran la cena y se acostaría temprano. Poco a poco fue tomando posesión de una habitación a la que, lo sabía ya, regresaría en apenas dos semanas sin temores ni malos presentimientos.

6

Eran las siete menos veinte del mismo martes cuando George Chandler-Powell terminaba de visitar a sus pacientes privados en el Hospital Saint Ángela. Tras quitarse la bata, se sentía paradójicamente tanto exhausto como inquieto. Había comenzado temprano y trabajado sin descanso, lo que era habitual pero necesario si quería concluir su lista de pacientes privados de Londres antes de partir para sus acostumbradas vacaciones invernales en Nueva York. Desde los desgraciados primeros años de su infancia, la Navidad se había convertido para él en un horror y nunca la pasaba en Inglaterra. Su ex esposa, casada ahora con un financiero americano claramente capaz de mantenerla en las condiciones que tanto él como ella consideraban razonables para una mujer muy hermosa, defendía contundentes opiniones sobre la necesidad de que todos los divorcios fueran lo que ella calificaba como «civilizados». Chandler-Powell sospechaba que la palabra se aplicaba sólo a la generosidad del acuerdo económico, aunque con la fortuna americana obtenida ella había sido capaz de sustituir la apariencia pública de generosidad por la más prosaica satisfacción del beneficio monetario. Les gustaba verse una vez al año, y él disfrutaba de Nueva York y del programa de entretenimiento refinado que Selina y su esposo le organizaban. Nunca se quedaba más de una semana, tras la cual volaba a Roma, donde se alojaba en la misma pensione de las afueras que había ocupado en su primera visita -cuando estaba en Oxford-, era recibido con discreción y no veía a nadie. Pero el viaje anual a Nueva York se había convertido en una costumbre que por el momento no tenía motivos para incumplir.

En la Mansión no le esperaban hasta la noche del miércoles, para la primera operación del jueves por la mañana, pero dos salas del Servicio Nacional de Salud habían sido cerradas por una infección, y la lista del día siguiente había tenido que ser aplazada. Ahora, ya en su piso de Barbican y mirando las luces de la City, la espera le parecía eterna. Necesitaba salir de Londres, sentarse en el gran salón de la Mansión ante un fuego de leña, caminar por la senda de los limeros, respirar un aire menos cargado, con el sabor a humo de madera, tierra y hojas del mantillo en la brisa sin trabas. Metió en una bolsa de viaje lo que necesitaba para los próximos días con la descuidada euforia de un colegial que inicia sus vacaciones y, demasiado impaciente para esperar el ascensor, bajó corriendo las escaleras hasta el garaje y el Mercedes que le aguardaba. Tuvo las dificultades habituales para salir de la City, pero una vez en la autopista le embargaron el placer y el alivio del movimiento, como sucedía invariablemente cuando conducía solo de noche y le venían a la mente recuerdos inconexos, como una serie de fotos oscuras y descoloridas, que no lo perturbaban. Puso un CD del Concierto para violín de Bach, y con las manos agarrando el volante con suavidad, dejó que la música y los recuerdos se fundieran en una calma contemplativa.

El día que cumplió quince años había llegado a ciertas conclusiones sobre tres cuestiones que desde la infancia habían ocupado cada vez más sus pensamientos. Decidió que Dios no existía, que no quería a sus padres y que sería cirujano. La primera no requería ninguna acción por su parte, tan sólo la aceptación de que como no cabía esperar ayuda ni consuelo de un ser sobrenatural, su vida estaba sometida, como cualquier otra, al tiempo y al azar y que era cosa suya asumir tanto control como pudiera. La segunda exigía de él algo más. Y cuando, con cierto embarazo -y, en el caso de su madre, algo de vergüenza-, le dieron la noticia de que pensaban divorciarse, mostró su pesar -parecía lo más adecuado- mientras sutilmente los animaba a poner fin a un matrimonio que a todas luces estaba haciéndoles desdichados a los tres. Las vacaciones de verano habrían sido mucho más agradables si no hubieran sido interrumpidas por silencios sombríos o explosiones de rencor. Cuando murieron en un accidente de carretera mientras estaban disfrutando de unas vacaciones planeadas con la esperanza de una nueva reconciliación -había habido varias-, sintió por un instante miedo al pensar que podía existir un poder tan fuerte como el que había rechazado, aunque más implacable y poseído de cierto humor irónico, antes de decirse a sí mismo que era un desatino abandonar una superstición benigna en favor de otra menos complaciente, quizás incluso maligna. Su tercera conclusión se resumía en una ambición: confiaría en los hechos verificables de la ciencia y se concentraría en su proyecto de ser cirujano.

Sus padres le habían dejado poco más que deudas, lo que apenas tuvo importancia. Siempre había pasado la mayor parte de sus vacaciones de verano con su abuelo viudo en Bournemouth, y ahora aquí estaba su casa. Si era capaz de sentir un afecto humano intenso, a quien quería era a Herbert Chandler-Powell. Le habría querido aunque el viejo hubiera sido pobre, pero por suerte era rico. Había ganado una fortuna gracias a su talento para diseñar cajas de cartón, elegantes y originales. Para muchas empresas acabó siendo un prestigio el hecho de repartir sus mercancías en un recipiente Chandler-Powell, pues los regalos iban en una caja con el logotipo característico C-P. Herbert descubrió y promocionó a nuevos diseñadores jóvenes, y algunas de las cajas, fabricadas en un número limitado, llegaron a ser artículos de coleccionista. Su empresa no necesitaba publicidad más allá de los objetos que producía. Cuando tenía sesenta y cinco años y George diez, vendió el negocio a su principal competidor y se retiró con sus millones. Fue él quien pagó la cara formación de George, hizo que fuera a Oxford, y no exigió de él nada a cambio excepto su compañía durante las vacaciones de la escuela y la universidad y, más adelante, durante sus tres o cuatro visitas al año. Para George, estos requisitos nunca fueron una imposición. Mientras caminaban o iban juntos en coche, escuchaba la voz de su abuelo contando historias de su triste infancia, sus éxitos comerciales, los años en Oxford. Antes de que el propio George fuera a Oxford, su abuelo había sido más explícito. Ahora esa voz recordada, fuerte y dominante, atravesaba la temblorosa belleza de los violines.