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– Yo era un chico de instituto, ya sabes, con una beca del condado. Es difícil que lo entiendas. Quizá las cosas ahora sean distintas, pero lo dudo. No lo son tanto. No se burlaban de mí, ni me despreciaban ni me hacían sentir diferente, era diferente. Nunca me sentí aceptado, y desde luego no lo fui. Desde el primer momento supe que no tenía derecho a estar allí, que algo en el ambiente de esos patios interiores me rechazaba. No era el único en sentir esto, como es lógico. Había chicos que no venían de institutos sino de los menos prestigiosos colegios privados, lugares que procuraban no mencionar. Me daba cuenta. Esos estaban ansiosos por ser admitidos en ese grupo exclusivo de la clase alta privilegiada. Solía imaginármelos, abriéndose paso con inteligencia y talento en las cenas académicas de Boars Hill, actuando como bufones de la corte en las fiestas de fin de semana en el campo, ofreciendo sus patéticas poesías, su ingenio y su gracia para entrar en el círculo de los elegidos. Yo no tenía ningún don salvo la inteligencia. Los despreciaba, pero sabía lo que respetaban todos. El dinero, chico, esto es lo que importaba. La buena cuna era importante, pero la buena cuna con dinero era mejor. Y gané dinero. A su debido tiempo será para ti, lo que quede después de que el voraz gobierno haya extraído su botín. Haz buen uso de él.

Herbert era aficionado a visitar casas solariegas abiertas al público, a las que iba en coche por rutas cuidadosamente ideadas con ayuda de mapas poco fiables, conduciendo su inmaculado Rolls-Royce, erguido como el general Victoriano que parecía. Se desplazaba magistralmente por carreteras comarcales y caminos poco transitados, George se encontraba a su lado leyendo la guía en voz alta. Le parecía extraño que un hombre tan sensible a la elegancia georgiana y a la solidez Tudor viviera en un ático de Bournemouth por muy espectacular que fuera la vista del mar. Con el tiempo acabó entendiéndolo. Al acercarse a la vejez, su abuelo había simplificado su vida. Era atendido por un bien pagada cocinera, una ama de llaves y una encargada de la limpieza que iban de día, hacían su trabajo eficiente y discretamente y se marchaban. Los muebles eran caros pero mínimos. No coleccionaba ni codiciaba los artefactos que le entusiasmaban. Podía admirar sin poseer. Desde temprana edad, George supo que él sí iba a ser un poseedor.

Y la primera vez que visitó la Mansión Cheverell supo que ésa era la casa que quería. La tenía delante, bajo el suave sol de un día de principios de otoño, cuando las sombras empezaban a alargarse y los árboles, el césped y las piedras adoptaban un color más vivo e intenso gracias al sol agonizante: hubo un momento en que lodo -la casa, los jardines, las grandes puertas de hierro forjado- se mantenía en una perfección tranquila, casi sobrenatural, de luz, forma y colores que prendió en su corazón. Al final de la visita, tras volverse para echar la última mirada, dijo:

– Quiero comprar esta casa.

– Bueno, quizás un día lo harás, George.

– Pero la gente no vende casas como ésta. Yo no lo haría.

– La mayoría no. Algunos tal vez tengan que hacerlo.

– ¿Por qué, abuelo?

– El dinero se acaba, no pueden mantenerla. El heredero gana millones en la City y no tiene interés en su herencia. O acaso caiga muerto en una guerra. Los miembros de la aristocracia rural tienen cierta propensión a morirse en las guerras. O la casa se pierde debido a conductas insensatas relacionadas con las mujeres, el juego, la bebida, las drogas, la especulación, el despilfarro. Quién sabe.

Al final, lo que permitió a George conseguir la casa fue la desgracia del propietario. Sir Nicholas Cressett se arruinó en el desastre de Lloyds de la década de 1990. George sólo supo que la casa estaba en el mercado al reparar en un artículo de una publicación financiera sobre los miembros inversores de Lloyds, llamados los «Nombres de Lloyds», que más habían sufrido, entre los que destacaba Cressett. Ahora no recordaba quién lo había escrito, una mujer con cierta fama en el periodismo de investigación. No era un artículo amable, hacía más hincapié en la insensatez y la codicia que en la mala suerte. George actuó deprisa y adquirió la Mansión tras una dura negociación, pues sabía exactamente qué bienes quería incluir en la venta. Los mejores cuadros se habían guardado para una subasta, pero no le interesaban. Lo que en aquella primera visita de chico le había llamado la atención y estaba decidido a coleccionar eran los muebles, entre ellos un sillón Reina Ana. Se había adelantado un poco a su abuelo, entró en el comedor y vio el sillón. Estaba sentado en él cuando una niña seria y poco agraciada, que no parecía tener más de seis años y llevaba pantalones de montar y una blusa desabrochada en el cuello, apareció de repente y dijo con tono agresivo:

– No puedes sentarte en este sillón.

– Entonces debería haber un cordón alrededor.

– Tendría que haber uno. Normalmente está.

– Pues ahora no.

Sin decir palabra, la niña arrastró el sillón con sorprendente facilidad hasta el cordón blanco que separaba el comedor del estrecho espacio dispuesto para las visitas y se sentó con firmeza, las piernas colgando, y luego lo miró fijamente como si le desafiara a poner objeciones.

– ¿Cómo te llamas? -dijo.

– George. ¿Y tú?

– Helena. Vivo aquí. No puedes cruzar los cordones blancos.

– No lo he hecho. El sillón estaba en este lado.

El encuentro era demasiado aburrido para alargarlo, y la niña demasiado pequeña y fea para suscitar interés. George se encogió de hombros y se alejó.

Y ahora el sillón estaba en su estudio, y Helena Haverland, Cressett de soltera, era su ama de llaves, y si ella recordaba ese primer encuentro de infancia, nunca lo había mencionado; y él tampoco. George había utilizado toda la herencia de su abuelo para comprar la Mansión y había previsto conservarla convirtiendo el ala oeste en una clínica privada, de modo que cada semana estaba en Londres de lunes a miércoles operando pacientes del Servicio Nacional de Salud y los de su consulta particular de Saint Ángela, y regresaba a Stoke Cheverell el miércoles por la noche. La labor de adaptar el ala se llevó a cabo con sensibilidad, haciendo los cambios mínimos. El ala era una restauración del siglo XX realizada sobre una reconstrucción anterior del siglo XVIII, y no se había tocado ninguna otra parte original de la Mansión. Dotar de personal a la clínica no había supuesto ningún problema; él sabía lo que quería y estaba dispuesto a pagar lo que fuera para conseguirlo. Pero había resultado más fácil encontrar gente para el quirófano que para la Mansión. Los meses en que estuvo esperando el permiso de obras y a partir de que el trabajo ya estuvo en marcha no hubo dificultad alguna. Acampaba en la Mansión, a menudo con toda la casa para él, atendido por una vieja cocinera, el único miembro de la plantilla de Cressett, aparte del jardinero, Mogworthy, que se quedó. Ahora miraba atrás y consideraba ese año uno de los más satisfactorios y felices de su vida. Disfrutaba de su posesión, desplazándose cada día en el silencio desde el gran salón a la biblioteca, desde la larga galería al ala este con un júbilo tranquilo que no mermaba. Sabía que la Mansión no podía rivalizar con el espléndido gran salón o los jardines de Athelhampton, la pasmosa belleza del entorno de Encombe, o la nobleza y la historia de Wolfeton. En Dorset abundaban las grandes casas. Pero ésta era la suya y no quería otra.