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Los problemas comenzaron cuando se inauguró la clínica y llegaron los primeros pacientes. Puso un anuncio pidiendo un.una de llaves pero, como le habían vaticinado algunos conocidos con una necesidad similar, ninguna resultó satisfactoria. A los viejos sirvientes del pueblo cuyos antepasados habían trabajado para los Cressett no les seducían los altos salarios ofrecidos por el intruso. Pensó que su secretaria de Londres tendría tiempo de ocuparse de las facturas y la contabilidad. No fue así. Esperaba que Mogworthy, el jardinero ahora ayudado por una empresa cara, que acudía cada semana a encargarse del trabajo duro, se dignaría ayudar más en la casa. Dijo que no. No obstante, el segundo anuncio solicitando un ama de llaves, esta vez colocado y expresado de forma distinta, dio como resultado Helena, quien recordaba que lo había entrevistado más ella a él que él a ella. Ésta explicó que se había divorciado hacía poco, que tenía piso propio en Londres, y que quería hacer algo mientras se planteaba el futuro. Sería interesante volver a la Mansión, aunque fuera con carácter temporal.

Esto había ocurrido seis años atrás y Helena aún seguía allí. De vez en cuando, George se preguntaba cómo se las arreglaría cuando ella decidiera irse, lo que seguramente haría de un modo tan simple y resuelto como cuando apareció el primer día. Pero estaba demasiado ocupado. Había problemas, algunos creados por él mismo, con la enfermera de quirófano, Flavia Holland, y con su cirujano ayudante, Marcus Westhall, y aunque era un planificador por naturaleza, nunca había encontrado sentido a prever una crisis. Helena había contratado a su vieja gobernanta, Letitia Frensham, para llevar la contabilidad. La mujer seguramente estaba viuda, divorciada o separada, pero él no hizo indagaciones. Las cuentas se llevaban con meticulosidad, y en la oficina surgió el orden del caos. Mogworthy abandonó sus irritantes amenazas de marcharse y se volvió más complaciente. De manera misteriosa, se pudo contar con personal del pueblo a tiempo parcial. Helena dijo que ningún cocinero bueno toleraría aquella cocina, y George proveyó de buena gana el dinero necesario para su mejora. Se encendieron chimeneas, había flores y plantas en las habitaciones utilizadas, incluso en invierno. La Mansión estaba viva.

Cuando se paró frente a la verja cerrada y se apeó del Mercedes para abrirla, vio que el camino a la casa estaba a oscuras. Sin embargo, al pasar frente al ala este para aparcar, se encendieron las luces y ante la puerta abierta fue recibido por el cocinero, Dean Bostock. Éste lucía pantalones azules a cuadros y su chaquetilla blanca, como era habitual cuando se disponía a servir la cena.

– La señorita Cresset y la señora Frensham han salido a cenar fuera, señor -dijo-. Me han dicho que le dijera que iban a visitar a unos amigos en Weymouth. Tiene la habitación preparada, señor. Mogworthy ha encendido la chimenea de la biblioteca y también la del gran salón. Hemos pensado que, si está solo, quizá preferiría cenar ahí. ¿Traigo las bebidas, señor?

Atravesaron el gran salón. Chandler-Powell se quitó la americana de un tirón y, tras abrir la puerta de la biblioteca, la arrojó a una silla junto con el periódico de la tarde.

– Sí. Whisky, por favor, Dean. Lo tomaré ahora.

– ¿Y la cena en media hora?

– Sí, muy bien.

– ¿Va a salir antes de cenar, señor?

En la voz de Dean se apreciaba una pizca de ansiedad. Al reconocer la causa, Chandler-Powell dijo:

– Dime, ¿qué habéis cocinado entre tú y Kimberley?

– Habíamos pensado en suflé de queso, señor, y buey strogonoff.

– Entiendo. El primero exige que me quede esperando, y el segundo se prepara enseguida. No, no saldré, Dean.

Como de costumbre, la cena fue excelente. George se preguntó por qué deseaba tanto el momento de la comida durante las horas más tranquilas de la Mansión. Los días de operación comía con el personal médico y de enfermería y apenas se enteraba de lo que había en el plato. Después de cenar se sentó y leyó durante media hora junto al fuego de la biblioteca, y luego, tras coger la chaqueta y una linterna, descorrió el cerrojo de la puerta del ala oeste y salió, y en la oscuridad sembrada de estrellas caminó por la senda de los limeros hasta el pálido círculo de las Piedras de Cheverell.

Un muro de baja altura, más un mojón que una barrera, separaba el jardín de la Mansión y el círculo de piedras, y George lo superó sin dificultad. Como solía pasar después de oscurecer, el círculo de doce piedras parecía volverse más pálido, misterioso e inquietante, hasta el punto de absorber un tenue reflejo de la luna o las estrellas. A la luz del día, era un montón de piedras vulgares y corrientes, tan comunes como los cantos rodados en una ladera, de tamaño irregular y forma extraña, su único rasgo distintivo el coloreado liquen que se escurría en las grietas. En la puerta de la cabaña situada junto al aparcamiento, una nota explicaba a los visitantes que estaba prohibido ponerse de pie sobre las piedras o dañarlas, y que el liquen era viejo y singular y no se podía tocar. Para Chandler-Powell, acercarse al círculo, incluso a la piedra central más alta que se erguía como un augurio maléfico en su entorno de hierba muerta, suscitaba poca emoción. Pensó brevemente en la mujer que, en 1654, fue amarrada a esa piedra y quemada viva por ser bruja. ¿Por qué? ¿Por ser de lengua mordaz, tener ideas delirantes, actuar como una excéntrica? ¿Para satisfacer una venganza personal, la necesidad de una cabeza de turco en una época de enfermedades o de malas cosechas, o quizá como sacrificio para aplacar la voluntad de algún innominado dios maligno? George sintió sólo una compasión vaga y dispersa, no lo bastante intensa para originar siquiera un vestigio de aflicción. Se trataba sólo de una de tantos millones de personas que a lo largo de los tiempos han sido víctimas inocentes de la ignorancia y la crueldad del ser humano. En su mundo ya veía suficiente dolor. No tenía por qué alimentar la piedad.

Pretendía prolongar el paseo más allá del círculo, pero decidió que éste debía ser el límite de su ejercicio y, tras sentarse en la piedra más baja, miró a lo largo del camino hacia el ala oeste de la Mansión, ahora a oscuras. Se quedó totalmente quieto, escuchando atentamente los ruidos de la noche, el leve roce de la hierba alta en el borde de las piedras, un grito lejano cuando algún depredador sorprendía a su presa, el susurro de las hojas secas cuando soplaba de pronto la brisa. Las preocupaciones, los rigores e inconvenientes nimios del largo día se disipaban. Estaba sentado en un lugar nada ajeno, tan inmóvil que incluso su respiración no parecía más que un testimonio de vida desatendido, suavemente rítmico.

Pasó el tiempo. Miró el reloj y vio que llevaba ahí tres cuartos de hora. Era consciente de que estaba cogiendo frío, de que la dureza de la piedra empezaba a volverse incómoda. Tras relajar las acalambradas piernas, superó de nuevo el muro y tomó la senda de los limeros. De repente, en la ventana central de la planta de los pacientes apareció una luz, se abrió y asomó la cabeza de una mujer, inmóvil, mirando la noche. George se detuvo de manera instintiva y la miró fijamente, ambos tan estáticos que por un momento él creyó que ella podía verlo y que entre los dos pasaba cierta comunicación. Recordó quién era, Rhoda Gradwyn, y que se encontraba en la Mansión con motivo de su estancia preliminar. Pese a las meticulosas notas que tomaba y al examen de los pacientes antes de la operación, pocos se le quedaban en la memoria. Era capaz de describir con precisión la cicatriz de la cara pero de ella recordaba poco salvo una frase. Quería quitarse la desfiguración porque ya no la necesitaba. Él no había pedido explicaciones y ella no se las había dado. En apenas dos semanas se habría librado de la cicatriz, y no era asunto de George cómo sobrellevaría Rhoda su ausencia.