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Se volvió para retomar el camino de regreso a la casa, momento en el que una mano cerró a medias la ventana y las cortinas quedaron parcialmente corridas; al cabo de unos minutos la luz de la habitación se apagó y el ala oeste quedó sumida en la oscuridad.

7

Dean Bostock siempre sentía un sobresalto cuando el señor Chandler-Powell llamaba para decir que llegaría antes de lo previsto y que estaría en la Mansión a la hora de cenar. Era una comida que a Dean le gustaba preparar, en especial cuando el jefe tenía tiempo y tranquilidad para disfrutarla y elogiarla. El señor Chandler-Powell traía consigo algo del vigor y la agitación de la capital, los olores, las luces, la sensación de estar en el meollo de las cosas. Al llegar, George cruzaba el salón casi dando saltos, se quitaba la chaqueta y arrojaba el periódico vespertino de Londres a una silla de la biblioteca como liberado de un cautiverio temporal. Incluso el periódico, que Dean recuperaría más tarde para leerlo en sus ratos libres, era para éste un recordatorio del lugar al que en esencia pertenecía. Había nacido y se había criado en Balham. Su sitio era Londres. Kim había nacido en el campo, y había llegado a la capital desde Sussex para estudiar en la escuela de cocina, donde Dean ya estaba en el segundo curso. Y al cabo de dos semanas de conocerse, él ya sabía que la quería. Así era como siempre lo había considerado: no se había enamorado, no estaba enamorado, amaba. Esto era para toda la vida, la suya y la de ella. Y por primera vez desde que se casaron, Dean sabía que ella nunca había sido tan feliz como ahora. ¿Cómo podía echar de menos Londres mientras Kim disfrutaba de su vida en Dorset? Kim, que estaba tan nerviosa ante personas y lugares nuevos, no tenía ningún miedo en las noches oscuras de invierno. A Dean la negrura total de las noches sin estrellas lo desorientaba y asustaba, la noche era más aterradora por los chillidos casi humanos de las presas entre las fauces de sus depredadores. Esta hermosa y aparentemente tranquila campiña estaba llena de dolor. Echaba en falta las luces, el cielo nocturno contusionado por los grises, púrpuras y azules de la incesante vida de la ciudad, el patrón cambiante de los semáforos, la luz que se derramaba desde los pubs y las tiendas sobre las relucientes calzadas lavadas por la lluvia. Vida, movimiento, ruido, Londres.

Su trabajo en la Mansión le gustaba pero no le satisfacía. No exigía mucho a sus habilidades. El señor Chandler-Powell sabía apreciar lo que era bueno, pero los días que operaba, las comidas nunca se prolongaban en una sobremesa. Dean sabía que el jefe se habría quejado enseguida si la comida no hubiera tenido la calidad requerida, pero daba por sentada su excelencia, comía deprisa y se iba. Por lo general, los Westhall comían en su casa, donde la señorita Westhall había estado atendiendo a su padre hasta la muerte de éste en febrero, y la señorita Cressett normalmente comía en su habitación. De todos modos, era la única que pasaba tiempo en la cocina hablando con Kim y con él, analizando los menús, agradeciéndole los esfuerzos especiales que hacía. Las visitas eran quisquillosas pero por lo común no tenían hambre, y el personal no residente que almorzaba al mediodía en la Mansión lo elogiaba de pasada, comía a toda prisa y volvía al trabajo. Todo era muy diferente en el sueño de su propio restaurante, sus menús, sus clientes, el ambiente que él y Kim crearían. De vez en cuando, tumbado al lado de ella, desvelado, le horrorizaban sus tímidas esperanzas de que, por alguna razón, la clínica fracasara, de que el señor Chandler-Powell la considerara demasiado agotadora y no lo bastante lucrativa para trabajar en Londres y Dorset, y de que él y Kim tuvieran que buscar otro empleo. Quizás el señor Chandler-Powell o la señorita Cressett les ayudarían a establecerse. Pero no podrían volver a trabajar en la frenética cocina de un restaurante londinense. Kim nunca se adaptaría a esa vida. Aún recordaba aterrado el espantoso día en que fue despedida.

El señor Carlos le había mandado llamar al sanctasanctórum con tamaño de armario situado en la parte trasera de la cocina, que él dignificaba con el nombre de oficina, y había posado su ancho trasero en la silla labrada heredada de su abuelo. Esto nunca era buena señal. He ahí a Carlos, imbuido de autoridad genética. Un año antes anunció que había vuelto a nacer. Fue una renovación incomodísima para el personal, y hubo un alivio general cuando, en el espacio de nueve meses, gracias a Dios el viejo Adam volvió a reafirmarse y la cocina dejó de ser una zona libre de palabrotas. Pero quedaba un vestigio del nuevo nacimiento: no se permitía ninguna palabra más fuerte que «puñetero», y ahora Carlos la utilizó a discreción.

– No hay otro puñetero remedio, Dean. Kimberley debe irse. Sinceramente, no puedo permitírmela, ningún restaurante podría. Y qué puñeteramente lenta. Intentas meterle prisa, y te mira como un cachorro azotado. Se pone nerviosa y nueve veces de cada diez echa a perder el puñetero plato. Y esto afecta a los demás. Nicky y Winston siempre la están ayudando a emplatar. La mayor parte del tiempo sólo tenéis la mitad de la puñetera cabeza en lo que estáis haciendo. Dirijo un restaurante, no un jardín de infancia.

– Kim es una buena cocinera, señor Carlos.

– Pues claro que es una buena cocinera. Si no lo fuera, no estaría aquí. Puede seguir siendo una buena cocinera, pero no en este restaurante. ¿Por qué no la animas a que se quede en casa? Que se quede embarazada, entonces podrás ir a casa y comerás la mar de bien sin tener que cocinar tú, y ella será feliz. Lo he visto muchas veces.

Cómo iba a saber Carlos que la casa era una habitación amueblada en Paddington, que ésta y el empleo formaban parte de un plan minuciosamente elaborado, ahorrar cada semana el sueldo de Kim, trabajando los dos, y que cuando tuvieran capital suficiente montarían un restaurante. El de Dean. El de los dos. Y cuando estuvieran asentados y ella no hiciera falta en la cocina, entonces tendría el bebé que tanto deseaba. Sólo contaba treinta y tres años; había tiempo de sobra.

Una vez dada la noticia, Carlos se había recostado, preparado para ser magnánimo.

– No tiene sentido que Kimberley trabaje el tiempo de preaviso. Ya puede hacer las maletas esta semana. A cambio le pagaré el salario de un mes. Tú te quedas, desde luego. Tienes madera para ser un chef puñeteramente bueno. Tienes aptitudes, imaginación. No te asusta el trabajo duro. Puedes llegar lejos. Pero otro año con Kimberley en la cocina y me declaro en puñetera bancarrota.

Dean había recuperado la voz, un vibrato quebrado con su bochornosa nota de súplica.

– Siempre hemos querido trabajar juntos. No creo que a Kim le guste estar sola en otro empleo.

– Ella sola no duraría una puñetera semana. Lo lamento, Dean, pero es lo que hay. Quizás encuentres un lugar para los dos, pero no en Londres. Alguna población pequeña en el campo, quién sabe. Ella es bonita, tiene buenos modales. Puede hornear tortas, hacer pasteles caseros, preparar meriendas, servidas amablemente con tapete, esa clase de cosas; esto no la estresará.

La nota de desdén en su voz fue como una bofetada. Dean deseaba no estar ahí de pie, sin apoyo, vulnerable, empequeñecido, que hubiera una silla con respaldo a la que pudiera agarrarse para controlar su creciente agitación, el resentimiento, la desesperación, la cólera. Pero Carlos tenía razón. Esta llamada a la oficina no había sido una sorpresa. Llevaba meses temiéndola. Hizo otro ruego.

– Me gustaría quedarme, al menos hasta que encontremos un lugar adonde ir.

– Me parece bien. ¿Te he dicho que tienes madera para ser un chef puñeteramente bueno?

Por supuesto que se quedaría. El plan del restaurante tal vez se desvanecería, pero tenían que comer.

Kim se había ido al final de la semana, y dos semanas después vieron el anuncio en que se pedía una pareja casada -cocinero y ayudante- en la Mansión Cheverell. El día de la entrevista fue un martes de mediados de junio del año anterior. Les habían indicado que fueran en tren desde Waterloo a Warcham, donde les esperarían. Mientras lo recordaba, a Dean le parecía que habían viajado como en trance, siendo transportados hacia delante, sin consentimiento de su voluntad, a través de un paisaje verde y mágico hacia un futuro lejano e inimaginable. Mirando el perfil de Kim recortado en las subidas y bajadas de los cables del telégrafo y, más adelante, en los campos y setos, deseó que ese día extraordinario acabara bien. No había rezado desde que era niño, pero se sorprendió a sí mismo recitando en silencio la misma petición desesperada: «Por favor, Dios mío, haz que todo salga bien. Por favor, no dejes que ella quede decepcionada.»Cuando se acercaban a Wareham, Kim se volvió hacia él y dijo: