– ¿Guardaos las referencias, cariño? -Lo había preguntado cada hora.
En Wareham, un Range Rover aguardaba en el patio delantero, al volante un hombre mayor y fornido. No se apeó, sino que les hizo señas de que se acercaran.
– Supongo que son ustedes los Bostock. Me llamo Tom Mogworthy. ¿No llevan equipaje? No, para qué. No se van a quedar. Suban atrás, pues.
Dean pensó que no era una bienvenida apropiada. Sin embargo, esto apenas importaba cuando el aire olía a limpio y estaban siendo conducidos a través de tanta belleza. Era un día perfecto de verano, el cielo despejado y azul. Por las ventanillas abiertas del Range Rover les daba en la cara una brisa refrescante, no lo bastante fuerte para agitar las delicadas ramas de los árboles o hacer susurrar la hierba. Los árboles estaban frondosos, aún con la lozanía de la primavera, las ramas todavía no paralizadas por la polvorienta pesadez de agosto. Fue Kim quien, tras diez minutos de trayecto silencioso, se inclinó hacia delante y dijo:
– ¿Trabaja usted en la Mansión Cheverell, señor Mogworthy?
– Llevo allí sólo cuarenta y cinco años. Empecé de chico, podando el jardín clásico estilo Tudor. Aún lo hago. Entonces el dueño era sir Francis, y después vino sir Nicholas. Ustedes trabajarán para el señor Chandler-Powell, si las mujeres los contratan.
– ¿No nos entrevistará él? -preguntó Dean.
– Está en Londres. Opera allí los lunes, martes y miércoles. La entrevista se la harán la señorita Cressett y la enfermera Holland. El señor Chandler-Powell no se ocupa de los asuntos domésticos. Si convencen a las mujeres, están dentro. Si no, cojan el portante y adiós.
No había sido un inicio prometedor, y a primera vista incluso la belleza de la Mansión, silenciosa y plateada bajo el sol estival, intimidaba más que tranquilizaba. Mogworthy los dejó en la puerta, señaló simplemente el timbre y regresó al coche, que condujo hacia el ala este de la casa. Dean tiró con decisión de la campanilla de hierro. No oyeron nada, pero al cabo de medio minuto se abrió la puerta y vieron a una mujer joven. El pelo rubio le llegaba a los hombros -Dean pensó que no parecía demasiado limpio-, llevaba los labios muy pintados y lucía unos téjanos debajo de un delantal de colores. La catalogó como alguien del pueblo que iba a echar una mano, una primera impresión que resultó ser acertada. Durante unos instantes ella los contempló con cierto desagrado, y luego dijo:
– Soy Maisie. La señorita Cressett me ha dicho que les sirva té en el salón.
Al recordar su llegada, Dean se sorprendía de que hubiera acabado tan acostumbrado a la magnificencia del gran salón. Ahora entendía cómo los dueños de casas así podían habituarse a su belleza, moverse con seguridad por los pasillos y las habitaciones sin advertir apenas los cuadros y objetos, la suntuosidad que les rodeaba. Sonrió, recordando que, cuando preguntó si podían lavarse las manos, fueron conducidos a través del vestíbulo hasta una habitación situada en la parte posterior que obviamente era aseo y cuarto de baño. Maisie desapareció, y como Kim entró primero, él se quedó fuera.
Al cabo de tres minutos, Kim salió, con los ojos abiertos de sorpresa, diciendo entre susurros:
– Es muy extraño. La taza del váter está pintada por dentro. Todo azul, con flores y follaje. Y el asiento es enorme… de caoba. Y no hay una cisterna propiamente dicha. Has de tirar de una cadena como en el baño ele mi abuela. Pero el papel pintado es precioso, y hay montones de toallas. No sabía cuál utilizar. Y también un jabón caro. Apresúrate, cariño. No quiero quedarme sola. ¿Crees que el baño es tan viejo como la casa? Seguro que sí.
– No -dijo él, queriendo demostrar un conocimiento superior-, cuando se construyó esta casa no habría cuartos de aseo, al menos no como éste. Parece más bien Victoriano. De principios del siglo XIX, diría yo.
Hablaba con una seguridad en sí mismo que no sentía realmente, resuelto a no permitir que la Mansión lo intimidara. Kim esperaba de él tranquilidad y apoyo. Dean no debía dar a entender que necesitaba lo mismo.
Regresaron al vestíbulo y vieron a Maisie en la puerta del gran salón.
– Su té está aquí -dijo-. Dentro de un cuarto de hora volveré y les acompañaré a la oficina.
Al principio, el salón los abrumó; avanzaron como niños bajo las enormes vigas, observados, o eso parecía, por caballeros isabelinos en jubones y calzas de malla y jóvenes soldados posando arrogantes sobre sus corceles. Desconcertado por el tamaño y la grandiosidad, sólo más tarde se fijó Dean en los detalles. Ahora era consciente del inmenso tapiz en la pared derecha, debajo del cual había una larga mesa de roble con un gran jarrón de flores.
Les esperaba el té, dispuesto sobre una mesa baja frente a la chimenea. Vieron un juego de té elegante, una bandeja de bocadillos, tortas con mermelada y mantequilla y un pastel de frutas. Los dos estaban sedientos. Kim sirvió el té con dedos temblorosos mientras Dean, que ya se había hartado de bocadillos en el tren, cogió una torta y la untó generosamente con mantequilla y mermelada. Tras dar un mordisco, dijo:
– La mermelada es casera, la torta no. Es mala señal.
– El pastel también es comprado -dijo Kim-. Está bastante bueno, pero claro, a saber cuándo se marchó el último cocinero. Nosotros no les daríamos pastel comprado. Y esa chica que ha abierto la puerta será eventual. No entiendo que contraten a alguien así. -Acabaron hablándose en susurros como si fueran conspiradores.
Maisie regresó puntualmente, todavía sin sonreír. Con tono algo pomposo, dijo:
– ¿Quieren seguirme, por favor? -Y les condujo por el cuadrado vestíbulo hasta la puerta opuesta; la abrió y dijo-: Los Bostock están aquí, señorita Cressett. Les he servido el té. -Y desapareció.
La habitación era pequeña, revestida con paneles de roble y evidentemente muy funcional, el escritorio grande en contraste con los paneles ondulados y la hilera de cuadritos encima. Tres mujeres sentadas frente a la mesa les indicaron que tomaran asiento en las sillas dispuestas al efecto.
– Me llamo Helena Cressett -dijo la más alta-, les presento a la enfermera Holland y a la señora Frensham. ¿Han tenido buen viaje?
– Muy bueno, gracias -contestó Dean.
– Bien. Antes de decidirse han de ver las habitaciones y la cocina, pero primero me gustaría explicarles algo sobre el trabajo. En cierto modo es diferente del habitual de un cocinero. El señor Chandler-Powell opera en Londres de lunes a miércoles. Esto significa que, para ustedes, el principio de la semana es relativamente fácil. El ayudante, el señor Marcus Westhall, vive en uno de los chalets con su hermana y su padre, y yo normalmente me preparo la comida en mi apartamento, aunque de vez en cuando organizo una pequeña cena y pido que cocinen para mí. La segunda parte de la semana es muy ajetreada. Están el anestesista y todo el personal auxiliar y de enfermería, que pasan aquí la noche o regresan a su casa al final del día. Toman algo cuando llegan, un almuerzo caliente, y una comida que denominaríamos merienda-cena antes de irse. La enfermera Holland también es residente, igual que, naturalmente, el señor Chandler-Powell y los pacientes. De vez en cuando, el señor Chandler-Powell se marcha de la Mansión muy temprano, a las cinco y media, para ver a sus pacientes de Londres. Por lo general está de regreso a la una y necesita un buen almuerzo, que le gusta tomar en su propia sala de estar. Dada su necesidad de volver a veces a Londres durante parte del día, sus comidas pueden ser irregulares aunque siempre son importantes. Decidiré el menú con ustedes con antelación. La enfermera es responsable de las necesidades de todos los pacientes, así que ahora le pido a ella que explique lo que espera de ustedes.