– Antes de una anestesia -dijo la enfermera Holland-, los pacientes han de ayunar, y por lo común después de la intervención comen poco, siempre en función de su gravedad y de lo que se les haya hecho. Cuando están lo bastante bien para comer, suelen ser exigentes y quisquillosos. Algunos siguen una dieta, que supervisamos el dietista y yo. Normalmente, los pacientes comen en su habitación, y no se les sirve nada sin mi permiso. -Se volvió hacia Kimberley-. En general, una de las enfermeras lleva la comida al ala de los pacientes, pero ustedes quizá tengan que servirles té o bebidas ocasionales. ¿Entiende que incluso éstas requieren autorización?
– Sí, enfermera, lo entiendo.
– Aparte de la comida de los pacientes, recibirán las instrucciones de la señorita Cressett o, si ella no está, de su segunda, la señora Frensham. Ahora la señora Frensham les hará algunas preguntas.
La señora Frensham era una señora de edad avanzada, alta y angulosa, con un pelo gris acero recogido en un moño. Pero su mirada era tierna, y Dean se sintió más en casa con ella que con la mucho más joven, morena y -pensaba él- bastante guapa enfermera Holland o con la señorita Cressett, con su cara singular y extraordinariamente pálida. Seguro que muchas personas la encontrarían atractiva, pero no podía decirse que fuera bonita.
Las preguntas de la señora Frensham estuvieron dirigidas sobre todo a Kim y no fueron difíciles. ¿Qué galletas serviría con el café por la mañana y cómo las haría? Kim, sintiéndose inmediatamente a sus anchas, explicó su receta para galletas finas especiadas con pasas de Corinto. ¿Y cómo haría los profiteroles? De nuevo Kim no tuvo ninguna dificultad. A Dean le preguntaron cuál de tres afamados vinos serviría con el pato a la naranja, la vichyssoise y el solomillo de buey asado, y qué comidas sugeriría para un día de verano muy caluroso o en la difícil época posterior a la Navidad. Dio respuestas que evidentemente fueron consideradas satisfactorias. No había sido una prueba difícil, y notó que Kim se relajaba.
Fue la señora Frensham quien los condujo a la cocina. Luego se volvió hacia Kim y dijo:
– Señora Bostock, ¿cree que será feliz aquí?
Entonces Dean decidió que la señora Frensham le caía bien.
Y Kim era feliz. Para ella, conseguir este empleo había sido una liberación milagrosa. El recordaba esa mezcla de sobrecogimiento y placer con que su mujer se desplazó por la cocina grande y reluciente, y luego, como en un sueño, por las habitaciones, la sala de estar, el dormitorio y el lujoso cuarto de baño que sería suyo, tocando los muebles con incrédulo asombro, corriendo a mirar por todas las ventanas. Al final habían ido al jardín, y ella había extendido los brazos al soleado paisaje, y le había cogido la mano como un niño y lo había mirado con ojos radiantes.
– Es maravilloso. No me lo puedo creer. No hemos de pagar alquiler y tenemos la manutención. Podremos ahorrar los dos sueldos.
Para ella había sido un nuevo comienzo, lleno de esperanza, con prometedoras imágenes de los dos trabajando juntos, volviéndose indispensables, el cochecito en el césped, su hijo corriendo por el jardín vigilado desde las ventanas de la cocina. Al mirarla a los ojos, Dean sabía que eso había sido el principio del fin de un sueño.
8
Rhoda despertó, como siempre, no a un lento ascenso a la conciencia plena sino a un estado de vigilia inmediato, los sentidos alerta ante el nuevo día. Se quedó tumbada en silencio durante unos minutos, disfrutando de la calidez y la comodidad de la cama. Antes de dormir había descorrido un poco las cortinas, y ahora una estrecha franja de luz pálida revelaba que había dormido más de lo esperado, desde luego más que de costumbre, y que estaba despuntando un día invernal. Había dormido bien, pero ahora era imperiosa la necesidad de un té caliente. Marcó el número anotado en la mesilla de noche y oyó una voz masculina.
– Buenos días, señorita Gradwyn. Le habla Dean Bostock desde la cocina. ¿Desea que le lleve algo?
– Té, por favor. Indio. Una tetera grande, con leche y sin azúcar.
– ¿Quiere pedir el desayuno ahora?
– Sí, pero, por favor, espere media hora a traerlo. Zumo de naranjas natural, un huevo escalfado en una tostada de pan blanco, y luego una tostada integral con mermelada. Lo tomaré en mi habitación.
El huevo escalfado sería un test. Si venía en su punto, y la tostada iba ligeramente untada con mantequilla y no era dura ni pastosa, podía contar con buena comida cuando regresara para la operación y una estancia más larga. Regresaría… y a esta misma habitación. Tras ponerse e! salto de cama, se dirigió a la ventana y vio el paisaje de valles y colinas boscosos. Había niebla, de modo que las redondeadas cumbres parecían islas en un mar de plata pálida. Había sido una noche despejada y fría. El estrecho tramo de césped que había bajo las ventanas se veía blanquecino y endurecido por la escarcha, pero ya el sol empañado empezaba a volverlo verde y ablandarlo. En las ramas altas de un roble sin hojas estaban encaramados tres grajos, inusitadamente silenciosos e inmóviles, como negros augurios colocados con esmero. Más abajo se extendía una senda de limeros que conducía a una pared baja de piedra más allá de la cual se apreciaba un pequeño círculo de piedras. Al principio sólo era visible la parte superior, pero mientras miraba se disipó la niebla y apareció el círculo en su totalidad. A esa distancia y con el redondel parcialmente oculto por la pared, Rhoda alcanzaba a ver sólo que las piedras eran de diferentes tamaños, bultos toscos y deformes alrededor de una piedra central más alta. Pensó que serían prehistóricas. De repente, sus oídos captaron el débil sonido de la puerta de la salita al cerrarse. Había llegado el té. Sin dejar de mirar, a lo lejos vio una fina franja de luz plateada y, levemente exaltada, cayó en la cuenta de que sería el mar.
Renuente a abandonar la vista, aún se quedó unos segundos antes de volverse y ver, con un pequeño sobresalto, que una mujer joven había entrado sin hacer ruido y estaba mirándola en silencio. Era una persona menuda que llevaba un vestido azul a cuadros y encima una informe rebeca beige, lo que revelaba un estatus ambiguo. Con toda evidencia no era una enfermera, si bien no tenía en absoluto la seguridad de una sirvienta, la confianza nacida de un empleo reconocido y familiar. Rhoda pensó que probablemente era mayor de lo que parecía, pero el uniforme, en especial la inadecuada rebeca, le daba un aire infantil. Tenía la cara pálida y el pelo castaño y liso, sujeto todo en un lado mediante un largo pasador con adornos. La boca era pequeña, el labio superior un arco perfecto tan lleno que parecía hinchado, pero el inferior más fino. Los ojos eran azul claro y algo saltones bajo unas cejas rectas, vigilantes, casi cautelosos, incluso un poco sentenciosos en su examen impasible.
Con una voz que era más de ciudad que de campo, una voz corriente con un tono de deferencia que Rhoda consideró engañoso, dijo:
– He traído el té de la mañana, señora. Me llamo Sharon Ba- teman y ayudo en la cocina. La bandeja está fuera. ¿Quiere que la entre?
– Sí, en un instante. ¿El té está recién hecho?
– Sí, señora. Lo he subido enseguida.
Rhoda estuvo tentada de decir que la palabra «señora» era inapropiada, pero lo dejó correr.