– En este caso, déjelo reposar un par de minutos. He estado mirando el círculo de piedras. Me habían hablado de él pero no imaginaba que estuviera tan cerca de la Mansión. Supongo que son prehistóricas.
– Sí, señora. Las Piedras de Cheverell. Son bastante famosas. La señorita Cressett dice que tienen más de tres mil años de antigüedad. Dice que en Dorset los círculos de piedras son poco comunes.
– Anoche -dijo Rhoda-, cuando descorrí la cortina, vi una luz parpadeante. Parecía una linterna. Venía de esa dirección. Quizás había alguien caminando entre las piedras. Seguramente el círculo atrae a muchos visitantes.
– No tantos, señora. Creo que la mayoría de la gente no sabe que están aquí. Los habitantes del pueblo no se acercan. Sería el señor Chandler-Powell. Le gusta pasear por ahí de noche. No le esperábamos, pero llegó a última hora. Nadie del pueblo va a las piedras una vez ha oscurecido. La gente tiene miedo de ver el fantasma de Mary Keyte andando y vigilando.
– ¿Quién es Mary Keyte?
– Las piedras están encantadas. En 1654, la ataron a la piedra del centro y la quemaron. Es diferente de las otras piedras, más alta y más oscura. La condenaron por bruja. Era habitual quemar a viejas acusadas de ser brujas, pero ella tenía sólo veinte años. Aún se puede ver la parte oscura donde estaba el fuego. En medio de las piedras ya no crece nunca la hierba.
– Sin duda porque a lo largo de los siglos la gente se habrá encargado de que así sea -dijo Rhoda-. A lo mejor echando algo para matar la hierba. No me dirás que te crees este disparate.
– Dicen que sus gritos se oían hasta en la iglesia. Mientras ardía, Mary maldijo el pueblo, y después murieron casi todos los niños. En el cementerio de la iglesia aún se ven los restos de algunas de las lápidas, aunque los nombres están muy borrosos y no se pueden leer. Mog dice que el día en que fue quemada aún es posible oír sus gritos.
– En una noche ventosa, me imagino.
La conversación se estaba volviendo un fastidio, pero a Rhoda le costaba ponerle punto final. Con toda evidencia, la muchacha -parecía poco más que eso y seguramente no era mucho mayor de lo que había sido Mary Keyte- estaba morbosamente obsesionada con la historia de la bruja.
– Los niños del pueblo -explicó Rhoda- murieron de infecciones propias de la infancia, tal vez tuberculosis, o de calentura. Antes de ser condenada, culparon a Mary Keyte de las enfermedades, y después de ser quemada le achacaron las muertes.
– Entonces, ¿usted no cree que los espíritus de los muertos pueden volver para visitarnos?
– Los muertos no vuelven a visitarnos ni como espíritus, al margen de lo que esto signifique, ni de ninguna otra manera.
– ¡Pero los muertos están aquí! Mary Keyte no descansa en paz. Los retratos de la casa. Esas caras… no han abandonado la Mansión. Sé que no me quieren aquí.
No sonaba histérica ni siquiera especialmente preocupada. Era una simple exposición de hechos.
– Esto es absurdo -dijo Rhoda-. Están muertos. Ya no piensan. En la casa donde vivo tengo un viejo retrato. Un caballero estilo Tudor. A veces intento imaginar qué pensaría él si pudiera verme viviendo y trabajando ahí. Pero la emoción es mía, no suya. Aunque yo me convenciera a mí misma de que puedo comunicarme con él, el caballero no hablaría conmigo. Mary Keyte está muerta. No puede regresar. -Hizo una pausa y añadió con tono autoritario-: Ahora tomaré el té.
Apareció la bandeja, porcelana fina, una tetera del mismo diseño, la jarra de la leche a juego.
– Debo preguntarle una cosa sobre el almuerzo, señora -dijo Sharon-. Si querrá que se lo sirvan aquí o en el salón de los pacientes. Está en la galería larga de abajo. Hay un menú a elegir.
Sacó un papel del bolsillo de la rebeca y se lo dio. Había dos opciones. Rhoda dijo:
– Dígale al chef que tomaré el consomé, las escalopas sobre crema de chirivías y espinacas con patatas a la duquesa, y de postre sorbete de limón. Y también me apetece un vaso de vino blanco frío. Un Chablis estaría bien. En mi sala de estar a la una.
Sharon se fue de la habitación. Mientras tomaba el té, Rhoda pensó en lo que identificaba como emociones confusas. No había visto antes a la chica ni había oído hablar de ella, y la suya era una cara que no habría olvidado fácilmente. Y sin embargo era, si no familiar, sí al menos un incómodo recordatorio de cierta emoción pasada, no sentida con entusiasmo en su momento pero alojada aún en algún lugar recóndito de la memoria. Y el breve encuentro había reforzado la sensación de que la casa contenía algo más que los secretos encerrados en los cuadros o elevados al rango de folclore. Sería interesante explorar un poco, dar rienda suelta a la pasión de siempre de describir la verdad sobre las personas, como individuos o en sus relaciones de trabajo, las cosas que revelaban sobre sí mismas, los caparazones cuidadosamente construidos que ofrecían al mundo. Era una curiosidad que ahora estaba decidida a disciplinar, una energía mental que pretendía utilizar para un fin distinto. Esta podría ser muy bien su última investigación, si se le podía llamar así; era improbable que fuera su última curiosidad. Y se dio cuenta de que aquel sentimiento ya estaba perdiendo su capacidad, de que ya no era una compulsión. Quizá cuando se hubiera librado de la cicatriz, desaparecería para siempre o permanecería como poco más que un útil complemento para investigar. De todos modos, le gustaría saber más sobre los habitantes de la Mansión Cheverell; y si en efecto había verdades interesantes que descubrir, Sharon, con su innegable necesidad de charlar, acaso fuera la más susceptible de revelarlas. Rhoda había hecho la reserva sólo hasta después del almuerzo, pero medio día sería insuficiente para explorar siquiera el pueblo y los terrenos de la Mansión, y porque además tenía una cita con la enfermera Holland para echar un vistazo al quirófano y a la sala de recuperación. La niebla de primera hora presagiaba buen tiempo, por lo que estaría bien pasear por el jardín y quizás un poco más allá. Le gustaba el lugar, la casa, la habitación. Preguntaría si podía quedarse hasta la tarde siguiente. Y al cabo de dos semanas volvería para operarse y comenzaría su nueva vida partiendo de cero.
9
La capilla de la Mansión estaba a unos ochenta metros del ala este, medio oculta por un círculo de matas de laurel moteadas. No quedaba constancia de su historia ni de la fecha en que fue construida, pero desde luego era más antigua que la Mansión. Se trataba de una sencilla celda rectangular con un altar de piedra bajo la ventana orientada al este. Sólo se podía iluminar con velas, que estaban en una caja de cartón sobre una silla a la izquierda de la puerta, junto con un surtido de palmatorias, muchas de madera, que parecían desechadas de antiguas cocinas y dormitorios de sirvientes Victorianos. Como no había cerillas, el visitante fortuito e imprevisor tenía que rezar sus oraciones, dado el caso, a oscuras. La cruz del altar de piedra había sido esculpida con escaso arte, quizá por algún carpintero de la finca que obedecía órdenes o que estaba bajo el efecto de algún impulso piadoso o de afirmación religiosa. Difícilmente pudo haber sido algún Cressett muerto hacía tiempo, pues habría preferido plata o una talla de más empaque. Aparte de la cruz, en el altar no había nada más. Sin duda el primer mobiliario había cambiado con la gran agitación de la Reforma, antaño debió de estar primorosamente engalanado y más adelante sin adorno ninguno.
La cruz estaba directamente en la línea de visibilidad de Marcus Westhall, quien a veces, y durante largos períodos de silencio, la miraba fijamente como si esperase de ella algún poder misterioso, una ayuda para cierto propósito, una gracia que, como bien comprendía, siempre le sería negada. Bajo ese símbolo se habían librado batallas, grandes convulsiones sísmicas del Estado y la Iglesia habían cambiado la faz de Europa, hombres y mujeres habían sido torturados, quemados y asesinados. Con su mensaje de amor y perdón, había sido transportado a los infiernos más sombríos de la imaginación humana. A Marcus le servía de ayuda para concentrarse, hilvanar los pensamientos que se arrastraban, se elevaban y se arremolinaban en su mente como frágiles hojas pardas en un viento racheado.