Había entrado en silencio y, tras tomar asiento como de costumbre en el banco de madera de atrás, fijó la mirada en la cruz pero sin rezar, toda vez que no tenía ni idea de cómo se hacía ni de con quién exactamente quería comunicarse. A veces se preguntaba cómo sería descubrir esa puerta secreta que por lo visto se abría al más leve contacto, y sentir que se desprendía de sus hombros esa carga de culpa e indecisión. Sin embargo, sabía que una dimensión de la experiencia humana le estaba tan vedada como la música a quien no tiene buen oído. Quizá Lettie Frensham la hubiera encontrado. Los domingos por la mañana, a primera hora, la veía pasando en bicicleta ante la Casa de Piedra, con gorra de lana, su figura angulosa batallando contra la ligera pendiente de la carretera, convocada por campanas no oídas a algún pueblo lejano innominado del que ella nunca había hablado. Jamás la había visto en la capilla. Si iba, sería a horas en las que él estaría con George en el quirófano. Marcus pensó que no le habría importado compartir este santuario si ella hubiera entrado alguna vez a sentarse a su lado en cordial silencio. No sabía nada de Lettie salvo que en otro tiempo había sido gobernanta de Helena Cressett, y no tenía ni idea de por qué había regresado a la Mansión al cabo de tantos años. Pero con su discreción y su tranquila sensatez, ella le parecía a Marcus un estanque de agua quieta en una casa donde había profundas y turbulentas corrientes submarinas, no menos que en su propia mente atribulada.
Del resto de la Mansión, sólo Mog asistía a la iglesia del pueblo; de hecho era un incondicional del coro. Marcus sospechaba que la todavía poderosa voz de barítono de Mog en Evensong era su forma de expresar una lealtad, al menos parcial, al pueblo frente a la Mansión, y a la administración vieja frente a la nueva. Estaría al servicio del intruso mientras la señorita Cressett estuviera al cargo y le pagaran bien; el señor Chandler-Powell podía comprar sólo una parte cuidadosamente racionada de su fidelidad.
Aparte de la cruz del altar, la única señal de que esa celda constituía, en cierto sentido, algo distinto era una tablilla de bronce conmemorativa colocada en la pared junto a la puerta:
EN MEMORIA DE CONSTANCE URSULA 1896-1928,
ESPOSA DE SIR CHARLES CRESSETT BT,
QUE ENCONTRÓ LA PAZ EN ESTE LUGAR.
PERO AÚN MÁS FUERTE, EN LA TIERRA Y EL AIRE
EL MAR, EL HOMBRE DE ORACIÓN,
Y MUY POR DEBAJO DE LA MAREA;
YEN EL ASIENTO A LA FE ASIGNADO
DONDE PEDIR ES TENER, DONDE BUSCAR
ES ENCONTRAR
DONDE LLAMAR ES ABRIR DE PAR EN PAR.
Conmemorada como esposa, pero no como esposa amada, y muerta a los treinta y dos años. Así pues, un matrimonio breve. Marcus había descubierto que los versos, tan distintos de las devociones habituales, eran de un poema del siglo XVIII de Christopher Smart, pero no hizo averiguaciones sobre Constance Ursula. Como al resto de personas de la casa, le cohibía preguntarle a Helena por su familia. De todos modos, consideró que el bronce era una intromisión discordante. La capilla tenía que ser sólo de piedra y madera.
En ningún otro sitio de la Mansión había tanta tranquilidad, ni siquiera en la biblioteca, donde a veces se sentaba solo. Siempre tenía miedo de que la soledad se viera interrumpida, de que la puerta se abriera y dejara pasar las temidas palabras tan familiares desde su infancia: «Oh, estás aquí, Marcus, te hemos estado buscando.» Pero nadie lo había buscado nunca en la capilla. Era extraño que esa celda de piedra fuera tan tranquila. Incluso el altar era un recordatorio de conflicto. En los inciertos días de la Reforma, había habido disputas teológicas entre el sacerdote local, adherido a la vieja religión, y sir Francis Cressett, que prefería las nuevas formas de culto y pensamiento. Como necesitaba un altar para esa capilla, envió de noche a los hombres de la casa a robar el de la Lady Chapel, un sacrilegio que provocó la ruptura entre la iglesia y la Mansión durante generaciones. Después, durante la guerra civil, la Mansión estuvo ocupada brevemente por tropas parlamentarias tras una triunfante escaramuza, y los legitimistas muertos quedaron tendidos en el suelo de piedra.
Marcus espantó pensamientos y recuerdos y se concentró en su dilema. Debía tomar una decisión, ahora mismo, sobre si quedarse en la Mansión o ir a África con un equipo quirúrgico. Sabía lo que quería su hermana, lo que él había llegado a considerar como la solución a todos sus problemas, pero ¿suponía este abandono escapar de algo más que de su trabajo? Había oído la mezcla de enfado y súplica en la voz de su amante. Eric, que trabajaba de enfermero de quirófano en Saint Ángela, había querido que él participara en una marcha gay. La pelea no fue inesperada. Era la primera vez que surgía un conflicto. Recordaba sus propias palabras.
– No entiendo la razón. Si yo fuera heterosexual, tú no esperarías que yo me manifestara por la calle para proclamarlo. ¿Por qué tenemos que hacerlo? ¿No se trata simplemente de que tenemos derecho a ser lo que somos? No hay por qué justificarlo, ni anunciarlo, ni declarárselo a la gente. No entiendo por qué mi sexualidad debe interesarle a nadie salvo a ti.
Intentó olvidar la dureza de la riña que siguió después, la voz de Eric quebrada al final, la cara cubierta de lágrimas, la cara de un niño.
– No tiene nada que ver con que sea algo privado; huyes. Te avergüenzas de lo que eres, de lo que soy yo. Y con el empleo pasa lo mismo. Estás con Chandler-Powell, desperdiciando tus aptitudes con una panda de mujeres ricas, presumidas y extravagantes, obsesionadas con su aspecto cuando podrías estar trabajando a tiempo completo aquí en Londres. Encontrarías un trabajo…, claro que lo encontrarías.
– Ahora no es tan fácil, y no pienso desperdiciar mi talento. Me voy a África.
– Para alejarte de mí.
– No, Eric, para alejarme de mí mismo.
– ¡Nunca lo harás! ¡Nunca, nunca! -Las lágrimas de Eric y el portazo quedaron como el último recuerdo.
Marcus había estado mirando el altar con tal atención que la cruz parecía difuminarse y convertirse en un borrón móvil. Cerró los ojos y aspiró el olor húmedo y frío del lugar, notó la dura madera del banco en la espalda. Recordaba la última operación importante de Saint Ángela en la que había estado, una mujer mayor del Servicio Nacional de Salud en cuya cara se había ensañado un perro. Ya estaba enferma y, dado su pronóstico, sólo le quedaba como mucho un año de vida, pero con qué paciencia, con qué destreza, durante largas horas, había George reconstruido un rostro que pudiera soportar el cruel examen del mundo. Nunca se desatendía nada, nada se hacía con prisas ni de manera forzada. ¿Qué derecho tenía George a desaprovechar esa entrega y esas habilidades siquiera tres días a la semana con mujeres ricas a quienes desagradaba la forma de su nariz, su boca o sus pechos, y que querían que la gente supiera que podían permitirse una operación con el señor Chandler-Powell? ¿Qué era para él tan importante para dedicar tiempo a un trabajo que podía hacer un cirujano menos cualificado, y hacerlo igual de bien?
Sin embargo, dejarle ahora seguiría siendo una traición a un hombre a quien veneraba. No dejarle sería una traición a sí mismo y a Candace, la hermana que, como le quería, sabía que debía liberarse y le animaba a tener el valor de actuar. A ella nunca le había faltado valor. Marcus había dormido en la Casa de Piedra y pasado suficiente tiempo allí durante la última enfermedad de su padre para llegar a tener alguna idea de lo que Candace había tenido que aguantar aquellos dos años. Y ahora ella se había quedado sin trabajo, sin ningún otro a la vista, y con la posibilidad de que él se marchara a África. Es lo que Candace quería para él, se había esforzado para hacerlo factible y le había animado a ello, pero Marcus sabía que entonces ella se quedaría sola. Estaba a punto de abandonar a las dos personas que lo amaban -Candace y Eric-, y a George Chandler-Powell, el hombre a quien más admiraba.