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– No del todo. No quiero distinguir entre los pacientes por razones que no sean las médicas. Y francamente, no levantaría un dedo para amordazar a la prensa popular. Si pensamos en las intrigas y las zorrerías de los gobiernos, vemos que hace falta alguna organización lo bastante fuerte para gritar de vez en cuando. Antes creía que vivía en un país libre. Ahora he de reconocer que no es así. Pero al menos tenemos una prensa libre, y estoy dispuesto a soportar cierta cantidad de vulgaridad, populismo, sentimentalismo y tergiversación para garantizar que siga siendo libre. Supongo que Candace está detrás de esto. Sería raro que se te hubiera ocurrido a ti solo. Si su antagonismo hacia la señorita Gradwyn obedece a razones personales, no necesita tener nada que ver con ella. No se le exige esto, los pacientes no son asunto suyo. No tiene por qué verla ahora ni cuando regrese. No selecciono a mis pacientes para complacer a tu hermana. Y ahora, si ya has terminado, seguro que los dos tenemos cosas que hacer. Yo al menos sí.

George se puso en pie y se quedó junto a la puerta. Sin decir ni una palabra más, Marcus pasó delante de él rozándole la manga y salió. Se sentía como un criado incompetente, caído en desgracia. Ese era el mentor al que había venerado, casi adorado, durante años. Ahora, horrorizado, sabía que lo que sentía estaba más cerca del odio. Se apoderó de su mente una idea, casi una esperanza, desleal y vergonzosa. Quizás el ala oeste, la empresa propiamente dicha, se vería obligada a cerrar si se producía un desastre, un incendio, una infección, un escándalo. Si se agotaba la provisión de pacientes ricos, ¿cómo podría Chandler-Powell seguir adelante? Intentó cerrar la mente a las imaginaciones más viles, pero ya eran imparables. Una, la más vil y tremenda de todas, llegó a causarle repugnancia: la muerte de un paciente.

11

Chandler-Powell aguardó a que los pasos de Marcus se apagaran; luego salió de la Mansión para ir a ver a Candace Westhall. No era su intención pasar ese miércoles enredado en discusiones con Marcus o su hermana, pero ahora que se había tomado una decisión sería bueno saber qué tenía ella en la cabeza. Iba a ser un fastidio que Candace también hubiera decidido marcharse; pero seguramente, ahora que su padre estaba muerto, querría volver a su puesto en la universidad para el siguiente trimestre. Aunque no fuera éste el plan, para su trabajo en la Mansión, que consistía en sustituir a Helena cuando ésta se encontraba en Londres y echar una mano en la oficina, no hacía falta exactamente una carrera. A George no le gustaba interferir en la gestión doméstica de la Mansión, pero si ahora Candace tenía pensado irse, cuanto antes lo supiera él mejor.

Caminó hasta el sendero que conducía a la Casa de Piedra bajo el intermitente sol de invierno y, al aproximarse, vio que había un sucio coche deportivo aparcado frente al Chalet Rosa. Así que había llegado Robin Boyton, el primo de los Westhall. Recordaba haber oído a Helena decir algo sobre su visita con una notoria falta de entusiasmo, que, sospechaba, era también compartida por los Westhall. Boyton solía hacer la reserva con poca antelación, pero como el chalet estaba desocupado, evidentemente a Helena le había resultado imposible negárselo.

Siempre le había llamado la atención lo distinta que parecía la Casa de Piedra desde que llegaron Candace y su padre hacía unos dos años y medio. Ella era una jardinera diligente. Chandler-Powell sospechaba que se trataba de una excusa legítima para alejarse de la cabecera de Peregrine Westhall. Él sólo visitó al anciano dos veces antes de su muerte, pero sabía, como imaginaba que le ocurría a todo el pueblo, que era un paciente egoísta, exigente e ingrato. Y ahora que estaba muerto y Marcus se disponía a abandonar Inglaterra, sin duda Candace, liberada de esa servidumbre, tendría sus propios planes de futuro.

Candace estaba rastrillando el césped de la parte trasera. Llevaba su vieja chaqueta de tweed, pantalones de pana y botas que se ponía cuando trabajaba en el jardín, el pelo fuerte y oscuro cubierto con una gorra de lana calada hasta las orejas. Esto resaltaba el gran parecido con su padre, la nariz dominante, los ojos hundidos bajo unas cejas pobladas y rectas, la longitud y la delgadez de los labios, un rostro enérgico e inflexible que, con el cabello oculto, parecía andrógino. De qué forma tan extraña se habían repartido los genes de los Westhall, pues era en Marcus, no en ella, en quien los rasgos del viejo se habían suavizado y convertido casi en delicadeza femenina. Al verle, Candace dejó el rastrillo apoyado en el tronco de un árbol y fue a su encuentro.

– Buenos días, George -dijo-. Creo que sé a qué has venido. Iba a tomarme un descanso para tomar café. Entra, vamos.

Ella lo condujo a través de la puerta lateral, la utilizada habitualmente, hasta la vieja despensa que, con las paredes y el suelo de piedra, parecía más un excusado exterior, un almacén práctico para herramientas usadas, dominado por un aparador galés lleno de una mezcolanza de tazas y copas, manojos de llaves y diversos platos y bandejas. Se trasladaron a la pequeña cocina contigua. Estaba meticulosamente ordenada, pero Chandler-Powell se dijo para sus adentros que ya era hora de hacer algo para agrandar y modernizar el lugar, y se asombró de que Candace, con fama de buena cocinera, no se hubiera quejado al respecto.

Candace encendió una cafetera eléctrica y cogió dos tazas del aparador, y los dos se quedaron callados hasta que el café estuvo listo. Ella sacó una jarra de leche de la nevera, y ambos pasaron a la salita. Tomaron asiento uno frente a otro en una mesa cuadrada, y él volvió a pensar en lo poco que se había hecho en la casa. La mayor parte de los muebles eran de ella, de grandes almacenes, algunos envidiables, otros demasiado grandes. Tres paredes estaban cubiertas de estanterías de madera, traídas a la casa por Peregrine Westhall como parte de su biblioteca cuando el viejo se trasladó desde su casa de reposo. Había legado la biblioteca a su vieja escuela, y los libros que valía la pena conservar habían sido reunidos y recogidos, con lo que las paredes parecían un panal, con espacios vacíos en los que los ejemplares superfluos caían unos sobre otros, tristes símbolos de rechazo. En el conjunto de la estancia se respiraba un ambiente de transitoriedad y pérdida. Sólo el banco de madera con cojines colocado en ángulo recto respecto a la chimenea prometía algo de comodidad.

– Marcus acaba de darme la noticia de que dentro de tres meses se va a África -dijo sin preámbulos-. Me preguntaba hasta qué punto has influido tú en este plan tan poco inteligente.

– ¿Insinúas que mi hermano no es capaz de tomar decisiones propias sobre su vida?

– Sí puede. Que se sienta libre de llevarlas a la práctica es otro cantar. Es evidente que tienes algo que ver. Lo contrario sería una sorpresa. Le llevas ocho años. Tu madre estuvo inválida durante la mayor parte de la infancia de Marcus, luego es lógico que te escuche. Prácticamente lo educaste tú, ¿no?

– Pareces saber mucho de mi familia. Si he influido en él ha sido para alentarlo. Ya es hora de que se vaya. Entiendo que esto sea un inconveniente para ti, George, y a él le sabe mal. A los dos. Pero encontrarás a otro. Hace un año que estabas al corriente de esta posibilidad. Ya debes de tener un sustituto en mente.

Candace estaba en lo cierto. Ya tenía sustituto. Un cirujano retirado de su misma disciplina, muy competente aunque no brillante, que se alegraría de ayudarle tres días a la semana.

– No es esto lo que me preocupa -dijo-. ¿Qué se propone Marcus? ¿Quedarse en África para siempre? Esto no parece muy factible. ¿Trabajar allí uno o dos años y luego volver? ¿A qué? Debe pensar muy en serio sobre lo que quiere hacer con su vida.