Mientras se acercaba a la mesa, él se levantó y, sosteniéndole la mano, la besó con decoro en la mejilla. Rhoda advirtió que la botella de Meursault, que desde luego pagaría ella, ya estaba en el cubo de hielo, consumido un tercio de la misma.
– Un placer volver a verte, Rhoda. ¿Cómo te ha ido con el gran George?
Nunca utilizaban expresiones de cariño. Una vez él la llamó querida, pero no se había atrevido a volver a usar la palabra.
– ¿El gran George? -dijo ella-. ¿Es así como llaman a Chandler-Powell en la Mansión Cheverell?
– No en su presencia. Pareces muy tranquila después de la dura prueba, pero claro, siempre es así. ¿Qué ha pasado? Estaba aquí sentado lleno de ansiedad.
– No ha pasado nada. Me ha visto. Me ha mirado la cara. Hemos fijado una fecha.
– ¿Qué te ha parecido George? Suele causar impresión.
– Su aspecto es imponente. No he estado con él el tiempo suficiente para evaluar su personalidad. Me ha parecido competente. ¿Has pedido ya?
– Nunca lo hago antes de que llegues. Pero he maquinado un menú genial para los dos. Sé lo que te gusta. Con el vino he sido más imaginativo que de costumbre.
Tras examinar la carta de vinos, Rhoda vio que también había sido imaginativo con el precio.
Apenas habían empezado el primer plato cuando Robin introdujo lo que para él era la finalidad del encuentro.
– Estoy buscando algo de capital. No mucho, unos cuantos miles. Es una oportunidad de inversión de primera, poco riesgo, bueno, de hecho ninguno, y devolución garantizada. Jeremy calcula en torno a un diez por ciento anual. Pensé que a lo mejor te interesaba.
Describía a Jeremy Coxon como su socio. Rhoda dudó de si alguna vez había sido algo más que esto. Lo había visto sólo en una ocasión y le había parecido parlanchín pero inofensivo y con sentido común. Si tenía alguna influencia sobre Robin, seguramente era para bien.
– Siempre estoy interesada en inversiones sin riesgo al diez por ciento y con una devolución garantizada -dijo ella-. Me sorprende que no te hayas quedado todas las acciones. ¿De qué va este negocio en el que andas con Jeremy?
– Lo mismo que te conté cuando cenamos en septiembre. Bueno, desde entonces han cambiado cosas, pero recuerdas la idea básica, ¿no? En realidad es mía, no de Jeremy, pero hemos trabajado juntos en ella.
– Mencionaste que tú y Jeremy Coxon estabais pensando en organizar clases de etiqueta para nuevos ricos que se sienten socialmente inseguros. No sé por qué pero no te veo como profesor, de hecho ni como experto en etiqueta.
– Me he empollado libros. Es asombrosamente fácil. Y el experto es Jeremy, así que no hay problema.
– ¿Acaso vuestros incompetentes sociales no podrían también aprenderlo directamente de los libros?
– Supongo que sí, pero prefieren el contacto humano. Les damos confianza. Por eso es por lo que pagan. Rhoda, hemos identificado una verdadera oportunidad de mercado. A un montón de jóvenes, bueno, sobre todo hombres y no sólo ricos, les preocupa no saber qué ponerse en determinadas ocasiones, qué hacer si invitan a una chica a un buen restaurante por primera vez. No están seguros de cómo comportarse con los demás, de cómo causar buena impresión al jefe. Jeremy tiene una casa en Maida Vale que compró con el dinero que le dejó una tía rica, así que la estamos utilizando en este momento. Debemos ser discretos, por supuesto. Jeremy no está seguro de si podemos usarla legalmente para un negocio. Vivimos con miedo a los vecinos. Una de las habitaciones de la planta baja está acondicionada como restaurante en el que ensayamos. Al cabo de un tiempo, cuando ya tienen más confianza, llevamos a los clientes a un restaurante de verdad. No a sitios como éste sino a otros no demasiado populares que nos hacen precios especiales. Pagan los clientes, naturalmente. Nos va bastante bien y el negocio está creciendo, pero necesitamos otra casa, o al menos un piso. Jeremy está harto de renunciar prácticamente a su planta baja y de que aparezcan estos tipos raros cuando él quiere agasajar a sus amigos. Y luego está la oficina. Ha tenido que adaptar uno de los dormitorios. Se lleva el setenta y cinco por ciento de los beneficios debido a la casa, pero sé que piensa que ya es hora de que yo le pague mi parte. Como es lógico no podemos utilizar mi piso. Ya sabes cómo es, no tiene precisamente el ambiente que estamos buscando. En todo caso, creo que no me quedaré allí mucho tiempo. El dueño se está volviendo muy poco servicial. En cuanto tengamos otra dirección haremos grandes progresos. Bueno, ¿qué piensas, Rhoda? ¿Te interesa?
– Me interesa oír hablar de ello. No me interesa aportar dinero. Pero podría salir bien. Es más razonable que la mayoría de tus entusiasmos anteriores. En cualquier caso, buena suerte.
– O sea, la respuesta es no.
– La respuesta es no -dijo Rhoda, que añadió sin pensar-: Debes esperar a mi testamento. Prefiero hacer las obras de beneficencia después de muerta. Es más fácil contemplar el desembolso de dinero cuando uno ya no lo necesita para nada.
En el testamento le dejaba veinte mil libras, no suficiente para financiar uno de sus delirios más excéntricos pero sí para asegurar que el alivio de haber recibido algo superaría la decepción ante la cantidad. Esto le permitía a ella mirarle la cara con deleite. Rhoda sentía un leve pesar, demasiado próximo a la vergüenza y por tanto incómodo, por haber provocado maliciosamente y estar disfrutando de aquel primer sonrojo de sorpresa y placer, del destello de avaricia en los ojos de Robin y luego del rápido descenso a la realidad. ¿Por qué se había tomado la molestia simplemente de confirmar una vez más lo que sabía sobre él?
– ¿Te has decidido definitivamente por la Mansión Cheverell, no por una de las camas privadas de Chandler-Powell en Saint Ángela? -preguntó él.
– Prefiero estar fuera de Londres, donde haya más posibilidades de tranquilidad e intimidad. El día 27 voy a pasar allí una noche preliminar. El me lo ha propuesto. Le gusta que sus pacientes estén familiarizados con el lugar antes de la operación.
– También le gusta el dinero.
– Y a ti, Robin, no critiques.
Con los ojos fijos en el plato, él dijo:
– Estoy pensando en visitar la Mansión cuando estés ingresada. Quizás aceptes de buen grado un poco de cotilleo. Las convalecencias son aburridísimas.
– No, Robin, no quiero cotilleos. He hecho la reserva en la Mansión expresamente para asegurarme de que me dejen tranquila. Supongo que el personal se encargará de que nadie me moleste. ¿No es ésta la finalidad esencial del lugar?
– Es un poco mezquino por tu parte, teniendo en cuenta que yo te recomendé la Mansión. ¿Irías allí si no hubiera sido por mí?
– Como no eres médico ni te han hecho nunca una operación de cirugía estética, no estoy segura del valor de tu recomendación. Has mencionado la Mansión de vez en cuando, nada más. Yo ya había oído hablar de George Chandler-Powell. Lo cual no debe sorprender, toda vez que se le considera uno de los seis mejores cirujanos plásticos de Inglaterra, probablemente de Europa. Fui a verle, verifiqué su historial, me asesoré con un experto y lo elegí. Pero tú no me has contado cuál es tu relación con la Mansión Cheverell. Debería saberlo por si menciono informalmente que te conozco y me encuentro con miradas frías y me relegan a la peor habitación.
– Eso podría pasar. No soy exactamente su visita preferida. De hecho no me quedo en la casa, esto sería ir un poco lejos por ambas partes. Tienen un chalet para las visitas, el Chalet Rosa, y hago la reserva ahí. También tengo que pagar, demasiado a mi entender. Ni siquiera te llevan la comida. Por lo general en verano no consigo habitación, pero difícilmente pueden decir que la casa no está libre en diciembre.