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– Dijiste que tenías cierto parentesco.

– No con Chandler-Powell, sino con su ayudante, Marcus Westhall, que es primo mío. Le ayuda en las intervenciones y cuida de los pacientes cuando el gran George está en Londres. Marcus vive ahí con su hermana, Candace, en el otro chalet. Ella no tiene nada que ver con los pacientes; ayuda en la oficina. Soy su único pariente vivo. Uno pensaría que esto significaría algo para ellos.

– ¿Y no es así?

– Si no te aburre, mejor te cuento un poco de historia familiar. Se remonta a bastante tiempo atrás. Intentaré ser breve. Tiene que ver con dinero, naturalmente.

– Es lo habitual.

– Es una historia muy triste sobre un pobre niño huérfano que es arrojado al mundo sin un céntimo. Lamento desgarrarte el corazón con esto. No me gustaría que cayeran lágrimas saladas en tu delicioso cangrejo.

– Correré el riesgo. También me servirá para saber algo del lugar antes de ir.

– Me preguntaba qué había tras esta invitación a almorzar. Bueno, si quieres ir preparada, has encontrado a la persona idónea. Bien vale el precio de una buena comida.

Él hablaba sin rencor, pero tenía una sonrisa divertida. Rhoda se recordó a sí misma que no era prudente infravalorarlo. Robin nunca le había hablado de su historia familiar ni de su pasado. Siendo un hombre tan dispuesto a comunicar las minucias de su existencia cotidiana, sus pequeños triunfos y sus más habituales fracasos en el amor y los negocios, contados en general con humor, era notablemente reservado con respecto a su vida anterior. Rhoda sospechaba que había tenido una infancia muy desgraciada y que sus primeros traumas, de los que nadie se recupera del todo, acaso estuvieran en la raíz de su inseguridad. Dado que ella no tenía intención de responder a las confidencias con una franqueza recíproca, la de Robin era una vida que Rhoda no había sentido el impulso de explorar. Pero había cosas acerca de la Mansión Cheverell que sería útil saber con antelación. Iría a la Mansión como paciente y, para ella, esto suponía vulnerabilidad y una cierta sumisión física y emocional. Llegar sin estar informada significaría ponerse en desventaja desde el principio.

– Háblame de tus primos -dijo ella.

– Son gente acomodada, al menos con arreglo a mi criterio, y muy ricos según el criterio de cualquiera. Su padre, mi tío Peregrine, murió hace nueve meses y les dejó unos ocho millones. Él había heredado de su padre, Theodore, que murió sólo unas semanas antes. La fortuna familiar venía de Theodore. Habrás oído hablar de Latín Primer [Manual de latín] y First Steps in Learning Greek [Primeros pasos para aprender griego], de T.R. Westhall, algo así en todo caso. Yo no los utilicé, no fui a esta clase de escuela. De todos modos, los libros de texto, si llegan a ser estándar, a consagrarse por el uso continuado, dan sorprendentemente mucho dinero. Nunca se dejan de imprimir. Y el viejo era hábil manejando el dinero. Tenía el don de hacerlo crecer.

– Me sorprende que tus primos hayan heredado tanto habiendo sido las muertes tan seguidas, el padre y el abuelo. El impuesto de sucesiones habrá sido tremendo.

– El viejo abuelo Theodore ya había pensado en ello. Ya te he dicho que era muy listo con el dinero. Antes de que le aquejara su última enfermedad se hizo una especie de seguro. Sea como sea, el dinero está ahí. Ellos lo tendrán tan pronto se autentifique el testamento.

– Y a ti te gustaría recibir una parte.

– Francamente, creo que la merezco. Theodore Westhall tuvo dos hijos, Peregrine y Sophie. Sophie fue mi madre. Su matrimonio con Keith Boyton nunca gustó mucho a su padre, de hecho me parece que intentó impedirlo. Entendía que Keith era una nulidad, un indolente cazafortunas que sólo quería el dinero de la familia, y para ser sincero seguramente no andaba muy equivocado. La pobre mamá murió cuando yo contaba siete años. Me crio mi padre, bueno, mejor sería decir que me crie solo. En cualquier caso, al final se cansó y me dejó en el internado Dotheboys Hall. Una mejora con respecto a Dickens, aunque no gran cosa. Pese a todo, una organización benéfica pagó la matrícula. No era el lugar para un niño presumido, en especial si llevaba la etiqueta de inclusero colgada al cuello.

Robin agarraba la copa de vino como si fuera una granada, con los nudillos blancos. Por un momento Rhoda tuvo miedo de que se le rompiera en las manos. Luego él dejó de apretar con tanta fuerza, le sonrió y se llevó la copa a los labios.

– Desde la boda de mamá -dijo-, los Boyton quedaron marginados en la familia. Los Westhall no olvidan ni perdonan.

– ¿Dónde está ahora tu padre?

– Pues la verdad, Rhoda, es que no tengo la menor idea. Cuando conseguí la beca para la escuela de arte dramático, emigró a Australia. No hemos vuelto a estar en contacto. Por lo que sé, puede que esté casado, o muerto, o ambas cosas. Nunca estuvimos lo que se diría muy unidos. Y él ni siquiera nos ayudó. La pobre mamá aprendió a escribir a máquina y ganaba una miseria en un servicio de dactilografía. Servicio de dactilografía, curiosa expresión. No creo que existan ahora. El de mamá era especialmente lóbrego.

– ¿No habías dicho que eras huérfano?

– Y quizá lo sea. De todos modos, si mi padre no está muerto, tampoco está presente. En ocho años ni siquiera una postal.

Si no está muerto, seguro que le está yendo bien. Era quince años mayor que mi madre, así que tendrá más de sesenta.

– Por lo que no es probable que aparezca pidiendo un poco de ayuda económica de la herencia.

– Bueno, si lo hiciera, no sacaría nada. No he visto el testamento, pero cuando telefoneé al abogado de la familia, por puro interés, como comprenderás, me dijo que no me daría ninguna copia. Dijo que sólo podía obtener una copia cuando se hubiera autentificado. No creo que me tome la molestia. Los Westhall dejarían dinero antes a un asilo para gatos que a un Boyton. Mi reclamación se basa en la justicia, no en la legalidad. Soy primo suyo. Hemos estado en contacto. Tienen dinero de sobra, y en cuanto se legalice el testamento serán muy ricos. No les haría ningún daño mostrar ahora algo de generosidad. Por eso los visito. Me gusta recordarles que existo. El tío Peregrine sólo sobrevivió treinta y cinco días al abuelo. Seguro que el viejo Theodore aguantó todo lo posible con la esperanza de sobrevivir a su hijo. No sé qué habría pasado si el tío Peregrine hubiera muerto primero, pero al margen de las complicaciones legales, no habría habido nada para mí.

– Pero tus primos habrán estado preocupados. En todos los testamentos hay una cláusula según la cual el legatario ha de sobrevivir veintiocho días tras la muerte del testador si quiere heredar. Imagino que se preocuparon mucho de mantener a su padre con vida, es decir, si efectivamente sobrevivió durante esos vitales ocho días. Quizá lo metieron en un congelador y lo sacaron fresco e impecable el día adecuado. Este es el argumento de un libro de un novelista detective, Cyril Haré. Creo que se titula Untimely Death [Muerte inoportuna], pero quizás originalmente se publicó con otro nombre. No recuerdo mucho de qué va. Lo leí hace años. Era un escritor elegante.

Robin estaba en silencio, y Rhoda vio que servía vino como si tuviera la mente en otro sitio. Dios mío, ¿está realmente tomando en serio este disparate? pensó divertida y algo preocupada. En este caso, y si él empezaba a luchar por eso, su acusación probablemente pondría punto final a la relación con sus primos.

Se le ocurrían pocas cosas con más probabilidades de cerrarle para siempre las puertas del Chalet Rosa y la Mansión Cheverell que una acusación de fraude. Había recordado inesperadamente la novela y había hablado sin pensar. Era curioso que él tomara en serio sus palabras.