Sin embargo, cuando por fin se separaron, ella se paró y por primera vez se dio la vuelta para observar la espalda de Robin alejándose hasta desaparecer del campo visual. Rhoda no tenía miedo de la operación, ni ningún presentimiento de muerte. El señor Chandler-Powell había dicho que con la anestesia general siempre había algún riesgo, pero en manos expertas podía descartarse. No obstante, mientras él desaparecía, Rhoda comenzó a alejarse y por un instante compartió el miedo irracional de Robin.
5
A las dos del jueves 27 de noviembre, Rhoda estaba preparada para ir a hacer su primera visita a la Mansión Cheverell. Sus tareas pendientes habían sido completadas y entregadas a tiempo, como de costumbre. Nunca era capaz de salir de casa, ni siquiera para una sola noche, sin efectuar una limpieza rigurosa, recoger, vaciar papeleras, guardar papeles en el estudio y comprobar finalmente las puertas y ventanas interiores. Cualquier lugar que ella denominara casa debía estar inmaculado antes de irse, como si esta meticulosidad garantizara su regreso sin novedad.
El folleto sobre la Mansión incluía instrucciones sobre cómo llegar a Dorset; de todos modos, como siempre que hacía un recorrido nuevo, lo anotó en una cartulina que colocó en el salpicadero. La mañana había sido soleada a ratos, pero pese a haber arrancado tarde, la salida de Londres había sido lenta y cuando casi dos horas después había dejado la M3 y tomado la carretera de Ringwood, ya caía la noche y con ella un chubasco que en cuestión de segundos se convirtió en un aguacero. Los limpiaparabrisas, dando sacudidas como seres vivos, se mostraban impotentes ante el diluvio. Rhoda no veía nada al frente salvo el brillo de los faros en los rizos de agua que a toda prisa se convertían en un pequeño torrente. Distinguía pocas luces de otros coches. Era imposible seguir conduciendo, y entornando los ojos miró a través de la cortina de lluvia, en busca de un arcén de hierba que le ofreciera una posición estable. En cuestión de minutos fue capaz de conducir con prudencia por unos metros de terreno llano frente a la pesada verja de una granja. Al menos aquí no había peligro de que hubiera una zanja oculta o barro blando en el que se hundieran las ruedas. Apagó el motor y escuchó la lluvia que aporreaba el techo como una ráfaga de balas. Bajo el ataque, el BMW conservaba una paz metálica enclaustrada que realzaba el tumulto exterior. Rhoda sabía que más allá de los invisibles setos podados estaba parte del paisaje más bello de Inglaterra, pero ahora se sentía encerrada en una inmensidad tanto extraña como potencialmente hostil. Había desconectado el móvil, como siempre con alivio. Nadie en el mundo sabía dónde estaba ni podía llegar hasta ella. No pasaban coches, y, mirando a través del parabrisas, veía sólo la cortina de agua, y más allá, temblorosas manchas de luz que ubicaban las casas en la lejanía. Por lo general, agradecía el silencio y era capaz de disciplinar su imaginación. Contemplaba la inminente operación sin miedo aun reconociendo que había cierta causa racional para estar preocupada; la anestesia general siempre comportaba algún riesgo. Pero ahora era consciente de una desazón que era algo más que preocupación sobre esa visita preliminar o la propia intervención. Reparó en que le incomodaba porque se parecía demasiado a la superstición, como si una realidad antes desconocida para ella o una ofensiva de la conciencia hicieran sentir poco a poco su presencia y exigieran ser reconocidas.
Era inútil escuchar música por encima del tumulto de la tormenta, así que abatió el respaldo y cerró los ojos. Diversos recuerdos, algunos viejos, otros más recientes, inundaron su mente sin encontrar resistencia. Revivió de nuevo el día de mayo, siete meses atrás, que la había llevado a hacer este viaje, hasta este tramo de carretera desierta. La carta de su madre había llegado con un montón de correo aburrido: circulares, avisos de reuniones a las que no pensaba asistir, facturas. Las cartas de su madre eran aún más infrecuentes que sus breves llamadas telefónicas; cogió el sobre, más cuadrado y grueso que los utilizados normalmente, con un leve presentimiento de que pasaba algo malo, una enfermedad, problemas con el bungalow, la necesidad de su presencia. Pero era la invitación a una boda. La tarjeta, impresa en letra florida rodeada de imágenes de campanas de boda, anunciaba que la señora Ivy Gradwyn y el señor Ronald Brown esperaban que sus amigos les acompañaran en la celebración de su casamiento. Aparecían la fecha, la hora y el nombre de la iglesia, y un hotel donde los invitados serían recibidos en recepción. Una nota de puño y letra de su madre decía: «Ven si puedes, Rhoda. No sé si te he mencionado a Ronald en mis cartas. Es viudo, y su esposa era una gran amiga mía. El tiene ganas de conocerte.»Recordó sus sensaciones, sorpresa seguida de alivio, de las que se avergonzó ligeramente, al pensar que ese matrimonio pudiera liquidar parte de la responsabilidad para con su madre, que acaso atenuara su culpa por las infrecuentes cartas y llamadas telefónicas y los encuentros aún más excepcionales. Cuando se veían, se comportaban como desconocidas educadas y cautelosas, todavía inhibidas por las cosas que no podían decir, por los recuerdos que procuraban no suscitar. Rhoda no recordaba haber oído hablar de Ronald y no tenía ningún deseo de conocerle, pero se trataba de una invitación que estaba obligada a aceptar.
Y ahora revivía conscientemente el solemne día que prometía sólo aburrimiento soportado con diligencia, pero que la había conducido hasta este momento azotado por la lluvia y todo lo que tenía por delante. Había salido con tiempo, pero una camioneta había volcado y derramado su carga por la autopista, y cuando llegó al exterior de la iglesia, un lúgubre edificio del gótico Victoriano, oyó el aflautado e incierto canto de lo que sería el último himno. Aguardó en el coche un trecho más abajo hasta que salió la congregación, sobre todo ancianas y personas de mediana edad. Un coche con cintas blancas había aparecido y había aparcado, pero ella estaba demasiado lejos para ver a su madre o al novio. Mientras los demás abandonaban la iglesia, siguió al coche hasta el hotel, que se hallaba a unos seis kilómetros costa abajo, un edificio eduardiano con muchos torreones flanqueado por bungalows y bordeado por un campo de golf. Las numerosas vigas negras de la fachada daban a entender que el arquitecto había intentado imitar el estilo Tudor, pero al final su orgullo desmedido le había empujado a añadir una cúpula central y una puerta delantera de carácter palladiano.
El vestíbulo de recepción tenía una atmósfera de esplendor largamente marchito, cortinas de damasco rojo colgaban en ornamentales pliegues y la alfombra parecía haber sucumbido a décadas de polvo. Rhoda se unió al torrente de invitados, quienes con ciertas dudas se dirigían a una estancia en la parte de atrás que proclamaba su función mediante un tablero y un aviso impreso: «Salón de alquiler para fiestas privadas.» Se detuvo un momento en la puerta, indecisa, y luego entró y enseguida vio a su madre. Estaba de pie con su novio, rodeada por un pequeño grupo de mujeres que parloteaban. Rhoda pasó casi inadvertida al entrar, pero al ir avanzando poco a poco hacia ellos vio que la cara de su madre componía una sonrisa vacilante. Hacía cuatro años que no se veían, pero Ivy parecía más joven y feliz, y al cabo de unos segundos besó algo dubitativa a Rhoda en la mejilla derecha y luego se dirigió al hombre que había a su lado. Era viejo -al menos setenta años, estimó Rhoda-, bastante más bajo que su madre, y tenía una cara tersa, de mejillas redondeadas, agradable pero inquieta. Parecía algo confuso, y la madre tuvo que repetir el nombre de Rhoda dos veces antes de que él sonriera y extendiera la mano. Se hicieron las presentaciones. Los invitados pasaban por alto resueltamente la cicatriz. Unos cuantos niños que correteaban la miraron con descaro, y acto seguido echaron a correr gritando y atravesaron las puertas de vidrio para jugar fuera. Rhoda recordaba fragmentos de la conversación. «Tu madre habla muy a menudo de ti.» «Está muy orgullosa de ti.» «Qué bien que hayas venido de tan lejos.» «Y además un día precioso, ¿verdad?» «Me alegra verla tan feliz.»