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La comida y el servicio fueron mejores de lo que había esperado. El mantel de la larga mesa estaba inmaculado, las copas y los platos brillaban, y el primer mordisco confirmó que el jamón de los bocadillos estaba recién cortado. Tres mujeres de mediana edad vestidas como doncellas atendían con una alegría que desarmaba. Se sirvió té fuerte de una tetera inmensa, y tras un rato de cuchicheos entre el novio y la novia, llegaron diversas bebidas del bar. La conversación, que hasta entonces había sido tan silenciosa como si todos hubieran asistido recientemente a un entierro, se animó, y se alzaron las copas, algunas conteniendo líquidos de un color que no presagiaba nada bueno. Tras una ansiosa consulta entre la madre y el barman, aparecieron copas altas de champán con cierta ceremonia. Habría un brindis.

El acto estaba en manos del párroco que había dirigido el oficio religioso, un joven pelirrojo que, despojado de la sotana, ahora llevaba un alzacuello, pantalones grises y americana. Acarició suavemente el aire como para acallar el alboroto y pronunció un breve discurso. Por lo visto, Ronald era el organista de la iglesia y el párroco hizo gala de cierto humor forzado al hablar de tocar todos los registros y que los dos vivieran en armonía hasta el fin de sus vidas, todo ello intercalado con chistes inofensivos, ahora olvidados, que los invitados más generosos acogieron con risas azoradas.

Se produjo una aglomeración en torno a la mesa, de modo que, con el plato en la mano, Rhoda se dirigió a la ventana, agradecida por ese momento en que los invitados, obviamente hambrientos, no era probable que la abordaran. Los observaba con una mezcla placentera de atención crítica y distracción irónica: los hombres con sus mejores trajes, algunos algo tirantes sobre redondeados estómagos y anchas espaldas; las mujeres, que con toda evidencia se habían esforzado y habían aprovechado la oportunidad para estrenar un conjunto. La mayoría, como su madre, lucía un vestido veraniego estampado con una chaqueta a juego, y un sombrero de paja de tono pastel posado de manera incongruente sobre el cabello recién peinado. Rhoda pensó que podían haber tenido un aspecto muy parecido en los años treinta o cuarenta. Se sintió incomodada por una emoción nueva y desagradable compuesta de compasión y enojo. Yo no formo parte de esto, pensó. No soy feliz con ellos y ellos no son felices conmigo. Su embarazosa cortesía mutua no puede salvar la distancia entre nosotros. Pero vengo de aquí, es mi gente, la clase trabajadora cualificada fundiéndose con la clase media, este grupo amorfo e inadvertido que combatió en dos guerras defendiendo a su país, pagaba sus impuestos, se aferraba a lo que quedaba de sus tradiciones. Habían vivido para ver ridiculizado su simple patriotismo, desdeñada su moralidad, devaluados sus ahorros. No creaban problemas. Millones de libras de dinero público no eran introducidos regularmente en sus barrios con el fin de sobornarlos, engatusarlos o coaccionarlos para que practicaran la virtud civil. Y si se quejaban de que sus ciudades se habían vuelto extrañas, ajenas, o de que a sus hijos les daban clase en escuelas atestadas en las que el noventa por ciento de los niños no hablaban inglés, los que vivían en circunstancias más holgadas y cómodas les sermoneaban sobre el pecado capital del racismo. Sin protección por parte de los contables, eran las vacas lecheras de la rapaz Hacienda Pública. No había surgido ninguna empresa lucrativa de preocupación social y análisis psicológico para analizar y compensar sus insuficiencias derivadas de la privación o la pobreza. Quizá Rhoda debería escribir sobre ellos antes de renunciar por fin al periodismo, pero sabía que, teniendo retos más interesantes y provechosos a la vista, nunca lo haría. Ellos no tenían sitio en sus planes de futuro igual que no lo tenían en su vida.

Su último recuerdo era el de estar sola con su madre en el lavabo de mujeres, mirándose sus perfiles en un largo espejo que había sobre un jarrón de flores artificiales.

– A Ronald le caes bien -dijo su madre-. Me he dado cuenta. Me alegro de que hayas venido.

– Y yo. Y él también me gusta. Espero que seáis muy felices.

– Lo seremos, seguro. Hace cuatro años que nos conocemos. Su esposa cantaba en el coro. Una encantadora voz de contralto, algo no habitual en una mujer. Ron y yo siempre nos llevamos bien. Es muy buena persona. -Sonaba satisfecha de sí misma. Mirando con ojo crítico el espejo, se puso bien el sombrero.

– Sí, parece buena persona -dijo Rhoda.

– Lo es, desde luego. No causa ninguna molestia. Y sé que esto es lo que Rita habría querido. Lo insinuó más o menos antes de morir. Ron nunca se las ha arreglado muy bien solo. Y estaremos bien, en cuanto al dinero me refiero. Va a vender su casa y se mudará al bungalow conmigo. Parece sensato ahora que tiene setenta años. De modo que ya no tienes por qué seguir enviándome las quinientas libras mensuales.

– Yo lo dejaría todo como está, a menos que a Ronald le incomode.

– No es eso. Un extra siempre viene bien. Sólo pensaba que podías necesitarlo tú.

Se volvió y tocó la mejilla izquierda de Rhoda, un toque tan suave que ésta fue consciente sólo de los dedos temblando levemente sobre la cicatriz. Cerró los ojos, deseando con todas sus fuerzas no estremecerse. Pero no retrocedió.

– No era un mal hombre, Rhoda -dijo su madre-. Era la bebida. No deberías culparlo. Tenía una enfermedad, y la verdad es que te quería. Ese dinero que estuvo enviándote desde que te fuiste de casa… no era fácil conseguirlo. No gastaba nada en sí mismo.

Salvo en bebida, pensó Rhoda, pero no lo dijo. Nunca había dado las gracias a su padre por esas cinco libras semanales; desde que se marchó de casa no volvió a hablar con él.

La voz de su madre pareció surgir de un silencio.

– ¿Recuerdas aquellos paseos por el parque?

Recordaba los paseos por el parque de las afueras donde parecía que siempre era otoño, los rectos senderos cubiertos de grava, los arriates rectangulares o redondos llenos de dalias de colores discordantes, una flor que detestaba, caminando al lado de su padre, callados los dos.

– Cuando no bebía, se portaba bien -dijo la madre.

– No le recuerdo sin beber. -¿Había pronunciado esas palabras o sólo las había pensado?

– Teniendo en cuenta que trabajaba para el ayuntamiento, para él no resultó fácil. Sé que tuvo suerte al conseguir ese empleo tras haber sido despedido del bufete de abogados, pero aquello era superior a él. Era listo, Rhoda, de ahí sacaste tu inteligencia. Le dieron una beca para la universidad y fue el primero.

– ¿El primero? ¿Quieres decir que sacó un sobresaliente?

– Creo que esto es lo que dijo. En todo caso, significa que era listo. Es por eso por lo que estuvo tan orgulloso cuando entraste en el instituto.

– No sabía que había ido a la universidad. Nunca me dijo nada.

– ¿No te lo dijo? Pensaría que no tenías interés. No era de los que hablaban mucho, y menos de sí mismo.

Nadie hablaba mucho. Aquellos estallidos de violencia, la rabia impotente, la vergüenza, habían hablado por todos ellos. Las cosas importantes habían sido indecibles. Y mirando el rostro de su madre, se preguntó cómo podía empezar ahora. Pensó que su madre tenía razón. No tuvo que ser fácil para su padre encontrar ese billete de cinco libras una semana tras otra. Lo acompañaban unas palabras, a veces con letra temblorosa, que decían simplemente «De tu padre, con amor». Ella aceptaba el dinero porque le hacía falta y tiraba el papel. Con la despreocupada crueldad de un adolescente, no le había considerado digno de ofrecerle su amor, un regalo mucho más difícil que el dinero, como bien había sabido siempre ella. Quizá la verdad era que Rhoda no había sido digna de recibirlo. Durante treinta años había incubado su desprecio, su rencor y, sí, su odio. Sin embargo, ese cenagoso riachuelo de Essex, esa muerte solitaria, lo había colocado fuera de su poder para siempre. Ella se había hecho daño a sí misma, y reconocerlo acaso fuera el principio de su curación.