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KATE

8

A Huntington Lodge, situado en un acantilado alto a unos cinco kilómetros al oeste de Bournemouth, se llegaba tras un corto trayecto lleno de curvas entre cedros y rododendros, que finalizaba ante una puerta principal con unas columnas imponentes. Las proporciones por lo demás agradables de la casa quedaban estropeadas por una ampliación moderna y un gran aparcamiento a la izquierda. Se había tenido cuidado de no angustiar a las visitas con letreros del tenor de «jubilados», «ancianos», «clínica» o «residencia». En una placa de bronce, muy abrillantada, y colocada discretamente en la pared contigua a la verja de hierro, se leía simplemente el nombre de la casa. Respondió enseguida al timbre un empleado con una blanca chaquetilla, que condujo a Dalgliesh hasta un mostrador situado al final del pasillo. Allí, una mujer canosa, con un peinado impecable, un conjunto de punto y un collar de perlas, verificó su nombre en el libro de visitas y sonriendo le dijo que el señor Kershaw lo esperaba en Vista del Mar, la estancia delantera de la primera planta. ¿Prefería el señor Dalgliesh subir por las escaleras o en ascensor? Charles lo acompañaría.

Tras optar por las primeras, Dalgliesh siguió por las amplias escaleras de caoba al joven que le había abierto la puerta. En las paredes y el pasillo de arriba colgaban acuarelas, grabados y una o dos litografías, y en unas mesitas pegadas a la pared había jarrones con flores y adornos de porcelana cuidadosamente dispuestos, la mayoría de empalagoso sentimentalismo. En Huntington Lodge, con su reluciente limpieza, todo era impersonal y, para Dalgliesh, deprimente. A su entender, cualquier establecimiento que segregara a las personas, por necesario o benigno que fuera eso, suscitaba en él un malestar que se remontaba a la época de la escuela primaria.

Su acompañante no tuvo necesidad de llamar a la puerta de Vista del Mar. Ya estaba abierta, y Philip Kershaw lo esperaba apoyado en unas muletas. Charles se fue discretamente. Kershaw le estrechó la mano y, haciéndose a un lado, dijo:

– Entre, por favor. Ha venido para hablar de la muerte de Candace Westhall, naturalmente. No he visto la confesión, pero Marcus ha telefoneado a nuestra oficina de Poole y luego me ha llamado mi hermano. Menos mal que usted llamó con antelación. A medida que se acerca la muerte, uno pierde la capacidad de sorpresa. Por lo general me siento en el sillón junto a la chimenea. Acerque otra butaca, haga el favor, creo que la encontrará cómoda.

Tomaron asiento, y Dalgliesh dejó el maletín sobre la mesita que había entre los dos. A Dalgliesh le pareció que Philip Kershaw estaba prematuramente envejecido debido a la enfermedad. El escaso pelo estaba peinado con cuidado sobre un cráneo cubierto de cicatrices, acaso indicios de viejas caídas. La piel amarilla se veía estirada sobre los angulosos huesos de la cara, que en otro tiempo tal vez fue atractiva pero ahora tenía manchas y estaba entrecruzada por lo que parecían los jeroglíficos de la edad. Iba vestido pulcramente como un novio de edad avanzada, pero el apergaminado pescuezo surgía de un cuello de camisa blanco e inmaculado que era al menos una talla mayor de la cuenta. Tenía un aspecto tanto vulnerable como lastimoso, pero su apretón de manos, aunque frío, había sido firme y, cuando hablaba, su voz era baja pero las frases se formaban sin tensión aparente.

Ni el tamaño de la estancia ni la calidad y variedad de los heterogéneos muebles podían ocultar el hecho de que se trataba de la habitación de un enfermo. Había una cama individual pegada a la pared, a la derecha de las ventanas, y un biombo que, desde la puerta, no ocultaba del todo la bombona de oxígeno y el botiquín. Junto a la cama había una puerta que, supuso Dalgliesh, sería la del cuarto de baño. Sólo se veía abierta una ventana superior, pero el aire era inodoro, sin la menor evocación del cuarto de un enfermo, una esterilidad que a Dalgliesh le pareció más molesta que el olor a desinfectante. En la chimenea no ardía ningún fuego, algo lógico en la habitación de un paciente de andar inseguro, pero el ambiente estaba caldeado, incluso demasiado. La calefacción central debía de funcionar a tope. Pero la chimenea vacía tenía un aire triste, en la repisa sólo se veía la figura de porcelana de una mujer con sombrero y miriñaque que sostenía incongruentemente una azada de jardín, adorno que Dalgliesh dudó de que hubiera sido elegido por Kershaw. Sin embargo, había habitaciones peores en las que soportar un arresto domiciliario, o algo parecido a eso. A juicio de Dalgliesh, el único elemento del mobiliario que Kershaw había traído consigo era una larga estantería de roble, con los libros tan apretados que parecían pegados con cola.

Mirando hacia la ventana, Dalgliesh dijo:

– Desde aquí tiene una vista formidable.

– La verdad es que sí. A menudo me recuerdan que soy afortunado por tener esta habitación; y también por poderme permitir un sitio así. A diferencia de otras residencias, aquí se dignan amablemente atenderle a uno, hasta la muerte si es preciso. Quizá le gustaría ver el panorama más de cerca.

Era una propuesta poco común, pero Dalgliesh siguió los penosos pasos de Kershaw hasta la ventana en saledizo, flanqueada por otras dos ventanas más pequeñas, desde donde se veía el canal de la Mancha. La mañana era gris, con un sol escaso e intermitente, el horizonte una línea apenas percibida entre el cielo y el mar. Bajo las ventanas había un patio de piedra, con tres bancos de madera colocados a intervalos regulares. Detrás, el terreno descendía unos veinte metros hasta el mar en un revoltijo de árboles y arbustos entrelazados, rebosantes de fuertes y lustrosas hojas perennes. Sólo donde el matorral se hacía menos espeso alcanzó Dalgliesh a vislumbrar los ocasionales paseantes, que andaban como sombras efímeras con pasos silenciosos.

– Yo sólo veo el panorama si me pongo de pie -dijo Kershaw-, lo que cada vez supone más esfuerzo. He llegado a familiarizarme con los cambios estacionales, el cielo, el mar, los árboles, algunos de los arbustos. La vida humana está debajo de mí, fuera de mi alcance. Como no deseo inmiscuirme en la vida de esas figuras casi invisibles, ¿por qué me siento privado de una compañía que no hago nada por buscar y me desagradaría profundamente? Mis compañeros de aquí (en Huntington Lodge no hablamos de pacientes) hace tiempo que han agotado los pocos temas sobre los que tenían algún interés en hablar: la comida, el buen o mal tiempo, el personal, el programa de televisión de la noche pasada o sus irritantes manías. Es un error vivir hasta que uno da la bienvenida a la luz cada mañana, no con alivio y sin duda tampoco con alegría, sino con decepción y una pena que a veces roza la desesperación. Aún no he llegado a este punto, pero llegaré. Igual que, desde luego, a la oscuridad final. Menciono la muerte no para introducir en nuestra conversación una nota morbosa ni, Dios no lo permita, para suscitar compasión. Pero antes de hablar es bueno saber dónde estamos. Inevitablemente, usted y yo, señor Dalgliesh, veremos las cosas de forma distinta. Pero usted no está aquí para hablar del panorama. Quizá será mejor que vayamos al asunto.

Dalgliesh abrió el maletín y dejó sobre la mesa la copia que Robin Boyton había hecho del testamento de Peregrine Westhall.

– Le agradezco que haya accedido a verme -dijo-. Por favor, dígame si le canso.

– Comandante, no creo que usted vaya a cansarme o aburrirme hasta hacerse insoportable.

Era la primera vez que utilizaba el rango de Dalgliesh. Este dijo:

– Tengo entendido que usted representó a la familia Westhall en los testamentos tanto del abuelo como del padre.

– No yo, sino el bufete familiar. Desde mi ingreso aquí hace once meses, el trabajo rutinario lo ha llevado a cabo mi hermano más joven en la oficina de Poole. De todos modos, me ha tenido informado.