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– Si es que se ha resuelto, naturalmente.

– ¿Crees posible que ella mintiera para proteger a alguien? -dijo Helena.

– No, esto es absurdo, ¿y por quién lo haría salvo por su hermano? No, mató a Rhoda Gradwyn y creo que intentó matar también a Robin Boyton. Eso lo admitió.

– Pero ¿por qué? ¿Qué sabía o imaginaba él que lo convirtiera en alguien tan peligroso? Antes de agredir a Sharon, ¿estaba ella realmente en peligro? Si hubiera sido acusada de asesinar a Gradwyn y Boyton, cualquier abogado competente habría podido convencer al jurado de que había una duda razonable. Lo que demostró su culpabilidad fue el ataque a Sharon. Entonces, ¿por qué lo hizo? Dijo que porque Sharon la había visto salir de la Mansión aquel viernes por la noche. Pero ¿por qué no mentir sobre ello? ¿Quién creería la historia de Sharon si Candace la negaba? Y esa forma de agredir a Sharon… ¿Cómo llegó a imaginar que se saldría con la suya?

– Creo que Candace ya estaba harta. Quería poner punto final -dijo George.

– ¿Punto final a qué? ¿A la sospecha y la incertidumbre constantes? ¿Al riesgo de que alguien quizá creyera que su hermano era el responsable? ¿O quería limpiar el nombre del resto de nosotros? No parece probable.

– A sí misma. Creo que para ella ya no valía la pena vivir en su mundo.

– Todos sentimos esto a veces -dijo Helena.

– Pero luego no pasa nada, no es real, sabemos que no es real. Para poder sentir esto, yo tendría que sufrir un dolor continuo e insoportable, ver que me falla la cabeza, que pierdo mi independencia, mi trabajo.

– Creo que a Candace le fallaba la cabeza, que sabía que estaba loca. Vamos al círculo de piedras. Está muerta, y ahora todo lo que siento por ella es lástima.

– ¿Lástima? -De repente George habló con voz áspera-. Pues yo no siento lástima. Mató a mi paciente. Hice un buen trabajo con aquella cicatriz.

Ella lo miró y luego se volvió, pero en esa mirada fugaz él había captado algo inquietantemente próximo a una mezcla de sorpresa y complicidad divertida.

– La última paciente privada de la Mansión -dijo Helena-. Bueno, sin duda lo era. Privada. ¿Qué sabíamos los demás sobre ella? ¿Qué sabías tú?

– Sólo que quería librarse de la cicatriz porque ya no la necesitaba.

Echaron a andar uno al lado del otro por la senda de los limeros. Los brotes se habían abierto y los árboles exhibían el primer verdor transitorio de la primavera.

– Los planes para el restaurante… -dijo Chandler-Powell-, claro, todo depende de si estás dispuesta a quedarte.

– Necesitarás a alguien que se haga cargo. Llámalo administrador, organizador general, encargado o secretaria. Básicamente las funciones no serán muy distintas. Desde luego puedo quedarme hasta que encuentres a la persona adecuada.

Caminaban en silencio. De pronto, sin pararse, él dijo:

– Yo pensaba en algo más permanente, más exigente, supongo. Tú quizá dirás menos atractivo, al menos para ti. Para mí ha sido algo demasiado importante para exponerme a un desengaño. Por eso no he hablado antes. Te estoy pidiendo que te cases conmigo. Creo que juntos podemos ser felices.

– No has pronunciado la palabra amor, muy honesto de tu parte.

– Supongo que es porque nunca he sabido realmente qué significaba. Cuando me casé con Selina creía que estaba enamorado de ella. Fue una especie de locura. Me gustas. Te respeto y te admiro. Llevamos más de dos años trabajando juntos. Quiero hacer el amor contigo, como querría cualquier hombre heterosexual. Cuando estoy contigo nunca me siento aburrido ni irritado, compartimos la misma pasión por la casa, y cuando regreso y tú no estás siento una desazón difícil de explicar. En cierto modo es como advertir la ausencia de algo, echar en falta algo.

– ¿En la casa?

– No, en mí mismo. -De nuevo se hizo el silencio. Luego él preguntó-: ¿Se puede llamar amor a eso? ¿Es suficiente? Para mí sí, ¿y para ti? ¿Necesitas tiempo para pensarlo?

Ella se volvió hacia él.

– Pedir tiempo sería hacer teatro. Es suficiente.

No la tocó. Se sentía un hombre lleno de energía, pero pisaba un terreno delicado. No debía mostrarse torpe. Ella podría despreciarlo si él hacía lo obvio, lo que quería hacer, estrecharla entre sus brazos. Se quedaron de pie mirándose. Luego él dijo con calma:

– Gracias.

Habían llegado a las piedras.

– Cuando era niña -dijo ella-, solíamos andar alrededor del círculo y dar un ligero puntapié a cada piedra. Para tener buena suerte.

– Pues quizá deberíamos hacerlo ahora.

Caminaron juntos alrededor. El fue dando sucesivamente suaves puntapiés.

Ya de nuevo en la senda de los limeros, George dijo:

– ¿Y qué hay de Lettie? ¿Quieres que se quede?

– Si le apetece. Francamente, al principio sería difícil sin ella. Pero no querrá vivir en la Mansión una vez nos hayamos casado, y tampoco nos convendría. Podríamos ofrecerle la Casa de Piedra cuando la hayamos limpiado y pintado de nuevo. A Lettie le gustaría participar en eso, desde luego. También le encantaría hacer algo con el jardín.

– Podríamos proponerle que se quede la casa. O sea, legalmente, cedérsela. De lo contrario, con la fama que tiene sería difícil venderla. Así ella tendría cierta seguridad en su vejez. ¿Quién podría querer la casa? ¿La querrá la misma Lettie? Parece oler a asesinato, desdicha, muerte.

– Lettie tiene sus defensas contra esas cosas -dijo Helena-. Creo que estaría contenta en la Casa de Piedra, pero no la querría como regalo. Seguro que preferiría comprarla.

– ¿Podría permitírselo?

– Creo que sí. Siempre ha sido muy ahorradora. Y la casa sería barata. Al fin y al cabo, como has dicho, con la historia que tiene sería difícil de vender. En todo caso, voy a preguntarle. Si se muda a la casa, necesitará un aumento de sueldo.

– ¿No será esto un problema?

Helena sonrió.

– Olvidas que tengo dinero. Después de todo, hemos acordado que el restaurante será una inversión mía. Guy quizás era un cabrón infiel, pero no un cabrón mezquino.

Así que el problema quedó resuelto. Chandler-Powell pensó que seguramente éste sería el patrón de su vida conyugal. Una dificultad identificada, una solución razonable propuesta, sin necesidad de ninguna acción concreta por su parte.

– Como no podemos prescindir del todo de ella, al menos al principio -dijo él con calma-, todo eso parece sensato.

– Soy yo la que no puedo arreglármelas sin ella, ¿no te has dado cuenta? Es mi brújula moral.

Siguieron andando. Ahora Chandler-Powell veía que buena parte de su vida iba a estar planificada. La idea no le provocó ningún desasosiego y sí una considerable satisfacción. Tendría que trabajar de firme para mantener tanto el piso de Londres como la Mansión, pero siempre había trabajado mucho. El trabajo era su vida. No estaba del todo seguro sobre lo del restaurante, pero ya era hora de hacer algo para rehabilitar el edificio del establo, y además los clientes del restaurante no tendrían por qué entrar en la Mansión. Y era importante conservar a Dean y Kimberley. Helena sabía lo que estaba haciendo.

– ¿Has sabido algo de Sharon? -preguntó ella-. Dónde está, si le han encontrado empleo.

– Nada. Apareció de la nada y regresó a la nada. Menos mal que no es responsabilidad mía.

– ¿Y Marcus?

– Recibí una carta ayer. Por lo visto se está adaptando bien a África. Probablemente es el mejor sitio para él. No cabía esperar que se recuperase del suicidio de Candace si seguía trabajando aquí. Si ella quería separarnos, lo hizo muy bien, desde luego.

No obstante, George hablaba sin rencor, casi sin interés. Después de las pesquisas judiciales rara vez habían hablado del suicidio de Candace, y en todo caso siempre con cierta incomodidad. ¿Por qué, se preguntaba ella, había él escogido este momento, este paseo juntos, para volver sobre el doloroso pasado? ¿Era su modo de cerrar el asunto de manera formal, de decir que ya era hora de dejar de hablar y especular?