– Sí, doctor -contestó Mascaranti. Luego preguntó, humildemente: -¿Podría abrir un poco la ventana? Este olor de anís…
– Lo siento, abriremos las ventanas sólo cuando hayamos terminado los interrogatorios.
Eran casi las cuatro de la mañana.
4
A las seis de la mañana había interrogado a otros cuatro, un muchacho de dieciséis años heredosifilítico con el padre en la cárcel y la madre muerta, es decir, Silvano Marcelli; luego a un tal Paolino Bovato, de padre alcoholizado y madre cumpliendo condena por lenocinio. Había interrogado también a un muchacho de dieciocho años de origen eslavo, Ettore Ellusic, cuyos padres eran personas honradas y carecían de antecedentes; sólo tenía el vicio del juego y si su asistenta social no lo hubiera salvado habría ido a parar al reformatorio. Y poco antes de la seis había interrogado a un chico de catorce años, Carolino Marassi, perteneciente a una familia honestísima, pero que se había quedado huérfano, comenzó a cometer pequeños robos y estuvo un año en el reformatorio.
Aquella noche ninguno de los cuatro había hecho nada en la escuela, ni había visto nada. Les obligaron a beber anís y asistir al crimen. Hubiesen querido huir del aula, pero los compañeros malos lo impidieron. Ninguno, claro está, sabía quién había llevado a la clase la botella de anís. Duca les hizo llenar a todos una hoja de papel con aquellos dibujos y aquellas palabras. A todos, al olor del anís que en aquel pequeño despacho se hacía más denso a medida que pasaba el tiempo, en lugar de desvanecerse, se les alteraba el rostro con la náusea, e incluso uno de ellos vomitó. Mascaranti hizo limpiar, pero el aire en el despacho se había hecho nauseabundo.
– ¿Podemos abrir un poco? – preguntó tímidamente el taquígrafo.
Duca tomó del suelo la segunda botella de anís y la destapó, luego la dejó sobre la mesa.
– Hace tres días que estos muchachos agarraron una borrachera de anís lactescente de casi ochenta grados. Se hallan ahora bajo el choc etílico y este olor les da náuseas. – Vertió toda la botella de anís en la silla donde iba a sentarse el siguiente muchacho a quien debía interrogar, y por el suelo. – Como la ley no me permite interrogar a estos criminales a fuerza de bofetadas, he de recurrir a métodos psicológicos. Nadie puede acusarme de malos tratos a menores; el anís es un licor de elevada graduación, que limpia, y estos jovencitos necesitan una gran limpieza. Con este método psicológico habrá alguno a quien se le revolverá el estómago, pero habrá alguno también, que, además de tener el estómago revuelto, acabará cediendo. Hace cuatro horas que todos me dicen que no han hecho nada, que no han visto nada y que no saben nada. Ahora veremos si todos son del mismo temple.
– Sí, doctor – contestó el taquígrafo.
– ¿A quién le traigo ahora? – preguntó Mascaranti.
– Quiero divertirme – dijo Duca -. Tráeme a Fiorello Grassi.
El jovencito era bajo, uno de esos a quien unas tías afectuosas habrían definido como un torete, precisamente porque, a pesar de la baja estatura, era ancho y fuerte. De chatas narices, las ventanas, casi los ollares, parecían más grandes.
– Siéntate – ordenó Duca.
El muchacho miró la silla: en el asiento había un charco de anís lactescente que trascendía un olor intolerable.
– Está toda mojada – dijo el chico.
Duca respondió mirándolo con fijeza:
– Precisamente, y vas a sentarte lo mismo.
El tono de voz convenció al torete que, con evidente disgusto, se sentó en el charco de anís.
– Y, además, pon los pies en ese charco que hay en el suelo.
El chico obedeció, Hay voces a las cuales es necesario obedecer.
Duca comprobó que el muchacho había puesto los pies en el charco de anís que había bajo la silla, luego dijo con voz agria:
– Te llamas Fiorello Grassi, tienes dieciséis años y tus padres son buenas personas. Además, la asistenta social y otras gentes dicen que eres un buen chico. – Hizo una pausa y luego añadió: -Pero hace tres noches estuviste en la escuela nocturna, donde fue asesinada una maestra, así: mira esa foto. – Los ojos del torete parpadearon al observar la fotografía. – Pero, naturalmente, tú no has visto nada. En el primer interrogatorio declaraste que no viste nada, que te obligaron a beber ese licor, es decir, el anís en el que te has sentado, y que te impidieron salir por miedo de que te chivaras, y tuviste que estar allí hasta que todos se fueron. Declaraste esto ¿sí o no?
El chico tenía dieciséis años, y una mirada menos perversa que los demás: no contestó.
– Te he hecho una pregunta y deseo una respuesta – dijo Duca.
También esta vez el tono de voz convenció al joven interrogado.
– No vi nada. Hasta me pegaron porque no quise hacer lo que ellos hacían, y no hice nada.
– Bueno – dijo Duca -, pues resulta que son muy distintos tus compañeros de aquella noche, porque dicen que fuiste tú quien llevó la botella de anís a la clase y quien obligó a los demás a beber y a comportarse como lo hicieron.
Fiorello Grassi inclinó la cabeza. Al verlo así, cabizbajo, se comprendía, por las arrugas que se formaban en su frente, que su edad oficial era dieciséis años, pero que, mentalmente, tenía más. Era uno de esos seres que psicológicamente envejecen muy pronto.
– Sabía que me culparían a mí – dijo con amargura -. Estaba seguro.
Y continuó con la cabeza baja.
Duca se levantó, había advertido en la respuesta del muchacho una inflexión profundamente sincera. Las mentiras son siempre una desarmonía, una desafinación. En cambio, el chico había dicho algo armónico, afinado. Entonces se acercó a él y no le puso las manos en los hombros, como había hecho con Carletto Attoso, sino que le pasó una mano por la cabeza, por los híspidos cabellos negros, tan espesos que era como acariciar un cepillo duro.
– Quiero ayudarte – dijo al muchacho -, pero, como todos los demás, corres el peligro de pasarte doce años en el reformatorio y la cárcel y otros cinco o seis años entre hogar de trabajo y libertad vigilada. Si me dices la verdad, te ayudaré.
El chico seguía con la cabeza baja, y parecía que ni siquiera escuchaba.
– Tú has dicho hace un instante que estabas seguro de que tus compañeros te acusarían de haber llevado el licor a la clase e impulsado a los demás a hacer lo que hicieron. ¿Por qué estabas seguro?
Duca puso una mano bajo la barbilla del muchacho, obligándole así a levantar la cabeza.
– Porque… – dijo Fiorello, levantando los ojos hacia él, de pronto brillantes de lágrimas -, porque no soy como los demás.
Dos lágrimas resbalaron sobre las mejillas del chico.
– ¿Qué quiere decir que no eres como los demás? – preguntó Duca y, mientras hacía la pregunta, comprendió.
Estaba claro lo que quería decir y hubiese tenido que comprenderlo antes: aquel aire de torete era sólo ficticio; había algo demasiado mórbido en la voz, en los ademanes de las manos, en las expresiones.
El muchacho se echó a llorar con fuerza.
– No soy como los demás, eso es todo, y ellos abusan de mí, me culpan siempre de todo, pero yo no he hecho nada y me obligaron a estar allí.
Entre las lágrimas tuvo también un amago de vómito a causa del áspero olor volátil del anís con el cual tenía ya empapado el cuerpo, los zapatos y la cabeza.
– Ven – dijo Duca; lo cogió de un brazo, hizo que se levantara, lo llevó cerca de la ventana y la abrió -. Tendrás un poco de frío, pero estarás mejor. Respira hondo. – Acarició al muchacho en la cabeza, sobre la nuca. Por la ventana entraba sólo niebla y noche, a pesar de que eran ya las siete de la mañana. Se volvió a los agentes: -Por favor, limpien un poco y abran la puerta para que haya algo de corriente. – Volvió a acariciar la nuca del chico. – No llores así, ahora basta ya. Fúmate un cigarrillo.