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Fiorello Grassi sacudió la cabeza.

– No, gracias.

Mirando al otro lado de la ventana, en la niebla y la noche, Duca vio de pronto que los dos faroles más próximos estaban ya apagados. Por un momento hubo sólo una negra mancha de tinta, luego se encendió algo claro y rosa: era el nuevo día que comenzaba, y por momentos la niebla se encendía de rosa.

– ¿Quieres un café? – dijo al chico, que ahora hipaba sollozando.

– Sí, gracias – repuso Fiorello. Cuando el agente volvió con el café, se lo bebió ávido, porque le calmaba la acidez que sentía en el estómago. Luego dijo: -Tengo frío.

Se estremeció.

Duca cerró la ventana.

– Vamos a calentarnos al radiador. – También él tenía frío y fue con el muchacho al fondo de la estancia, donde había un enorme y anticuado pero generoso calorífero, e hizo que el chico se apoyara con el pecho contra el radiador, mientras él ponía sólo las manos. El jovenzuelo no lloraba ya, sólo se estremeció un momento y luego se quedó inmóvil, pegado al radiador.

– Dime qué sucedió, Fiorello – preguntó Duca en voz baja-, dime qué sucedió aquella noche.

El chico sacudió la cabeza que aún tenía inclinada, casi apoyada en el radiador, como para aspirar su calor. Dijo algo más que confesarlo todo. Dijo:

– No soy un chivato.

5

Mascaranti, el taquígrafo-Cavour y los dos agentes, con todo y permanecer inmóviles y silenciosos desde hacía más de cuatro horas, también parecieron vibrar a aquellas palabras: "No soy un chivato".

Duca acarició otra vez la cabeza del chico.

– Tienes razón – dijo -. No se debe traicionar a los compañeros, ni siquiera cuando son malos compañeros. Pero no tendrás más remedio que resignarte a estar con ellos, con los malos, a que te peguen y se rían de ti. Esto quiere decir que renuncias para siempre a estar con los buenos, como tu maestra; que, es más, dejas que maten a estos buenos, como ha sido asesinada tu maestra, porque solamente te importa que no te llamen chivato. De manera que si alguien un día mata a tu madre y a tu hermana, tú no dirás nada porque no eres un chivato. Y tu pobre maestra era como tu madre y tu hermana, porque trataba de educarte y civilizarte un poco, no ciertamente por el escaso estipendio que cobraba, sino sólo por afecto, a ti y a todos los que la habéis asesinado y torturado. Pero a ti lo único que te importa es que no te llamen chivato.

Fiorello se echó a llorar, la cara sobre el radiador.

– Es inútil que llores, Fiorello – dijo Duca apartándose de él y paseando de un lado a otro de la estancia-. Yo sé que no hiciste nada aquella noche, sé que fuiste obligado a estar allí, a beber y a mirar, y sé que también te habrían sacudido si no hubieras obedecido en seguida. Realmente, aquella noche tú no hiciste nada. Pero ahora sí estás cometiendo un delito, porque sabes la verdad y te niegas a decirla, y de este modo defiendes a los asesinos de tu maestra, y así, el verdadero asesino de tu maestra eres tú, aunque no hayas hecho nada, porque proteges a quienes la mataron.

Ahora el muchacho ya no lloraba, pero tampoco decía nada. Desde la ventana, a pesar de la niebla, llegaba una luz rosada que comenzaba a imponerse a la luz de la única lámpara del despacho.

– Mira, Fiorello – dijo Duca deteniéndose cerca de él y del radiador-, no quiero que en seguida me lo digas todo. Tienes que elegir de qué parte deseas estar: de parte de los asesinos o de parte de los asesinados. Y necesitas tiempo para reflexionar, y yo te daré todo el tiempo que quieras porque sé que, en tu caso, necesitas tiempo. Pero quiero asegurarte una cosa: no te obligaré nunca a ser un chivato; no debes tener miedo de qué te golpeen o amenacen, como dicen tus compañeros. Si hablas, bien, y si no hablas, paciencia: pero has de decidir por ti solo, libremente, de acuerdo con tu conciencia.

El muchacho se puso de nuevo a llorar convulsivamente, anonadado por aquellas palabras y también por la caricia de Duca sobre su cabeza. Levantó la cara del radiador y miró a Duca a través de una nueva y repentina crisis de lágrimas.

– No soy un soplón – dijo.

– Harás lo que quieras hacer – repuso Duca -. Ve a dormir porque estás muy cansado, y si quieres hablar conmigo podrás hacerlo en cualquier momento. Daré orden a los agentes de que me avisen en seguida que quieras verme.

– No soy un soplón – lloró aún el chico.

Duca ni siquiera le escuchó.

– Toma – y le dio dos paquetes de cigarrillos y una caja de cerillas -. Sé que eres un buen chico, y también tus padres son buenas personas que ahora están sufriendo por ti. Piensa también en ellos cuando pienses de qué parte debes estar.

Sollozando convulsivamente, el chiquillo, porque era un chiquillo, casi un niño, a pesar del falso aspecto de torete, tomó los cigarrillos, y se dejó llevar por los agentes.

Mascaranti se levantó y se acercó a la ventana.

– El sol – dijo.

En efecto, toda la ventana se había encendido de un rosa neblinoso, la niebla se había vuelto rosa y la luz de la lámpara ya no se advertía.

– Ve a buscarme a otro – dijo Duca, echando una ojeada a la lista, y no al sol que intentaba en vano entrar por la ventana -. Federico dell'Angeletto.

Pero tampoco este Federico dell'Angeletto dijo nada, ni quién había llevado el anís a la clase, ni quién empezó a ensañarse con la maestra. No había visto nada, lo obligaron a quedarse en la clase y a beber, de manera que se quedó dormido.

– ¿Además te dormiste? – preguntó Duca con voz muy baja.

La desvergüenza de ciertos individuos sobrepasa todo límite. Pretendía que se creyera que él estaba durmiendo mientras sus diez compañeros torturaban y mataban a la maestra.

– Sí – respondió Federico dell'Angeletto -, apenas bebo un poco me entra sueño.

– Sí, claro – dijo Duca -, entonces vete a dormir.

Tampoco dio resultado alguno el interrogatorio del undécimo muchacho, Michele Castello, de dieciséis años, con dos de reformatorio. Sus compañeros le habían obligado a beber y estar allí, y requerido a que dijese quiénes eran los compañeros que le habían obligado, respondió que estaba atemorizado y que esos momentos no conseguía recordarlos.

– Tienes razón – le dijo Duca, haciendo una seña a los agentes para que se lo llevaran -, pero con diez años de cárcel recobrarás la memoria, ya verás.

Eran casi las ocho. El taquígrafo estaba casi deshecho de sueño y de cansancio. Mascaranti resistía, pero tenía que estar mucho más cansado que él.

– Volveremos a vernos por la tarde – dijo Duca -, así firmaré los interrogatorios.

– Sí, doctor – contestó el taquígrafo.

– Volveré dentro de un par de horas – terció Mascaranti.

– No, por favor, duerme, por lo menos, hasta las dos – dijo Duca.

Esperó a que todos se hubieran ido y llamó por teléfono a su casa.

– ¿Qué tal, Livia? – preguntó a la blanda y, no obstante, seca voz de Livia Ussaro.

– Le ha vuelto la fiebre – dijo ella.

– ¿Cuánto?

– Cuarenta y uno, rectal.

Pensó él que significaba cuarenta y medio.

– ¿Y la respiración?

– No me gusta.

La voz de ella era una voz cansada, mucho.

– ¿Le puso la enfermera la inyección Leather?

– Sí, a las seis; hace dos horas, pero no le ha hecho ningún efecto.

Duca se dio cuenta de que tenía la frente llena de sudor, a pesar de que no hacía demasiado calor en el cuarto. En efecto, se pasó la mano por la frente y la retiró bañada como si la hubiese metido en un trapo empapado.

– Hay que llamar a Gigi.

Quería decir su colega, el pediatra.

– Ya lo hice. Vendrá en seguida – dijo Livia -. Ha dicho que tal vez sea mejor llevarla al hospital y ponerla en una tienda de oxígeno.

Pulmonía a poco más de dos años: no es irremediable, pero tampoco es una nonada.