– Quiero decir esto, exactamente esto -respondió Duca -: Todo ha sido preparado científicamente antes del delito, acaso muchos días antes, acaso hace semanas y meses. Piensa en la línea de defensa de esos muchachos. Salen huyendo de la escuela, después de haber casi hecho pedazos a una pobre maestra, completamente borrachos. Son detenidos poco después de media noche en sus casas, mientras dormían la mona, e interrogados todos ellos respondieron lo mismo, es decir, todos dijeron que no habían hecho nada, que les habían obligado a ponerse en un rincón, mientras los demás lo hacían todo. Por tanto, todos son inocentes uno a uno. Es una absurda línea de defensa, y, sin embargo, indestructible. ¿Cómo nosotros podemos demostrar que el muchacho a quien interrogamos tomó parte en el asesinato? Él dice: los otros, sí, son culpables, yo no. No lo podremos demostrar nunca. Pero esta línea de defensa no puede idearla casi una docena de hampones como esos, idiotizados por el licor. No pueden idearla al momento, y luego trasmitírsela uno a otro después del delito. Esta línea de defensa fue estudiada antes del delito, y por alguno más inteligente y no borracho como ellos estaban.
Insólitamente Càrrua aprobó con la cabeza.
– ¿Y qué desearías hacer?
– Es necesario que esos muchachos se queden aquí, con nosotros. Si el juez instructor los manda al Beccaria y al San Vittore, no sabremos nunca la verdad, ninguno de ellos hablará nunca, y el asesino, el verdadero asesino de la maestra, no será castigado, que es exactamente lo que quiere la persona que ideó el delito.
Esta vez Càrrua sacudió la cabeza.
– ¿Y cómo yo, a tu entender, podría impedir al juez instructor que enviase a los muchachos al Beccaria o a San Vittore?
– No lo sé, pero es menester que se queden aquí, en Jefatura, a nuestra disposición. Estoy seguro de que antes de dos o tres días hablará alguno. ¿Qué le importa al juez que los muchachos estén aquí en lugar de estar en Beccaria?
– Parece que hay un código penal, ¿sabes? Es posible que tú también hayas oído hablar de él.
Duca sonrió.
– Sí, he oído hablar de él. Pero lo importante es descubrir quién ha cometido un crimen.
– Dejemos las discusiones – dijo Càrrua levantándose -. No creo poder convencer al juez instructor, pero lo intentaré. Pediré una prórroga de tres días. ¿Tendrás suficiente?
– Creo que sí.
– Si lo consigo, te avisaré. Ahora vete a casa a dormir. Tienes una cara que no me gusta.
– Gracias – dijo Duca.
Cuando Càrrua hubo salido, se puso la chaqueta, salió, paró un taxi y se fue a su casa. Parecía un día de primavera, una primavera inverosímil, saturada de niebla, pero niebla transparente, que dejaba pasar la luz del sol incendiando aquella misma niebla. Se veía todo lo más a cinco o seis metros de calle, pero aquel no ver más allá estaba lleno de luz solar. En la plaza Leonardo da Vinci la niebla era todavía más espesa, y sin embargo aun más luminosa, y casi no se veían las copas de los árboles de la plaza jardín.
Tocó el timbre. Nadie respondió ni nadie acudió a abrir. Entonces abrió con la llave y apenas vio la pequeña anticámara comprendió que no había nadie en casa. Las casas vacías dan en seguida una sensación de angustia. Esperó haberse equivocado y recorrió las tres pequeñas habitaciones y la cocina, que formaban todo el apartamiento. No había nadie. Peor aún, en la habitación de su hermana Lorenza todo estaba en ese desorden en que se halla una casa abandonada apresuradamente; es más, de la que se ha huido: de través la cainita de la- pequeña Sara, en el suelo el estuche de la jeringuilla de las inyecciones, e incluso, en el recibidor, el auricular del teléfono no había sido colocado en la horquilla y estaba colgando, emitiendo su implacable tu tu tu tu. No era difícil imaginar lo que había sucedido: la niña se había agravado de improviso y se la habían llevado urgentemente al hospital.
Duca tomó el auricular y lo colocó en la horquilla. Luego pensó un momento. No había posibilidad de equivocarse: la niña se había agravado de pronto. Livia y Lorenza llamaron a la ambulancia y se la llevaron al hospital. El hospital sólo podría ser el Fatebenefratelli, donde trabajaba su amigo Gigi, el pediatra. Y mientras pensaba esto marcó el número del Fatebenefratelli y preguntó por Gigi.
– Sí, doctor Lamberti – dijo la voz amable de la telefonista -. Le pongo en seguida con el profesor.
– Gracias. – Esperó, y luego oyó el "Diga" de Gigi y le preguntó bruscamente: -¿Qué ha pasado?
– Oye… – comenzó Gigi.
– ¡Oigo! – Duca había gritado casi-, oigo muy bien. ¿Qué ha pasado?
– ¿Dónde estás, en Jefatura? – preguntó Gigi.
– ¿Qué te importa donde estoy? – aulló Duca -. Te he dicho que me digas lo que ha pasado.
– Ahora te lo diré – dijo Gigi. Calmábase su voz a medida que pronunciaba cada sílaba -. Esta mañana, antes de las ocho, tuvimos que llevarla al hospital, porque le había dado un colapso. – Gigi tomó aliento y concluyó: -Murió durante el trayecto.
Duca no dijo nada, ni tampoco Gigi, durante casi un minuto. Ni siquiera dijeron "¿Me oyes?", porque sabían perfectamente que se oían.
Luego habló Gigi:
– Solamente sucede un caso entre cien mil, pero sucede – y entró en detalles técnicos sobre el colapso y Duca, como médico, lo escuchó con avidez, y comprendió que nadie había tenido la culpa, que todo se había producido sencillamente así, como un alud; que nada se pudo prever, que nadie muere de pulmonía, salvo un caso entre cien mil, y que Sara, la pequeña Sara, la hija de Lorenza, había sido justamente aquel caso entre cien mil.
– Gracias por lo que has hecho – dijo Duca -. Voy en seguida.
– Sí, será mejor – contestó Gigi -. Lorenza no está muy bien.
– Voy en seguida – repitió Duca.
Colgó el auricular. Estúpidamente pensó que tenía que ir a una empresa de pompas fúnebres, y hablar con el párroco, y preocuparse de las flores, y luego la mente se negó a pensar en aquellas cosas, y al mirar al suelo vio uno de los escarpines de lana de la pequeña Sara. En la prisa de llevársela al hospital en aquel estado de colapso, se le había deslizado del pie el escarpín y nadie en la excitación del momento se dio cuenta de ello, y el escarpín se quedó allí. Se inclinó para recogerlo y en aquel momento sonó el teléfono. Lo dejó sonar, recogió el escarpín, ya tan inútil, y se lo guardo en el bolsillo del pantalón. El teléfono continuaba sonando, v entonces descolgó.
– Diga.
– Doctor Lamberti, soy Mascaranti.
– ¿Qué quieres?
– Me dijo usted que le telefoneara en cuanto hubiera algo nuevo.
– Pronto, ¿qué quieres?
– El muchacho aquel, el que no era… – dijo Mascaranti.
– Sí, adelante, comprendo: Fiorello Grassi.
Se daba cuenta de que estaba muy nervioso, pero no conseguía dominarse.
– Sí, él – continuó Mascaranti, intimidado por su tono nervioso -, ese chico quiere hablar con usted en seguida. Ha dicho en seguida. He ido a verle y ha dicho que sólo quiere hablar con usted y que sólo a usted le dirá lo que debe decir.
Duca sentía con el tacto el escarpín de lana en el bolsillo de los pantalones, y con el oído oía lo que Mascaranti decía al teléfono: el chico deseaba hablar. El muchacho, en el calabozo, había pensado en todo lo que él le dijo y ahora "se chivaría". Y esto significaba descubrir la verdad.
– De acuerdo – dijo a Mascaranti -. Sácalo en seguida del calabozo. Llévalo a mi despacho. Dale de beber o de comer alguna cosa. Dile que voy en seguida, en seguida, el tiempo que…