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Se atascó. Había leído demasiado psicoanálisis para no saber que las emociones bloquean lo que pueden llamarse circuitos concepcionales.

Acaso también Mascaranti, sin tener idea de psicoanálisis, intuyó lo que sucedía y lo ayudó:

– Sí, doctor; esté tranquilo. En seguida lo sacaré, y lo tendré en su despacho en tanto usted llega.

– Gracias.

Iría inmediatamente a la Jefatura. Necesitaba sólo un cuarto de hora para ver a su hermana y a la niña. Nada más.

CAPITULO III

Los hijos no cuentan nunca nada a sus padres. Sólo hablan con los amigos; se lo confiesan todo al primero que encuentran en el bar o por la calle, pero ni a su padre ni a su madre les hacen nunca una confidencia.

1

No más de un cuarto de hora. El tiempo de ir en taxi al Fatebenefratelli, preguntar dónde estaba la pequeña Sara Lamberti, porque la pequeña tenía el nombre de la madre, ya que ésta era una madre ilegal, que no estaba casada; el tiempo de subir a la sección de pediatría en la pequeña estancia junto a la enfermería donde había sido colocado el pequeño cadáver. En aquella habitación estaba la niña, ya arreglada, en su camita, y allí, en una butaca, estaba la madre ilegal que ya ni lloraba, que parecía amodorrada, y lo estaba de verdad a causa de todos los sedantes que le habían dado y que abrió a medias los ojos cuando él le acarició la frente; luego los cerró y volvió a abrirlos después llenos de lágrimas. Y allí estaba Livia Ussaro a su lado, de pie, mirándolo con aquella cara que siempre parecía de bronce, incluso en pleno invierno, y el bronceado sólo era un fondo de color que ocultaba piadosamente todas las cicatrices que le llenaban el rostro, a pesar de las diversas plastias que le habían hecho y del tiempo transcurrido. Y allí estaba también el perfume del gran ramo de rosas blancas sobre el velador, cerca de la cama de la niña con su último y definitivo sueño.

Duca Lamberti se inclinó sobre la pequeña y la besó en la frente. Aun no estaba fría, comprobó objetivamente, como médico. Luego acarició aquellas mejillas ya tan pálidas y un poco violáceas.

"Adiós, Sara", pensó.

No más de un cuarto de hora. El tiempo de abrazar a Lorenza y tenerla así estrechamente entre sus brazos hasta que ella se puso a sollozar convulsa, y volvió a sentarse en la butaca, aturdida, además del dolor, por todas las pastillas que Gigi le había hecho tornar.

El tiempo de salir un momento de la estancia con Livia y de hablarle en el pasillo, entre las enfermeras, los médicos y la servidumbre que pasaba.

– Livia, he de volver inmediatamente a la Jefatura. Es un trabajo que no puedo abandonar. Quédate aquí, al lado de Lorenza. Haz todo lo que sea necesario. Yo te telefonearé de vez en cuando. No puedo hacer otra cosa.

Ella lo miró con sus ojos fríos y, no obstante, conmovidos, con aquella cara tan expresiva y tan sembrada de señales y cortes.

– Vete, ya me ocuparé yo de Lorenza. – Levantó lentamente una mano y le rozó una mejilla, pinchante de barba. – No te preocupes. Haré todo lo que haya que hacer.

– Gracias.

No más de un cuarto de hora. Tres minutos más: el tiempo de ir desde el Fatebenefratelli a la Jefatura, de subir a su despacho, jadeando por el recuerdo de la niña tendida en la camita, abrir la puerta y encontrarse ante el agente de guardia, Mascaranti, y sentado en un rincón el joven Fiorello Grassi, el muchacho anormal que quería hablarle en seguida.

2

El muchacho estaba sentado ante la mesa que hacía las veces de escritorio y tenía la expresión totalmente alterada, y los ojos desorbitados. Pasábase sin cesar la lengua por los labios, con una mano apoyada en una rodilla, y a pesar de tener la mano así, anclada en la rodilla, la mano le temblaba, Duca Lamberti no se sentó al otro lado de la mesa, tomó una silla y se sentó al lado del chico.

– Estás demasiado agitado – le dijo -, si no tienes ganas de hablar, no lo hagas. Haz lo que quieras, yo no te obligo, nadie te obligará a nada, ni nosotros los de la policía, ni en el Beccaria, ni el juez. Puedes hablar si quieres, y si no quieres puedes callarte.

Los anormales solían serle odiosos, sobre todo si eran tan jóvenes, pero, por razones profundamente oscuras, aquél le inspiraba compasión.

– Yo no hice nada – dijo Fiorello Grassi. De pronto se lanzó sobre él, apoyó las manos sobre sus hombros y, sollozando ásperamente, repitió: -Yo no hice nada.

Aunque el contacto con aquel muchacho anormal no le fuese precisamente muy agradable, a Duca le pareció tan sincero su llanto que lo soportó.

– Bueno, no hiciste nada. Te creo. Verás como te creerán también los jueces. Tú eres un buen chico, incapaz de hacer daño a nadie, lo sé.

– Yo no hice nada. – El muchacho continuaba sollozando, pero las amables palabras de Duca hicieron menos ásperos sus sollozos. Se apartó de él, sin dejar de llorar -, pero sé quién fue la causante de todo.

Duca reflexionó, porque el muchacho hablaba y pronunciaba muy claramente, y había dicho: "Sé quién fue la causante", en lugar de "el". No se trataba de una confusión. Tratábase de que él quería decir que había sido una mujer, no un hombre.

– Si quieres decirnos quién fue, nos facilitarás mucho el trabajo – dijo fraternalmente al muchacho.

– No, no lo diré. Ya he dicho demasiado. – El chico no lloraba ya, pero las manos le temblaban aún. – Antes me mataré.

– Dijiste que había sido una mujer – dijo Duca.

– No, no dije que había sido una mujer – se echó a llorar y añadió convulsivamente: – Soy un canalla, un soplón. Sí, fue una mujer, ha sido una mujer, ha sido una mujer, pero no diré nada más.

Comenzaba a gritar y a agitarse en la silla por la crisis histérica, y Duca hubo de sujetarlo.

– No grites así, tranquilízate – y le acarició una mejilla empapada de lágrimas.

El chico anormal sintió la influencia de aquella caricia en la mejilla y bajó la voz.

– Bueno, no gritaré, pero no diré nada. No me haga decir nada, porque, si no, apenas pueda me romperé la cabeza contra la pared.

Duca siguió acariciándole la mejilla. Tenía muchos medios para obligar al muchacho a decirlo todo, porque era evidente que el chico sabía muchas cosas, si no todo, lo mismo que los demás muchachos, y por interés de la justicia tenía el derecho de usar cualquier medio lícito para hacerle hablar. Que luego el chico, a consecuencia de su confesión, que para él era una delación infamante, se rompiese la cabeza contra la pared apenas hubiese entrado en el calabozo, esto no constituiría una gran pérdida para la sociedad. El hecho de perder un joven invertido implicado en el monstruoso asesinato de una pobre maestra, no es una razón para que la sociedad humana se desmorone. Pero Duca dominó su amargo impulso y dijo piadosamente:

– Te he dicho que te tranquilices. No te pido nada más; no quiero saber nada más.

Y aun le acarició los cabellos, realmente compadecido.

– Haré que te lleven ahora a la enfermería. Necesitas reposo, calma y alguna cura. Estáte tranquilo, nadie te preguntará nada más.

Había comprendido exactamente que el chico se mataría si se veía obligado a hacer una confesión, y él no quería que muriese, porque era un muchacho tarado, pero no un criminal.

– No me mande con mis compañeros – gimió el chico -, si saben que he dicho que ha sido una mujer me matarán peor aún que a la maestra.

– Te protegeremos, no tengas miedo – dijo Duca.

El chico se dio cuenta de que la promesa de Duca era sincera. Se enjugó los ojos con las manos, exhausto, pero no aterrorizado.

– Llévalo a la enfermería – dijo Duca a Mascaranti -. No lo envíes con los demás hasta que yo te lo diga.