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– Sí, doctor.

El chico salió con Mascaranti y el agente. Duca se quedó solo en el pequeño despacho. Casi no había niebla: desde la ventana se veían claramente, aunque un poco desvaídos, los árboles de la Via Giardino y las mujeres calzadas con botas de vivos colores. Ahora tenía un poco de tiempo para su hermana Lorenza. No demasiado.

Volvió al hospital Fatebenefratelli. En la habitación estaba todavía la pequeña Sara con un pañuelo atado bajo la barbilla para que la boca le quedase cerrada. Allí estaba todavía Lorenza sentada junto a la camita, y Livia Ussaro de pie al lado de la ventana. Duca se sentó cerca de Lorenza. No había nada que decir y nadie dijo nada. Las únicas voces llegaban del otro lado de la puerta: una enfermera que gritaba:

– No tengo más que dos manos; no puedo hacerlo todo.

3

– Ha sido una mujer – dijo Duca. Càrrua preguntó: -¿Cómo lo sabes?

– Me lo ha dicho uno de los muchachos. -¿Quién?

– El de dieciséis años, aquel a quien no le gustan las mujeres.

– El que está en la enfermería desde hace una semana

– dijo Càrrua comenzando a enfurecerse -. Recuerda que ésta es la Jefatura de Milán, no un hospicio de beneficencia.

– Bajó la voz, pero, al mismo tiempo, habló aún más enfurecido. – Me tiene sin cuidado que sus compañeros le peguen porque supongan que haya hablado. Sólo quiero liberarme de esta gentuza y de toda esta historia.

Tranquilo – el cansancio tranquiliza – Duca dijo: -¿No te interesa saber quién impulsó a esos chicos al asesinato?

– No, no me interesa. Hay casos mucho más importantes: cada día aquí, en Milán, hay robos, tiros y asesinatos, y esto es más urgente.

Duca esperó a que Càrrua se hubiese calmado. Luego dijo: -Esos chicos no hubiesen hecho nada si una mujer no les hubiera organizado todo. Quiero saber quién es esa mujer. -Yo, no. Me tiene sin cuidado – dijo Càrrua, violento -. La maestra fue maltratada y asesinada por esa gentuza. Si hubo un instigador, saldrá a relucir en el juicio e incluso antes. Para descubrirlo no tienes que hacer nada. Antes de que se celebre el juicio pasarán meses y más meses, y verás como en estos meses esos jovenzuelos acabarán hablando y diciendo quién fue el instigador. – Càrrua se encogió de hombros. – Nuestro trabajo ya es demasiado complicado; no lo compliquemos todavía más.

Pensó Duca que era verdad, que no había por qué preocuparse tanto: la verdad saldría a luz por sí sola; no tenía que preocuparse tanto. Encerrados en la cárcel o en el reformatorio durante tantos meses, los chicos acabarían hablando. Càrrua tenía razón. Sin embargo, dijo:

– Me interesa saber en seguida quién era esa mujer.

– ¡Ah, curiosidad! – dijo Càrrua, mofándose-, eres policía simplemente porque eres un curioso, ahora lo comprendo. – Se quitó la chaqueta porque en su oficina hacía demasiado calor y dijo con voz normal y muy grave: – No puedo tener a esos muchachos en la Jefatura. Es un abuso. Ya me han telefoneado del Palacio de Justicia.

– Sí, lo comprendo – respondió Duca -; entrega a estos muchachos a la autoridad judicial, pero advierte que vigilen bien a Fiorello Grassi, o de otro modo lo matarán sus compañeros o se suicidará.

Càrrua asintió; luego dijo:

– ¿Por qué estás tan seguro de que es una mujer? Te lo ha dicho un muchacho de dieciséis años que ha contado más mentiras en dieciséis años que yo en cincuenta y más. Te confías demasiado.

– No sólo porque me lo haya contado un chico – dijo Duca -. Yo ya lo había intuido.

– ¿Por qué?

– Por la histeria desordenada, irracional, del delito – respondió Duca.

– ¿Qué has dicho? Ten en cuenta que yo no soy muy inteligente. ¿Qué quiere decir histeria desordenada? – Càrrua lo miraba burlón -. ¿Acaso hay una histeria ordenada?

– Quiere decir esto – repuso Duca precisando -: que si tú, hombre y no histérico, odias a una persona y quieres matarla, te dirigirás a esta persona y le pegarás un tiro. Haces una cosa prohibida por la ley, pero haces una cosa racional; es decir, odias y, en consecuencia, disparas. Pero una mujer histérica odia, pero trata de saciar su odio indirectamente, sin peligro personal, y del modo más completo posible. A una mujer histérica no le basta la simple muerte de la persona a quien odia: quiere una muerte torturante y teatral, porque las mujeres histéricas son también histriones. ¿Conoces la radical de histérico e histrión? Claro que sí, pero no la recuerdas.

Viene del griego ystérikos, y del sánscrito ustera, que indica una parte profundamente femenina.

– Creo haber comprendido. Adelante.

– Decía que una parte profundamente femenina – continuó Duca -, y también histriónica, tiene para algunos filólogos la misma radical que se vincula a esa parte profundamente femenina. En resumen, una mujer, cuando quiere matar, no sólo comete un delito, sino que pone en escena toda una obra teatral, una tragedia. Lo que sucedió en la escuela nocturna fue una obra teatral, macabra v terrorífica, pero teatral, histriónica, y he pensado que podría ser una mujer la directora de esta sangrienta obra teatral. O bien…

Càrrua lo interrumpió fríamente:

– ¿O bien?

Cada vez le gustaba menos la filosofía.

– O bien un hombre que es sólo hombre en apariencia, pero que no es hombre – concluyó Duca.

Se miraron, luego Càrrua bajó los ojos.

– Ese chico, Fiorello Grassi, se halla precisamente en ese caso: es hombre sólo en apariencia, pero no es hombre – dijo.

– También he pensado en él – replicó Duca -. Las sorpresas que pueden dar los invertidos son infinitas. Pero no pienso demasiado en ello, porque él está metido en el asunto, y si él ha sido el director del asesinato lo encontraré siempre que quiera. Pero ahora quiero buscar a la mujer antes de que la mujer huya. – El rostro de Duca palideció de secreta rabia. – Quiero traértela aquí, envuelta en el papel en que la obligaré a escribir su confesión, porque si no ha sido ese monstruo, esos chicos, por gentuza que sean, no se habrían desencadenado de ese modo y menos en el aula de una escuela, con una maestra insignificante, ni siquiera llamativa, cuando desde la plaza Loreto hasta el Parque Lambro tienen todos los lugares que quieran para organizar ciertas fiestas sin correr casi ningún peligro de que sean detenidos. Déjame buscar a esa cosa que tiene ciertamente forma humana, déjame que la busque. La encontraré y te la traeré aquí porque una fiera semejante no debe estar en libertad, no es justo.

Càrrua miró la mano de Duca que golpeaba la mesa marcando las palabras, bien abierta, que golpeó una, dos, tres, cuatro veces. Nunca comprendió realmente por qué Duca – y también el padre de Duca – tuvieron tanto interés por las cosas justas, por la justicia; por qué querían hacerse así difícil la vida, que ya era tan difícil, con esas complicaciones de lo justo y de la justicia. Pero comprendía una cosa: tenía que aceptar a Duca tal como era, porque no podía cambiarlo.

– Claro está que te dejaré buscar a esa mujer – dijo cansado y sarcástico -, pero recuerda que sólo representas el brazo de la ley – rió dócil – y de la justicia. Pero evita todo lo que pueda hacernos perder el puesto.

– Gracias – dijo Duca -. Necesito también un coche.

– Que te lo proporcione Mascaranti.

– Gracias – continuó Duca -. Sabes que no me gusta conducir, y necesitaré también un chofer.

– Que conduzca Mascaranti, ¿no? Como otras veces.

– Esta vez no me sirve Mascaranti. Voy en busca de mujeres, y sería mejor que me ayudara una mujer que haga las veces de chofer. Había pensado en Livia Ussaro.

Càrrua se levantó un poco los pantalones sostenidos por delgados tirantes rojos.