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– Por culpa tuya le desfiguraron la cara. Ahora pretendes prepararle otra desgracia.

– No, es un trapajo que le gusta. Ya le he hablado de él y ha dicho que sí.

– Que lleve el coche quien te dé la gana, pero oficialmente eres tú el que hace la investigación.

– Gracias – contestó Duca.

Dio dos pasos hacia la puerta pero la voz de Càrrua lo detuvo, una voz completamente irreconocible en aquel ceñudo y áspero funcionario de la policía:

– ¿Cómo está Lorenza?

– No muy bien – respondió Duca, volviéndose apenas.

Solamente habían transcurrido dos días desde el entierro de la pequeña y no podía estar bien.

– Me gustaría verla un día de estos – dijo Càrrua.

– Puedes ir cuando quieras; siempre está en casa – repuso Duca.

– Gracias.

4

Duca salió y fue en busca de Mascaranti, y Mascaranti le encontró en seguida un 2003 negro. Duca se sentó al volante y salió de la Jefatura en la helada pero soleada mañana que podía haber parecido un día de primavera con sol, si no hubiera sido por el frío. Condujo despacio pero lleno de rabia por entre el tráfico agobiante, y fue primero a Via Giardino en la esquina con la Via Croce Rossa y aparcó el coche junto a la acera, de modo que en el parabrisas se leyera claramente la palabra "Policía", para el caso de que ningún guardia celoso sintiera el deseo de ponerle una multa, y entró en la tienda Ravizza de artículos para deportes, donde mostró su credencial y pidió un "Beretta B 1", y le dieron precisamente un "Beretta B 1", que era un pequeño revólver para señora, muy chato y de un elegante color de bronce viejo. Le dieron también dos cajas con los cargadores y volvió luego al coche y lo condujo a la plaza Leonardo da Vinci. En el suelo, en torno a los árboles de la plaza, había escarcha. Así, sin sombrero y sin abrigo, con el pelo al rape, tenía un poco de frío.

– ¡Qué cara traes de frío! – le dijo Livia, que había acudido a abrirle -. Ponte al menos el sombrero.

Él cerró la puerta.

– ¿Dónde está Lorenza?

– En la cocina; estábamos trabajando. – Livia bajó la voz para que Lorenza no la oyese, porque en un piso tan pequeño como aquel, el recibidor está demasiado cerca de la cocina. – Ayer lavamos toda la ropa de la niña. Esta mañana estaba ya seca y la hemos planchado y guardado. Ya he telefoneado a la Inclusa y se quedarán con ella. Es muy bonita.

Duca no dijo nada y entró en la cocina. Lorenza estaba planchando un delantalito rosa con cenefa blanca, y en una silla había una gran caja de cartón llena de ropa ya planchada y colocada en orden. Al otro lado de la mesa había un montón de otras prendas para planchar: todo el ajuar de la pequeña Sara, desde el año Cero hasta el año Dos, Dos meses y Catorce días.

– Hola, Duca – dijo Lorenza.

Él apoyó una mano sobre su hombro, encendió un cigarrillo y se sentó a la cabecera de la tabla de planchar aspirando el cálido olor de plancha y de todas aquellas pequeñas mínimas prendas que trascendían un tibio aroma de detergente.

– Ella plancha y yo zurzo – dijo Livia, sentándose también y tomando una pequeña camiseta para examinarla y ver si tenía algún agujerito que zurcir.

– Dame un cigarrillo, Duca – dijo Lorenza, dejando bien planchado en la caja el delantalito rosa.

Le dio el cigarrillo y se lo encendió, consiguiendo no mirarla a la cara, porque no era necesario: conocía de memoria las huellas que la dolorosa pena por la muerte de la niña le habían dejado en el rostro.

– Y también uno para mí – dijo Livia.

Lorenza tomó del montón de ropa que planchar un pequeño mono de color naranja, un pijama veraniego con un enorme Micky Mouse de color pardo estampado en el pecho. Duca observó durante un rato a las dos mujeres y luego dijo:

– Livia y yo nos vamos a dar una vuelta. ¿Quieres que te compremos algo?

– Sí – dijo Lorenza, y seguía planchando con la cabeza baja, pasando delicadamente la plancha sobre el Micky Mouse con el que la pequeña Sara había jugado y reído tanto, acariciándolo sobre el delantal -, mostarda [1].

– ¿Cuál? – preguntó Duca -, la fruta o la mostaza en pasta?

– No, la fruta; si hay, prefiero de cerezas e higos – contestó Lorenza.

– Sí, yo sé donde hay un sitio que tiene mostarda muy buena – afirmó Livia.

Eran días en los cuales Lorenza no comía nada, y ella, que había estado a su lado constantemente, lo sabía, y el sano instinto de Lorenza le impedía dejarse morir así y trataba de sobrevivir a su abismo de dolor intentando despertar el apetito con cosas que le gustasen.

– Te la traemos en seguida – dijo Duca.

Se levantó, puso la colilla bajo el grifo del lavadero para apagar la brasa y la arrojó en el cubo de la basura. Inmediatamente después, casi sin darse cuenta, encendió otro cigarrillo.

Lorenza dejó en la caja el pequeño mono de color naranja, planchado ya.

– No tengo prisa, dad primero vuestra vuelta.

Levantó la cara y les sonrió, luego volvió a bajarla para buscar otra prenda que planchar.

Duca y Livia salieron. Livia se puso al volante del 2003.

– En Via Vitrubio hay una charcutería muy buena – dijo.

Él asintió. En la charcutería Livia pidió doscientos gramos de mostarda y una ración de macarrones gratinados calientes, recién preparados.

– ¿Crees que se lo comerá? – preguntó Duca.

– Después de la mostarda, sí – respondió Livia.

Volvieron a la plaza Leonardo da Vinci. Duca se quedó en el coche mientras Livia subía, casi volaba, con sus paquetes al piso de Lorenza, porque hay que alimentarse, suceda lo que suceda en la vida. Volvió casi en seguida, se puso al volante y preguntó:

– ¿Adónde hay que ir?

Duca asintió.

– Primero toma esto – le dijo.

– Yo no llevo armas – repuso Livia.

– Ya lo suponía – contestó Duca -. Pero ahora te bajas y te vas donde te parezca, pero no conmigo.

– Esto es un chantaje – replicó ella.

– Sí, es un chantaje. O tomas este revólver o te apeas.

– Nunca he llevado armas. ¿Por qué he de llevarla ahora?

– Porque yo lo digo, o bajas.

Livia lo miró, muy ofendida y, si no con odio, con un profundo sentido de desilusión.

– Esto es un atropello y no puedo doblegarme como una esclava.

– Bueno, las discusiones filosóficas las guardaremos para luego. Ahora toma el revólver. No tengas miedo, está descargado.

– ¿Por qué te parece que tengo miedo? – preguntó Livia.

El implacable sol de aquella mañana polar iluminaba cruelmente con su luz radiante todas las cicatrices de su cara. De todos modos, seguía siendo una mujer muy pesada con sus preguntas demasiado sutiles.

– Perdóname, tienes razón; me he equivocado. No quería decir que no debías tener miedo, quería decir que no debías tener cuidado porque el revólver está descargado. Pero he de enseñarte a cargarlo. – Duca sacó del bolsillo de la chaqueta la caja con los cargadores. – Mira, es muy sencillo: tira de este pequeño gancho; éste, sí.

Ella lo hizo. Sacó una pieza con muchos huecos vacíos: el cargador.

– Quitas esto – dijo Duca -, es decir, el cargador vacío, y metes dentro éste, es decir, el cargador lleno. Mira cómo lo hago.

Livia miró con atención.

– Ahora hazlo tú como yo lo he hecho.

– Sí – repuso ella fríamente. Quitó el cargador lleno, volvió a poner el vacío, empujó hasta el fondo, luego tiró, sacó de nuevo el cargador vacío y puso el lleno -. ¿Es así?

– Muy bien, pero ahora presta atención al seguro – dijo Duca -. Es éste, empuja hasta el fondo esta pieza rayada, de manera que cubra la señal roja. Cuando se vean las señales rojas ten cuidado porque este trasto dispara solo, con sólo que mires el gatillo.

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[1] Para comprender la pregunta que sigue, hay que recordar que con el nombre de mostarda - mostaza – se conoce también cierta confitura hecha con frutas, mosto y granos de mostaza. En algunos lugares también se llama así la conserva de uvas cocidas.