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Ella empujó la pieza.

– ¿Así?

– Sí, así. Ahora ya podemos irnos.

– ¿Adónde vamos?

– Primero guarda el revólver y los cargadores en el bolso – dijo Duca – y prométeme llevar siempre este revólver y usarlo apenas te sientas en peligro, sin miedo.

Ella lo miró, acaso como la maestra mira a un alumno un poco raro.

– ¿Por qué me hablas así?

– Porque quiero que si tomas parte en mi trabajo puedas defenderte. Si te sientes pacifista, déjame trabajar solo.

Acaso si le hubiese dado un arma cuando la desfiguraron la cara, hubiera podido defenderse v salvarse. No quería que se repitiese nada parecido.

Entonces Livia Ussaro guardó en el bolso el revólver y los cargadores, seca pero disciplinadamente y repitió:

– ¿Adónde vamos?

– Via General Fara, ve a la Estación Central. Luego yo te enseñaré el camino.

Puso en marcha suavemente. Conducía muy bien.

– ¿A quién vamos a ver? – preguntó.

– A un padre – repuso Duca.

5

Aun cuando a Duca no le gustase, también los criminales y delincuentes tenían padres. En un sentido abstracto y meta-físico los padres siempre tienen un poco de culpa si sus hijos son criminales. Prácticamente tienen un poco menos porque un hombre se convierte en criminal también por culpa del ambiente, no sólo por constitución hereditaria. Pero una cosa es cierta: no existe absolutamente el caso en que el padre o la madre, o los dos, no tengan ninguna culpa de cómo crece el hijo.

– ¿Cómo, un padre? – preguntó Livia sin dejar de conducir.

– Es el padre de uno de esos once muchachos a quienes interrogué días atrás – explicó Duca.

Pensó una vez más en ¡os informes. Aquel padre, es decir, el padre de Federico dell'Angeletto, era citado genéricamente como "padre honesto". Pero Duca Lamberti confiaba poquísimo en definiciones tan sintéticas. ¿A causa de qué investigaciones le había sido dado a Antonio dell'Angeletto el calificativo de "padre honesto", que también comprendía a la madre? El adjetivo "honesto" es comprometedor. Duca pensaba que antes de definir a nadie con este adjetivo era menester hacer investigaciones más profundas.

– Toma ahora por Via Galvani, y la segunda a la izquierda es Via General Fara – dijo a Livia.

No tenía mucha confianza en el interrogatorio de los padres de aquellos muchachos. En el fondo habría sido un trabajo inútil, pero las notas características de uno de aquellos chicos le hicieron reflexionar. Federico dell'Angeletto figuraba como prealcohólico, y esto, a los dieciocho años, no es una buena calificación. Uno puede alcoholizarse muy joven, pero entonces la predisposición la adquiere de sus padres, y, sin embargo, sus padres figuraban como "honestos", y si es cierto que un alcoholizado puede ser honestísimo, cierto era también que un funcionario como Càrrua no pone "padres honestos" sino porque está mal informado; de otro modo habría escrito "padre alcoholizado". Ésta era su idea.

– Ésta es la Via General Fara. Párate en aquel portal cerca de la frutería y apéate conmigo.

Entraron en el portón que olía a sótano. Todas eran casas viejas a las que les quedaban pocos años de vida porque se desmoronaban casi por sí solas, y nadie ciertamente pensaba en mejorarlas dada la suerte que les había de corresponder en los nuevos planos urbanísticos. Era una vieja y pobre Milán, pero genuina, y había incluso dos trani, auténticas hosterías que no habían hecho nada para transformarse en bares, sino sólo cambiar los tapetes verdes sobre las mesas, con mesas desde el rellano cubiertas con plástico sobre el cual todavía se dormían los borrachos, como en los tiempos de Porta, con la cabeza apoyada en el brazo, y allí estaban las prostitutas viejas que iban también a beber un vaso para descansar un poco después de haber pateado las cercanas calles de Fabio Filzi o Vittor Pisani, y también la cansada y gentil florista, dulcemente claudicante, que bajo un parasol, ante la iglesia de San Gioachimo, vendía flores con el mismo estilo de la época de la bohemia, de Praga, Rovani y Boito. La fila de coches aparcados a lo largo de la calle no perjudicaba en nada su condición de cosa genuina: eran ellos los intrusos.

– El señor dell'Angeletto – preguntó Duca a la portera, encerrada en un tabuco calentado con una estufa de carbón de coque del que se percibía el ácido olor, y abarrotado con varias piezas de una "cocina americana", un televisor con una radio encima, y una nevera, de manera que apenas quedaba espacio para ella, que no era muy delgada, y una silla.

– Cuarto piso, escalera de la derecha.

Los miró sin odio, pero también sin humanidad, como si fuesen enemigos en potencia, y debía de mirar así a todos sus semejantes.

En el cuarto piso les abrió una mujer alta pero acabada, y los miró de la misma manera: aquél no era sin duda un barrio de cálidas relaciones sociales.

Duca dijo:

– El señor dell'Angeletto.

– No está.

Tenía una voz agria y potente.

– ¿Es usted su esposa?

– Sí, ¿por qué?

Miraba con malos ojos a Livia, sin que le preocupara demostrarle su antipatía,

Duca le mostró su credencial.

– He de hablarle.

La credencial intimidó a la señora dell'Angeletto y su voz se hizo menos segura.

– Ha bajado un momento a la hostería.

– ¿La hostería de abajo?

– Sí.

– Buenos días, señora.

La mujer lo detuvo y le habló con voz de improviso dulcificada y sufriente.

– ¿Qué le harán a mi hijo?

– Lo juzgarán – dijo Duca.

– ¿Usted lo ha visto?

– Sí.

– ¿Le han pegado?

La cara de la mujer, a punto de llorar, se estremeció.

– No, no le hemos pegado – dijo Duca -. Le hemos dado cigarrillos, y hemos hecho que tomara un baño. Lo necesitaba.

La mujer se echó a llorar, allí, a la puerta, en la apestosa penumbra de la escalera.

– Yo, yo, yo, yo… -Luego se repuso, casi con violencia. – Sé que es un delincuente, pero no deben pegarle.

– Tranquilícese, señora, nadie lo tocará.

La hostería estaba precisamente al lado del portal y entraron en ella. El aire olía a serrín húmedo pero no era un olor desagradable. Dos mesas estaban ocupadas por cuatro o cinco hombres juntos con una mujer de enormes pechos. Otra la ocupaba un hombre solo que tenía un vaso de vino tinto en la mano y miraba fijamente ante sí. Todos hablaban en voz baja, y era aquélla una curiosa quietud y soledad tratándose de una hostería.

– ¿Está aquí el señor dell'Angeletto? – preguntó Duca.

– ¿Quién? – inquirió una joven pero cansada muchacha detrás del mostrador.

– El señor Antonio dell'Angeletto – dijo Duca.

– ¡Ah, Toni! – exclamó la chica -, es el que está sentado solo.

Hizo una mueca de indulgencia; parecía como si pensase: "Y lo llaman señor".

– Policía – dijo Duca, sentándose a la mesa del bebedor solitario, e invitando a Livia con la mirada para que se sentase en el otro lado.

El hombre dejó de contemplar la nada y lo miró, miró a Livia, y no fue necesario mostrarle la credencial.

– ¿Es por mi hijo?

– Sí – repuso Duca -. He de hacerle una sola pregunta y acaso usted pueda contestarla.

– A mí ya no me interesa mi hijo – replicó Antonio dell'Angeletto con cierta nobleza en el comportamiento y cierta propiedad de palabras.

Probablemente bebía mucho, pero esto no lo había despojado de su dignidad. Sin duda lo que su hijo había hecho en la escuela nocturna debió de haberlo predispuesto aún más a la bebida.

– A nosotros nos interesa – contestó Duca -. Quiero saber si tenía alguna amistad femenina, pero no de su edad, sino una mujer mayor que él.

El bebedor solitario bebió un sorbo de su vino rojo violáceo.