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– No sé nada; nunca me dijo nada, y yo jamás tuve tiempo de preguntarle nada. Además los hijos no cuentan nunca nada al padre o a la madre, sólo a los amigos, al primero que encuentran en el bar, pero ni al padre ni a la madre.

De nuevo los ojos lo miraron, como arteros.

Entonces comprendió Duca por qué Càrrua había escrito "padres honestos". Era realmente un padre honesto, honesto, infeliz y desesperado padre. Ni siquiera ríos de vino tinto habrían incidido en aquella cristalina honestidad.

– Es cierto – dijo -, pero acaso pueda usted indicarme algún amigo suyo en este barrio que pueda decirme si se relacionaba con una mujer mayor que él.

– Todos tienen su vieja. Hoy las mujeres son todas… -y dijo la palabra exacta, pero al advertir a Livia bajó los ojos -. Perdóneme, señorita, quise decir que lo son muchas.

– No se preocupe – respondió Livia, sonriendo, y entonces también él levantó la cabeza y tenía los ojos húmedos.

– Perdone, señorita, perdone.

– Debe decirme el nombre de algún amigo de su hijo – insistió Duca -. Si conseguimos descubrir a esa mujer, esto será también muy importante para el chico.

El viejo volvió a bajar los ojos.

– En casa casi nunca hablaba de nada – dijo -. Ni siquiera de sus amigos. Venía, comía, robaba un poco de dinero o cosas que se vendía, y se iba. Pero trate de ir al bar tabaquería. Está más arriba. Allí lo conocen, incluso el dueño. Realmente saben de él mucho más de lo que yo sé.

Era evidente su sinceridad, y era evidente también su desesperación. Salieron.

6

El del bar tabaquería no estuvo muy contento con la visita. Al principio los confundió con una pareja que, ante el frío de afuera, quería reaccionar un poco en su caldeado y luminoso local, pero cuando vio la credencial de Duca su rostro reflejó la incertidumbre.

El local estaba vacío, pero sólo en apariencia: desde ¡a sala donde estaba el billar y las mesas de juego llegaban voces juveniles, el ruido de las bolas al chocar y algunas imprecaciones de los que jugaban a la baraja. Un muchacho estaba manejando el flipper, y de vez en cuando entraba alguno a tomarse un café o comprar cigarrillos.

– Por aquí venía – dijo Duca – un muchacho llamado Federico dell'Angeletto, a quien tal vez usted conozca. De él han hablado todos los periódicos.

El joven que estaba detrás del mostrador, a cuyo lado había una joven con el vientre muy desarrollado, acaso en el séptimo si no en el octavo mes, no contestó nada y sirvió un paquete de sal gruesa a una chiquilla que compró también goma de mascar hinchable.

– Solía venir por aquí – repitió Duca, con una leve amenaza en la voz, ya que con la cortesía no se logra nunca nada -. Era su café, y esa gentuza que está jugando en la sala eran amigos suyos. ¿No es cierto?

El tono convenció al joven.

– Sí, venía por aquí. Para mí, si pagan, todos son buenos clientes, y él pagaba. ¿Qué tengo yo que ver con eso?

– No le he dicho que tuviera que ver – respondió Duca -. Tranquilícense los dos – miró a la mujer encinta; no había por qué asustarla -. Usted nada tiene que ver con esto. Sólo quería saber si lo conocía.

– Claro que lo conocemos – dijo la mujer encinta, interviniendo de pronto, aunque sin alzar la voz -. Era el peor de todos, y se ha visto por lo que ha hecho. Y aún quieres defenderlo.

La emprendió con el marido.

– Yo no quiero jaleos – dijo él sombríamente rabioso – Son capaces de quitarnos el permiso.

– Te lo quitarán si no respondes a las preguntas que él te haga – replicó ella febril y sabiamente.

– Cuatro sellos de cincuenta – dijo un anciano que había entrado en aquel momento.

– Un café – pidió otro anciano que entró a continuación de aquél.

La mujer que esperaba un hijo se dispuso a preparar el café, el marido dio los sellos al otro anciano y entonces dijo Duca:

– Sólo quiero hablar con algún amigo de Federico. Si venía por aquí era porque aquí tenía amigos. Acaso usted sepa quiénes eran esos amigos, y tal vez quién es el más íntimo.

El joven asintió, luego hizo una especie de mueca.

– Sí, es cierto – repitió la mueca -. Como íntimo, el mejor amigo de Federico es una amiga, Luisella.

– ¿Y dónde está esa Luisella? – preguntó Duca.

– Vive aquí encima. Trabaja en su casa con el overlock.

– ¿Dónde, aquí encima?

– Aquí encima – dijo el tabaquero-; primero derecha.

Duca y Livia salieron y llegaron al primer piso. Duca apretó el botón del anticuado timbre y un viejo, en mangas de camisa, arremangado, como si fuese verano, macizo y rojo, acudió a abrir.

– Policía – y como era evidente que el hombre no tenía intención alguna de hacerlo entrar, a pesar de haber examinado la credencial, Duca entró apartándolo y abriendo paso a Livia-. ¿Es usted el padre de Luisella?

El hombre no tenía la costumbre de obedecer.

– ¿Por qué? – preguntó en lugar de responder, mirando agriamente a él y a Livia.

– Porque quiero hablar con Luisella – repuso Duca, mirándolo suavemente.

– ¿Por qué? – preguntó el hombre, los ojos fríos.

Entonces Duca perdió su cansada suavidad.

– Basta ya. ¿Dónde está tu hija?

Aunque su voz era baja, el tono produjo cierto efecto en el hombre.

– Sí – repuso -. Está ahí, trabajando.

En efecto, oíase el ruido característico de la overlock. Duca hizo una seña a Livia para que lo siguiera hacia ese ruido. Era una estancia casi a oscuras. De pie ante el neurótico ingenio había una muchacha de baja estatura, pálida y rubianca, que lo miró inquieta, pero también agria como el padre.

– Es la policía. Han venido para hablar contigo – dijo el hombre.

– ¿También ella es de la policía? – preguntó la muchacha a Duca, indicando a Livia.

– Sí, si no te parece mal – repuso Duca -. Para esa máquina y responde a las preguntas. ¿Conoces a Federico dell’Angeletto?

– ¿Por qué? – preguntó ella.

Debía de ser enfermedad de familia que en lugar de contestar a unas preguntas, preguntaran a su vez.

– Te he preguntado si eres amiga de Federico dell'Angeletto, y tú has de contestar diciendo sí o no, y no haciendo otras preguntas.

También esta vez el tono produjo efecto en la muchacha, que repuso:

– Sí, lo conozco.

– Te he dicho que pares la máquina – dijo Duca, y cesó de pronto el tipec-tipec-. Sólo quiero saber de ti una cosa.

Trata de contestar bien porque es importante para tu chico. Si respondes la verdad, acaso se libre con poco, pero si nos engañas, peor para él y para ti también.

Ella lo miraba agria; es decir, a su manera.

– Quisiera saber si Federico, además de ti, tenía a otra – preguntó Duca -, una mujer con más años que él, por ejemplo.

Ella respondió en seguida, secamente:

– No.

– No contestes tan de prisa. Piénsalo un poco. Has de saber que los chicos, a esa edad, tienen una, dos, tres…

– Es posible también que tenga una veintena, pero yo no lo sé – replicó ella con mofa.

– Escucha – dijo Duca -, habrás conocido a algún amigo de Federico.

– Alguno.

– Por ejemplo, ¿quién?

– Ettore. Acudía siempre al bar a jugar con Federico.

– Ettore, ¿qué?

– No recuerdo el apellido, pero es el que huyó de Yugoslavia con su padre.

– ¿No será acaso Ettore Ellusic? – preguntó Duca.

Ettore Ellusic era uno de los once que habían tomado parte en el asesinato de la maestra.

– Un nombre así -repuso la muchacha. Era ya un poco menos agria y parecía que se decidiera a soltarse un tanto -. Él si tenía una amiga vieja.

– ¿Cómo lo supiste? – preguntó Duca.