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Los cuatro estaban de pie, en la habitación casi oscura y fría: él y Livia, la chica y su padre.

– De vez en cuando hablaba de ella. Cuando le daba dinero venía aquí a jugárselo en el bar de abajo, con Federico y otros amigos. Tenía el vicio del juego.

– ¿Y qué decía de esa mujer?

– La llamaba tía.

– Trata de recordar todos los detalles.

– Decía: la tía.

– Sí, ya me lo has dicho; pero ¿qué otras cosas decía de ella?

– La llamaba la tía de Sarajevo, porque era yugoslava como él.

– ¿Y qué más? No te dijo otras cosas, su nombre, el trabajo que hacía?

– El nombre no. Siempre la llamaba la tía, la tía de Sarajevo y nos reíamos, pero sí nos habló de su trabajo: decía que traducía del yugoslavo al italiano no sé qué cosa.

– Entonces era una persona instruida.

– ¡Ah, sí! Ettore la llamaba también la profesora.

– Trata de describirla.

– Yo no la vi nunca, pero Ettore decía que era muy alta, muy alta.

– ¿Rubia?

– No recuerdo que dijera que era rubia. Me acuerdo solamente de que decía que era alta, muy alta.

– Dime alguna cosa más.

La chica miraba al suelo, reflexionando. Era evidente que se había decidido a colaborar para ayudar a su chico. Luego levantó los ojos y miró a Duca.

– Algunas veces Ettore contaba cómo ella hacía el amor, pero esto no tiene nada que ver.

– También me interesa eso – dijo Duca.

El hombre intervino.

– Mi hija no está obligada a contar porquerías. Ya basta.

– No, no está obligada – replicó Duca amablemente -, pero cualquier detalle puede ayudarnos a descubrir la verdad.

– No hay mucho que contar – dijo la muchacha -, es sólo una curiosa historia. Ettore decía solamente que esa mujer era virgen y que quería conservarse así, y entonces hacía el amor de manera que siguiera siéndolo. Quién sabe por qué.

Duca asintió.

– ¿No recuerdas nada más de ella?

– No – respondió la chica -. Pero debía de tener mucho dinero porque una vez Ettore llegó al bar con casi trescientas mil liras.

– Por las conversaciones de Ettore ¿qué idea te has hecho de la edad de esa mujer? ¿Un poco menos de treinta, un poco más? ¿Acaso cuarenta?

– Ettore nunca me dijo la edad, pero creo que debía ser sobre cuarenta.

Duca miró el reloj. -Gracias – dijo -. Tal vez vuelva, pero espero que no.

7

Aunque los datos eran escasos, Duca encargó a Mascaranti que buscase por todas las editoriales de Milán a una traductora yugoslava de unos cuarenta años. Mascaranti la encontró al cabo de dos días: se llamaba Listza Kadiéni y tenía treinta y ocho años. Vivía en un pequeño apartamiento de dos habitaciones y cocinaba en un hornillo de petróleo que colocaba sobre el mármol de la anticuada cómoda. En el mismo mármol tenía también la máquina de escribir, para sus trabajos de traducción, porque ella escribía de pie, como los amanuenses de la antigüedad, y era alta, muy alta, justamente como decía Ettore. También había nacido en Sarajevo. Era, por tanto, la tía de Sarajevo; es decir, era exactamente ella.

Hizo sentar a Duca en una pequeña butaca al lado de la ventana y tomó para sí una silla de la habitación contigua. Hablaba un italiano perfecto, como raramente lo hablan los italianos, excepto las "o" un poco demasiado cerradas. Era delgada y realmente no hermosa, a pesar de sus ojos grandísimos, sin afeite de ninguna clase, como, por lo demás, su cara, incluso los labios sin carmín, que le daban una singular belleza de fresco antiguo. Era rubia, pero de un rubio desagradable, pajizo.

– ¿Conoce usted a un muchacho llamado Ettore Ellusic? – preguntó Duca.

– Sí – repuso ella en seguida, rígida en su silla.

– ¿Sabe que es uno de los once muchachos protagonistas del asesinato de la maestra?

– Sí, lo sé.

– ¿Lo conoce desde hace mucho tiempo?

– Hace casi dos años.

– ¿Cómo lo conoció?

– Conozco a sus padres. Le ayudé a adquirir la ciudadanía italiana. Vino a Italia con los suyos al terminar la guerra. No sabe una palabra de esloveno y habla casi en milanés.

Respondía con toda claridad, pero en sus ojos había miedo, y acaso algo más que miedo: parecía vergüenza.

– Usted lo conoce desde hace casi dos años, ¿qué opinión le merece ese muchacho?

– Es un vulgar bellaco – fue su respuesta seca.

Duca esperó antes de hacer otra pregunta. Luego dijo:

– ¿Por qué lo define de este modo? Me han hablado de la naturaleza de las relaciones de ustedes dos.

Sabía que era cruel, pero sabía también que tenía que hablar así si quería lograr algún resultado.

Los ojos de ella parecieron vibrar de vergüenza.

– La naturaleza de las relaciones no implica que yo no sepa distinguir a un bellaco de un hombre honrado.

Una respuesta verdaderamente limpia. Duca se quedó pensativo durante casi un minuto.

– ¿La hacía víctima de chantaje?

Ella sacudió enérgicamente la cabeza.

– En absoluto.

– No tema agravar su condena – dijo Duca -. Se le acusa de complicidad en un homicidio, de malos tratos y violencia carnal. Chantaje más, chantaje menos, no puede perjudicarlo en modo alguno.

Ella sonrió tristemente.

– Ojalá pudiese disculparme diciendo que me hacía chantaje. Pero yo misma le daba el dinero. De otro modo nunca hubiese venido a verme.

Era una sinceridad desnuda y cruel, cruel para ella misma.

Duca se dio cuenta de que estaba recorriendo un camino equivocado, que perdía el tiempo, se lo hacía perder a ella y la hacía sufrir.

– Perdóneme – dijo levantándose.

También ella se levantó.

– Estoy contenta de poder ayudar. Estaré siempre a su disposición si puedo ser útil.

También estas palabras eran sinceras. Duca se acercó a la ventana. No se comprendía bien dónde daba porque la niebla no permitía distinguir si a la calle o a un patio.

– Busco a una mujer no muy joven – dijo sin mirarla -, pero también podría ser un hombre, ¿no es cierto? En resumen, busco a una persona adulta, una persona de quien ninguno de los chicos habló cuando les interrogamos, pero que me doy cuenta de que existe, y que es muy importante para descubrir la verdad. Tal vez ese muchacho habló con usted, acaso le dijo algo que pudiera ayudarnos a descubrir a esa persona. Aunque fuera un mínimo detalle, que a usted pueda parecerle sin importancia, podría ponernos en la pista de esta persona.

Ella seguía rígida. La habitación estaba un poco fría.

– Comprendo – dijo -. No hablaba mucho conmigo. Yo le era útil porque tenía el vicio del juego y cuando le daba dinero se iba en seguida. Pero alguna vez que había bebido, venía aquí, porque también tenía el vicio de la bebida. Entonces hablaba un poco más de la cuenta. Recuerdo que una vez me dijo que tenía un amigo que se drogaba con una cosa que tomaba a gotas y que se la proporcionaba una doctora que él conocía. Ettore me dijo que también él había tomado aquellas gotas, pero sólo le habían dado dolor de estómago.

– ¿No le dijo Ettore quién era el amigo que se drogaba?

– No, dijo simplemente que era un amigo.

– ¿Cree usted que ese amigo pueda ser uno de los once muchachos?

– No tengo manera de saberlo.

Aunque el indicio era muy vago, pero podía ser muy importante.

– Trate de recordar todo lo que pueda sobre ese particular. Una sola palabra, un solo pequeño detalle pueden ser decisivos. Para ayudar la memoria piense en el día en que llegó aquí y le habló de ese amigo suyo, piense en el momento en que entró aquí y en todo lo que sucedió después, hasta que le habló de ello, de esas gotas, de su amigo, de esa doctora.

Ella obedeció. Recordó aquel día cuando él, Ettore Ellusic, llegó un poco ebrio, acaso drogado, y comenzó a hablar.